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Durante unos cuantos años me obstiné en escribir con pluma estilográfica. Ya estaban aquí los ordenadores, de modo que la escritura manuscrita quedaba relegada a las anotaciones y las firmas de documentos. Me pareció que era un signo de distinción, a la par que un placer anacrónico, recurrir a ese artilugio que los británicos, con expresión tan sugerente, denominan fountain pen. Pero si se trataba de marcar la personalidad a través del útil de escritura, las cosas no podían hacerse de cualquier manera. Debía escoger adecuadamente el modelo de pluma, y tampoco podía elegir al tuntún el color de la tinta.

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