Dedico este trabajo a F.G. (Fortu), porque es como un padre para mí.

Ya sabe usted que el mundo no existía hasta que se inventó la televisión, y que no hay forma de calcular la distancia entre la Tierra y la Luna sin ordenadores. La gente moderna cree que la navegación era muy difícil hasta que hubo barcos con propulsión mecánica. Por la misma regla de tres, los viajes son imposibles sin vehículos. Esto se aplica a trayectos cada vez más cortos. Será por eso que hay quien usa el coche para las cosas más inverosímiles.

Otra idea del mismo jaez es que no hubo artillería hasta que se inventó la pólvora. Su primer efecto sólo fue dar a los artilleros otro medio de disparar las mismas balas macizas que una catapulta. Tenía ventajas e inconvenientes, como todos los demás. Lo que multiplicó el poder destructor de la artillería no fue el cañón, sino la granada, la bomba hueca rellena de explosivos que estalla al dar en el blanco.

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Verá usted, en «La Guerra de las Galias», Julio César nos habla del sitio de Avaricum, en el 52 a. de C. En las murallas había una posición que frenaba el avance de los romanos. De forma que asestaron allí una catapulta y empezaron a tirarles flechas metódicamente. César alaba mucho el valor de los guerreros galos, porque cada vez que un soldado caía herido o muerto, otro ocupaba su lugar inmediatamente. Se me ocurre que quizá no fueran tan bravos. Tal vez no se podían imaginar que la catapulta disparase con semejante puntería. Tendemos a creer que el lugar más seguro en un bombardeo es el cráter de una bomba, porque ahí ya no caerá otra. Esto no es verdad ni siquiera cuando las reparten a voleo. Contra armas de precisión, es un suicidio.

A principios del siglo XX, el mayor Erwin Schramm reconstruyó varias catapultas, basándose en textos antiguos y representaciones gráficas. En una exhibición ante el Kaiser, una de sus máquinas partió una flecha con la siguiente, al más puro estilo de Guillermo Tell. Ya ve usted que el arma era de absoluta confianza, porque la Ley de Murphy nos dice que tenía que fallar… aquel día, precisamente.

Hagamos un poco de historia. Allá por el año 400 a. de C., los cartagineses estaban colonizando la parte occidental de Sicilia. Los griegos hacían lo mismo por el otro extremo. Su ciudad más importante era Siracusa, la Nueva York de la época. Contra lo que nos ha hecho creer hasta hoy la propaganda ateniense, la mayoría de las ciudades-estado griegas no eran democracias. Allí, sin ir más lejos, tenían un tirano de nombre Dionisio. No debía ser muy popular, porque siempre llevaba una coraza de hierro debajo de la túnica. Probablemente, para protegerse de las cuchilladas de sus enemigos. Por cierto, fue el inventor de la espada de Damocles…

Los historiadores le llaman Dionisio «el Viejo» o «el Antiguo», para distinguirlo de su hijo Dionisio «el Joven». Se puso a buscar una «solución final» para el problema cartaginés formando un equipo de ingenieros militares. Para eso «fichó» a los mejores de Grecia, es decir, del mundo… Lo hizo, cómo no, «a golpe de talonario». Se dice que algunos rehusaron sus generosas ofertas, y al pobre Dionisio no le quedó más remedio que hacerlos secuestrar. Cuando tuvo la colección completa, los organizó en grupos. Uno de ellos se puso a construir arcos con más alcance que los existentes. Dieron con la idea de la catapulta, una ballesta grande montada sobre un pedestal, que se tensa con un mecanismo de cabrestantes y trinquetes y dispara dardos o piedras. Como la mecanización del proceso permitía aumentar la potencia del arco mucho más de la que podía dar un hombre, los hicieron con un núcleo de madera, una capa de tendones animales y otra de cuerno.

Las primeras pruebas debieron ser satisfactorias. Diodoro Sículo nos cuenta que los siracusanos habían puesto sitio a la ciudad de Motya. Una flota cartaginesa mandada por el almirante Himilcón vino en su ayuda. Los siracusanos los recibieron con un diluvio de flechas, proyectiles de honda y dardos. Esto implica la fabricación de armas y municiones en cantidades, digamos, industriales. Como las catapultas eran una novedad, los visitantes no traían las protecciones pertinentes. Muchos murieron allí. Frustrado el desembarco, tuvieron que volver a su base… La ciudad cayó y sus habitantes fueron vendidos como esclavos. Dionisio libró tres guerras contra los cartagineses. No consiguió echarlos de Sicilia, pero mantuvo incólume el dominio griego en la parte oriental de la isla.

Conociendo a los ingenieros, lo más normal es que se les ocurriese montar una catapulta en un barco, y lo hicieron enseguida. A primera vista, no parece que la innovación hubiera de tener consecuencias. Un buque no se hunde a pedradas. Pero ya sabe usted que pequeñas causas producen grandes efectos…

La artillería no se emplea prácticamente nunca en condiciones ideales. Unas maniobras bien preparadas simularán las peores situaciones de una campaña real. Las peores pesadillas de los artilleros terrestres empiezan a parecerse a la vida cotidiana de la artillería embarcada.

Para empezar, la humedad del medio marino reduce la potencia de los muelles elásticos de las armas, porque estaban hechos con tendones de animales. Viene a ser el equivalente de la pólvora mojada en la época…

Para seguir, la pieza no está firmemente asentada sobre una base estable. Está más o menos unida a un barco y sigue fielmente todos y cada uno de sus cabeceos, balanceos o bailoteos. Así no es fácil disparar un cañón. Una catapulta, tampoco. Los movimientos del buque complican la puntería y dispersan los impactos. Una catapulta emplazada a proa sólo se puede apuntar bien si el buque está adrizado, o sea, vertical, o sea casi nunca. A doscientos metros de distancia, un disparo hecho tan sólo a un par de grados fuera de la vertical fallará el blanco. Si la nave está embistiendo a otra, el arma resulta prácticamente inútil.

En cambio, la nave atacada dispara desde las bandas, y su puntería viene afectada sólo por el balanceo. Que influye en la elevación de salida de los proyectiles, y por lo mismo en su alcance. La gran eslora de las galeras reduce mucho el cabeceo. Los impactos se producen en un área larga y estrecha que coincide en gran medida con la forma de la nave que nos embiste. Al ser diez veces más larga que ancha, ofrece un blanco perfecto a los proyectiles del buque a la defensiva.

No nos han llegado las dimensiones de los primeros proyectiles de Siracusa. Menos de un siglo más tarde, hacia el 213 a. de C., las catapultas de Arquímedes obsequiaban a los romanos con bolas de piedra de tres talentos (unos ochenta kilos) y flechas de unos cinco metros de largo, desde doscientos metros de distancia. Con proyectiles más pequeños podían doblar este alcance.

Póngase usted en el lugar de aquella gente… Si va usted de remero en una galera, una lluvia de chuzos que atraviesan el techo de la cámara de boga como si fuera de papel ha de tener por fuerza un efecto desmoralizador. Un buen pedrusco quizá no le diese a mucha gente, pero acaso llegara a quebrar el casco. La inundación consiguiente podía ser harto perjudicial para el buque, y por ende para la salud de su tripulación. Y un dardo podía herir a un remero o a más de uno, romper la sincronía de la boga y estropear totalmente un ataque con espolón. Probablemente, la mera vista de las catapultas ejercía un importante efecto, digamos, disuasorio. Los seres humanos aplaudimos mucho a los héroes muertos, pero la mayoría preferimos ser cobardes vivos.

(ilustración pendiente)

Haciendo una digresión, me parece poco probable que las naves menores usaran proyectiles incendiarios, como los que salen en «Ben-Hur». Me parecen mucho más peligrosos para el que los dispara que para el teórico blanco. Eso sí, a los guionistas de Hollywood les pareció que iban a lusir muy lindos sobre el fondo del sielo nocturno durante la batalla. Probablemente creían que la cámara de boga iba provista de luz eléctrica. En fin, a quién más se le ocurre dar una batalla naval de noche… Bueno, el caso es que, incluso sin incendiarios, la catapulta resultó ser una vacuna eficaz contra los ataques con espolón.

Veamos ahora las implicaciones. El espolón deja de ser el arma principal. La velocidad punta ya no es el primer requisito del diseño. Las naves pueden ser mayores. Con eso ganan estabilidad. Y mejora la puntería de las catapultas. De manera que el «dream team» de Dionisio empezó a desarrollar cuatrirremes, y posiblemente quinquerremes también, para embarcar… catapultas más grandes, por supuesto.

Alejandro Magno heredó de su padre un Estado en expansión. En el 332 a. de C., montó catapultas pesadas en galeras para derribar las murallas de la ciudad de Tiro. Las piezas embarcadas eran más grandes y más potentes que las terrestres, porque no estaban sujetas a las limitaciones de peso y medidas que imponía su transporte por tierra. Piense usted que los caminos de la época no eran gran cosa. Hasta que los romanos, siglos más tarde, no tendieron sus famosas vías, las comunicaciones se limitaban a senderos transitables a pie o a caballo. Y por las carreteras principales iba usted, como su propio nombre indica, en carreta.

Los cambios sociales y políticos tienen repercusiones en las tecnologías y viceversa. La táctica del espolón precisaba de muchos remeros bien entrenados. Eran ciudadanos de una democracia, que tenían voz y voto en los asuntos que les afectaban. Si no estaban contentos con el trierarca, desertaban en el primer puerto y yattá. En cambio, para construir y disparar una catapulta basta un pequeño equipo de técnicos especializados. Cualquier tirano rico que pudiera pagarlos pondría sitio hasta la rendición a cualquier ciudad amurallada. Ya ve usted, la democracia ateniense no cayó porque el Hitler de la época ganara las elecciones… Fue demolida a pedradas y flechazos por mercenarios a sueldo de los déspotas.

Otro día, si usted quiere, hablaremos de los efectos que tuvo la artillería embarcada en la construcción naval, en la disposición de la boga y, cómo no, en el «status» social de los remeros.

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