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Publicado en la 

Revista General de Marina 

de Julio de 2022

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Nada más apropiado

que empezar el artículo

haciendo referencia

a un marino

como Joseph Conrad

y a uno de los pasajes de

su libro El Espejo del Mar,

en el que acertadamente escribió:

Nadie vuelve nunca de un barco “desaparecido” para contar cuán cruel fue la muerte de la embarcación, ni cuán repentina y sobrecogedora la angustia postrera de sus hombres. Nadie puede saber con qué pensamientos, con qué remordimientos, con qué palabras murieron en sus labios”.

¡Desaparecido sin rastro! Qué grandes tragedias encierran estas tres palabras.

Historias como las de los mercantes Cabo Villano y Castillo Montjuich, o la del pesquero Montrove, con amplia repercusión mediática y literaria, tiñeron de luto nuestra Marina Mercante y dejaron llenos de dolor a las familias de sus tripulantes y al colectivo de la gente de mar. Pero han sido muchos más los buques de la flota española que han engrosado una extensa lista de posted missing, como denomina el Lloyd’s de Londres a los buques que desaparecen en la mar sin dejar rastro.

En la Marina de Guerra también se ha dado el caso tan desgraciado y trágico de perder un buque. En un lugar destacado se encuentra el navío de línea de 74 cañones San Telmo, desaparecido en 1819 en el Atlántico Sur con sus 644 tripulantes, seguido a cierta distancia por el crucero Reina Regente, con los 412 hombres de su dotación, en las proximidades del Estrecho de Gibraltar. El resto quedaba más lejano en cuanto al número de víctimas, pero no por ello se trataba de sucesos menos importantes y desdichados, como fueron los del vapor Malaspina en 1867 o el de nuestro protagonista en 1879, ambos en aguas de las Filipinas.

Recordando las historias de aquellos marinos españoles y de esos barcos que se desvanecieron en el inmenso océano y en la memoria, les hacemos regresar y con ello les rescatamos del olvido silencioso de las palabras no escritas; misterio del destino tan vasto como el propio mundo.

 

Unas aguas lejanas y complicadas

El fenómeno de la Revolución industrial trajo consigo cambios radicales en la sociedad, la economía, la cultura y la tecnología, y su impacto se extendió a la mayoría de los sectores productivos y en todos los ámbitos sociales. A lo largo del siglo XIX, las innovaciones técnicas aplicadas a la Marina tuvieron una clara influencia en la expansión colonial de algunos países europeos por el continente asiático. En ese contexto, nuestra Armada no iba a ser una excepción y sus jefes decidieron unirse a la corriente general. Algunos adelantos, como la introducción del vapor a la propulsión, los cascos metálicos, el blindaje o los avances en la artillería, eran tan sólo algunas de las nuevas tecnologías que contribuyeron al desarrollo naval y su generalización revolucionó la estrategia y la táctica naval.

Durante el reinado de Isabel II, que supuso el gran renacimiento naval español, el lejano escenario filipino también se vería beneficiado con la llegada de nuevas embarcaciones, entre las que se encontraban los vapores de ruedas Reina de Castilla, Magallanes y Elcano, contratados con astilleros británicos. Pero no fueron las únicas, y en años sucesivos se iban a incorporar algunas más, como goletas y transportes de hélice y casco de hierro, además de varias series de cañoneros, que venían para reforzar a las fuerzas sutiles.

Por lo que respecta a la estrategia, la experiencia acumulada durante largo tiempo en la lucha contra los filipinos mahometanos, conocidos como “moros” por su religión y costumbres, así como la obtenida por los británicos en las Guerras del Opio con China, iban a resultar fundamentales para la toma de decisiones en las campañas de los años siguientes. A ello se uniría la llegada de los nuevos medios técnicos que produjo un cambio sustancial, contribuyendo al dominio español de las aguas en las Filipinas y a combatir de forma eficaz contra unos enemigos tenaces y despiadados, en un lejano archipiélago compuesto por más de 7.000 islas y con una extensión de 300.000 kilómetros cuadrados.

No menos importantes, las embarcaciones más pequeñas también entraron en los nuevos planes de la Armada. En ese sentido, para sustituir a las falúas armadas, unas embarcaciones con propulsión a remo y vela, en 1859 el Ministerio de Marina encargó en astilleros británicos la construcción de una serie de 18 cañoneros de hélice. La falúa era el tipo de embarcación que se había venido utilizando para mantener la seguridad en las costas y la soberanía española en aquellas aguas durante la primera mitad del siglo XIX. No obstante, a pesar de sus buenas condiciones en general, no estaba a la altura de las embarcaciones empleadas por los piratas, también propulsadas por vela y remo, entre las que se encontraban los pancos, además de otras más pequeñas, como barangayanes, vintas, lancanes, pilanes o barotos, la mayoría más rápidas y maniobreras en aguas someras que nuestras falúas.

 

El primer cañonero Mariveles

Llegado el momento, el encargo de los nuevos cañoneros supuso una gran novedad por su casco metálico: catorce se iban a construir de hierro (“de Staffordshire, de la mejor calidad”)
y los restantes cuatro de acero, con carácter experimental a iniciativa del Ministerio de Marina. Precisamente, estos últimos iban a ser los primeros buques de guerra del mundo construidos con ese material. Los nuevos cañoneros eran unos barcos ligeros y de poco calado (se pidió que fuera “menor de dos pies y medio”), ideales para el lugar y la función a la que iban a estar destinados.

Aunque fueron construidos para navegar a máquina, llevaban arboladura y pequeñas velas para servirse de la fuerza del viento. Los astilleros que llevaron a cabo su construcción -a orillas del Támesis- eran dos conocidas firmas británicas de la época: George Rennie & Sons, en Greenwich (los catorce de hierro), y Samuda Brothers, en Poplar, Londres (los cuatro de acero). La maquinaria estaba fabricada por el especialista John Penn & Sons, también en Greenwich. Todos los cañoneros se construyeron en piezas para su traslado a Hong Kong en mercantes británicos y desde la colonia asiática hasta su destino final en Manila. A lo largo de los años 1860 y 1861 fueron ensamblados en el Arsenal de Cavite, donde se les montó la artillería. Tras la ceremonia de botadura y las pruebas oficiales, los cañoneros fueron entrando en servicio durante los años 1861 y 1862, numerados desde el 1 al 18 y con nombres filipinos.

Ocho de los cañoneros desplazaban 54,50 toneladas y tenían 27,45 metros de eslora, 4,27 metros de manga, 1,90 metros de puntal y 0,67 metros de calado. Estaban equipados con una caldera multitubular de un horno y alta presión y dos máquinas alternativas compound con cilindros horizontales, que desarrollaban una potencia conjunta de 30 NHP. La potencia se aplicaba a través de dos ejes y dos hélices, con los que podían alcanzar una velocidad máxima entre 8 y 9 nudos. En sus carboneras almacenaban combustible para cuatro días. Su armamento original estaba compuesto por un cañón de hierro liso de a 12 libras a proa, en montaje giratorio o colisa, y cuatro falconetes de bronce de a 2 libras en el combés y en la popa. Además, contaban con el armamento portátil de la dotación, compuesta por 36 hombres, que se encontraba al mando de un teniente de navío.

 

Maqueta de un cañonero de 30 NHP.

Se aprecia la falta del cañón de a 12 libras montado en la proa

(Museo Naval de Madrid).

 

En cuanto a los diez restantes, su tamaño era un poco inferior, al igual que algunas de sus características. El desplazamiento estaba en torno a las 45 toneladas y tenían unos 24 metros de eslora. La disposición del equipo propulsor era similar, aunque su potencia se reducía a 20 NHP. Mantenían las dos hélices y llevaban a bordo combustible para tres días. Por lo que respecta al armamento, también de menor entidad, se componía de un cañón de hierro liso de a 9 libras montado a proa y cuatro falconetes de bronce de a 1 libra en el combés y en la popa. La dotación estaba integrada por cuatro hombres menos y al mando se encontraba un alférez de navío.

La definición de cañonero recogida en el Diccionario Marítimo-Español, de Ferreiro, Lorenzo y Murga, publicado en 1864, que dice “barco pequeño, generalmente de doble hélice y aparejo de cangrejo, que cala muy poco y monta uno o dos cañones giratorios, colocados en crujía”, describía muy bien a los nuevos barcos que iban destinados a luchar contra los piratas moros en el Archipiélago de las Filipinas. Por lo que respecta a la distribución de las fuerzas sutiles, a partir de 1861 las diferentes subdivisiones navales repartidas a lo largo del territorio filipino, que se habían establecido de acuerdo con la situación de las islas, los estrechos y las zonas frecuentadas por los moros, se equiparon con un cañonero de 30 NHP, otro de 20 NHP y una falúa armada. Entre los cañoneros más pequeños, el designado con el número 11 fue bautizado Mariveles (aunque en diferentes publicaciones oficiales y no oficiales aparece Maribeles), un monte volcánico situado en el extremo sur de la península de Bataan, en el extremo norte de la entrada a la Bahía de Manila. No era la primera vez que se ponía el nombre de Mariveles a un barco español. En las décadas de los años cuarenta y cincuenta de ese siglo lo había llevado una fragata mercante, de 703 toneladas, que hacía la ruta Barcelona-Manila, y en la década de los años setenta se incorporó al cabotaje en las Filipinas un vapor de 410 toneladas y 70 NHP, que sucumbió en un baguío en 1881.

Todos estos cañoneros que sirvieron en el Apostadero de Filipinas jugaron un papel decisivo en el combate contra los piratas musulmanes de Joló y Mindanao en la década de los años sesenta del siglo XIX. Como recuerda Agustín Ramón Rodríguez en su artículo: “El  impacto de aquellos modestos pero revolucionarios barquitos en la lucha contra la piratería fue sencillamente demoledor”.

Una vez desplegados, desde las primeras acciones quedó clara la enorme superioridad de los nuevos cañoneros, gracias a la propulsión mecánica y a su poder artillero, circunstancias que inclinaron la balanza del lado español.

 

El segundo cañonero Mariveles

Pero un material tan novedoso estaba un poco adelantado a los medios disponibles en Filipinas en aquella época, y los problemas técnicos no tardarían en llegar. A causa de la corrosión en sus planchas finas y ligeras, desde 1862 tuvieron que ser retirados y sustituidos paulatinamente entre los años 1863 y 1872 por otros tantos nuevos cañoneros con casco de madera, que recibieron la planta propulsora, el armamento y los pertrechos de sus antecesores británicos. La corta vida de los primeros cañoneros fue criticada en algunos medios de comunicación y su caso acabaría en el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, que finalmente dispuso el sobreseimiento al reconocer que “…sí las cañoneras no se hallan en un gran estado de conservación, proviene de la suma delgadez de sus planchas, cuyo defecto era consiguiente a las dimensiones (aprobadas por el Gobierno de S.M.)”. Esta segunda serie fue construida en el mismo Arsenal de Cavite y a ella pertenece el protagonista de este artículo.

 

Maqueta de un cañonero de 20 NHP, perteneciente a la misma serie que el Mariveles.
Le falta el cañón de a 12 libras montado en la proa y los dos botes (Museo Naval de Madrid).

 

El segundo cañonero Mariveles, también con el número 11, fue construido con casco de madera, como todos sus gemelos. La puesta de quilla tuvo lugar el 20 de octubre de 1871, fue botado el día 28 de febrero de 1872 y se entregó el 15 de marzo siguiente. De acuerdo con un “Estado de Fuerza y Vida”, fechado en Cebú el 16 de mayo de 1878, el cañonero desplazaba con todos los pertrechos 52,888 toneladas. Tenía una eslora de roda a codaste (en la cubierta principal de dentro a dentro) de 24,65 metros, una eslora entre alefrices de 23,92 metros, una manga de 4,40 metros, un puntal de 1,48 metros y un calado medio de 1,15 metros. La maquinaria la heredaba de su antecesor, como ya se ha indicado, y estaba compuesta por la misma caldera y las dos máquinas alternativas compound, que en conjunto desarrollaban 20 NHP. Propulsado por las dos hélices podía alcanzar una velocidad cercana a los 5 nudos y la capacidad de sus dos carboneras era de 12 toneladas. El cañonero tenía aparejo de goleta de una gavia (de tres palos, incluido el bauprés), con una superficie de velamen de 521,932 metros cuadrados. Los dos botes que equipaba tenían 6 metros de eslora, 1,5 de manga y 0,9 de puntal. Su armamento estaba compuesto por un cañón de a 9 libras montado a proa, con cureña de madera sobre corredera, y dos falconetes de a 2 libras de bala en montajes de hierro. Componían su dotación oficial 31 hombres.

Su primer destino fue la Estación Naval de Joló. Durante sus años de servicio, el cañonero Mariveles participaría a las órdenes del jefe de la División Naval del Sur y del comandante general de Mindanao en numerosas acciones de vigilancia y lucha contra la piratería junto a otros buques de la Armada y en constante colaboración con las tropas del Ejército. Las operaciones armadas contra los piratas las estuvo compaginando con los trabajos hidrográficos, que tenían por finalidad el levantamiento y rectificación de las cartas náuticas en las aguas de las Islas Filipinas. En una gran parte de esas operaciones estaría bajo el mando del alférez de navío Manuel Antón e Iboleón, que cesó como comandante en el mes de agosto de 1875.

 

Cartografía del puerto de Pollok levantada en 1877 por el comandante del cañonero Mariveles,

alférez de navío Manuel Antón e Iboleón (Instituto Hidrográfico).

 

Los años fueron pasando, entre la dureza de la vida operativa, los trabajos científicos y el desgaste propio de un uso intensivo. Procedente de Cebú, el cañonero Mariveles llegaba el 9 de septiembre 1879 al Arsenal de Cavite para efectuar obras de mantenimiento. El trayecto lo había hecho remolcado por el vapor mercante Leyte a causa de diversas averías en las máquinas.
Todo se encontraba preparado a su llegada, incluida la nueva caldera, y enseguida empezarían a trabajar sobre el cañonero. El 7 de noviembre terminaron las actuaciones, en las que “subió al varadero, recorrió sus fondos, reemplazó su caldera, y sin apremio, fueron recorridos su casco, aparejo y máquina, que se probó en la mar sin acusar desperfecto alguno”. Una vez alistado y pertrechado, a mediados de mes, el cañonero y su tripulación estaban preparados para regresar a su base.

 

El último viaje

El día 15 de noviembre, con “hermoso tiempo, buen cariz y barómetro en 30,5”, el cañonero Mariveles se hizo a la mar camino de Cebú. Su nuevo comandante, ferrolano como gran parte de sus predecesores, era el teniente de navío de 2ª clase Manuel Boado y Montes, y era la primera vez que mandaba un buque (recibió el mando del teniente de navío Juan Calbo). Con anterioridad había prestado servicios en Puerto Rico a bordo del vapor de ruedas Pizarro. Antes de zarpar recibió por escrito las instrucciones del comandante general del Apostadero de Filipinas, al tiempo que aprovechaba la ocasión para darle un consejo: “no deje Vd. ninguna de las escalas que le marco, sin tiempo seguro”. En esos momentos, a lo avanzado de la estación, los tiempos duros experimentados en el Mar de la China y las noticias sobre el último baguío que había afectado a Formosa en los primeros días del mes de noviembre, se unía el viento del primer cuadrante, una clara señal del cambio periódico del monzón del suroeste (cuyos graves efectos se producen desde junio a septiembre). El conjunto de indicadores solo hacía presagiar un feliz éxito en la travesía del cañonero y de sus ocupantes: los treinta hombres de su dotación y cinco pasajeros, entre los que se encontraban la joven esposa del comandante y tres menores de edad.

Para denominar a los tifones en las Filipinas se utiliza el vocablo “baguío”. Se trata de unos fenómenos atmosféricos destructivos que en esa zona no tienen una época del año fija, aunque suelen ser más frecuentes en los equinoccios, especialmente en el otoño. En esos años del siglo XIX aún no se había desarrollado la meteorología moderna y el conocimiento de algunos fenómenos atmosféricos era escaso, si bien se avanzaba en la recopilación de datos y en las observaciones. A pesar de todo, los secretos de la naturaleza estaban algo más cerca gracias al estudio y la dedicación de algunos Jesuitas, como los padres Viñes y Faura, que dirigían los observatorios de La Habana y de Manila. En esos momentos, estos ilustrados hombres de ciencia ya eran capaces de plantear una teoría y de plasmarla por escrito. Por desgracia, el comandante del cañonero Mariveles no tenía conocimiento de los últimos descubrimientos y estudios meteorológicos sobre huracanes. Así, es más que probable que, aunque se hubieran presentado señales anunciadoras suficientes a su salida de Puerto Galera, o bien no las advirtió o advirtiéndolas no fue capaz de interpretarlas. Pero no adelantemos acontecimientos.

Navegando hacia el sur y con la previsión de ir cayendo poco a poco a babor para embocar el canal que separa las islas de Luzón y Mindoro, el Mariveles fue avanzando sin novedad hacia su primera escala en Puerto Galera, una pequeña población situada al norte de la Isla de Mindoro, donde había establecida una de las divisiones navales. Terminada la corta escala, el cañonero abandonó su fondeadero el día 19 por la mañana, todavía con buen tiempo y sin saber que se le venía encima otro inesperado y violento baguío. La lectura de los dos barómetros que iban a bordo, el del propio cañonero y otro que transportaba para la Estación Naval de Cebú, tampoco le sirvieron al comandante para interpretar el cambio de tiempo ni para modificar su decisión de hacerse a la mar.

Pero todo iba a cambiar muy rápido en Puerto Galera, puesto que, según información oficial, desde el mediodía del 19 el cariz era sospechoso, el viento del cuarto cuadrante y el barómetro indicaba tiempo inseguro. Mientras continuaba su navegación hacia el este y, dada la trayectoria del baguío, el cañonero se dirigía a una pérdida segura. Probablemente, cuando el comandante intentó rectificar el rumbo para escapar de la tempestad, envuelto por la noche, un viento fortísimo y una mar arbolada, el cañonero desapareció tragado por las enormes olas ante la angustia y la desesperación de sus ocupantes. Ese mismo día 19, por la noche, el baguío alcanzó su mayor intensidad al sur de la Isla de Luzón, justo sobre la derrota que debía seguir el cañonero Mariveles.

En los días siguientes aparecieron informaciones preocupantes a causa de los numerosos daños que se habían producido en muchas embarcaciones e instalaciones terrestres. Pasaba el tiempo sin que llegaran noticias de varios barcos, y uno de ellos era el cañonero Mariveles. Al estar interrumpidas las comunicaciones, en Manila se suponía que podría encontrarse refugiado en Puerto Galera, Tablas, Komblon o Bataan. A diferencia de lo que suele ser habitual, las malas condiciones climatológicas “con tiempo encapotado e indeciso”, que continuaron afectando a las islas tras el paso del baguío, en nada favorecían las operaciones de búsqueda de los buques desaparecidos. Cuando por fin mejoró el tiempo, desde Manila se envió al vapor Sorsogón en busca de los vapores Butuán y Ormoc, que se temía por ellos por el mal estado de sus máquinas y, de paso, con la misión de conseguir noticias del cañonero desaparecido, puesto que iba a llevar una trayectoria parecida. También zarpó el transporte Patiño, que recorrería durante cinco días una extensa área en su busca “sin más noticias que las impresiones de numerosas averías por todas partes, y sin haber podido adquirir otro dato positivo del Mariveles”. Procedente de Cebú y escalas, el 25 de noviembre llegó a Manila el vapor-correo con noticias del comandante de la Estación Naval del Norte: el baguío se había sentido en sus inmediaciones y los barcos se encontraban sin averías, salvo el cañonero Mariveles, que no había llegado. En definitiva, nadie sabía cuál había sido la suerte del pequeño buque ni la de sus ocupantes.

De acuerdo con “noticias oficiales y semi-oficiales”, en el baguío de los días 19 y 20 de noviembre de 1879 se perdieron, próximos a la costa y de forma completa, veinticinco embarcaciones, habían varado ocho, dos fueron arrojadas a la playa, una sufrió averías y otra más se encontraba desarbolada. Entre todos los siniestros habían perdido la vida las tripulaciones completas de diecisiete de ellas, además de 118 hombres pertenecientes al resto de las embarcaciones. En alta mar, las pérdidas también fueron considerables, destacando los siniestros del cañonero Mariveles, del vapor Ormoc y del bergantín-goleta Luz. Sin llegar a completar la información, todos consideraban que eran muchos más los buques dañados o hundidos por el violento baguío, uno de los más destructivos que habían visto en las islas.

A pesar de los esfuerzos que se dedicaron en su búsqueda, nunca más se supo del pequeño cañonero Mariveles ni de sus treinta y cinco ocupantes. Durante el mes de febrero de 1880, el transporte Patiño encontró en uno de sus viajes un bote y otro objeto, que fueron atribuidos al cañonero desaparecido. A pesar de todo, los trámites oficiales no se detenían y el cañonero causó baja en las Listas de la Armada -a efectos administrativos- el día 20 de ese mismo mes. Por otro lado, una Real Orden, de 5 de enero de 1881, dispuso que fuera dado de baja de forma definitiva en las Listas de la Armada el teniente de navío Manuel Boado y Montes, “en atención a haber transcurrido más de un año desde que se perdió en el Apostadero de Filipinas el cañonero Maribeles (sic), […] sin que durante este tiempo haya podido obtenerse noticia alguna de su paradero”.

 

Primera página del informe del comandante general

del Apostadero de Filipinas, Rafael Rodríguez Arias,

dando cuenta al ministro de Marina de la desaparición del cañonero Mariveles

(Archivo General de la Marina “Álvaro de Bazán”).

 

En el primer aniversario de la pérdida del cañonero se colocó en Puerto Galera una cruz de gran tamaño, para que pudiera ser vista desde la mar, con una placa en su pie en la cual se podía leer:

Última tierra que pisaron los tripulantes del cañonero Mariveles –19 de noviembre de 1879– Memoria de sus compañeros”.

La cruz fue renovada en 1938 gracias a los oficios de un ciudadano español, de nombre Luis Gómez y Sotto, y todavía continúa en su sitio para recordar al buque y a sus ocupantes.

La “Relación nominal de todos los individuos que iban embarcados en su último viaje en el cañonero Mariveles” era la siguiente:

Comandante, Teniente de Navío de 2ª Clase: Manuel Boado y Montes; 2º Contramaestre, sin antigüedad: Joaquín Abuín Vila; 1er. Practicante: Juan Avelino y Capili; Marinero Carpintero: Simeón Ramos y Guzmán; Cabos de Mar de 2ª: Manuel Macolor y Álvarez y Juan Peralta y Apóstol; Marineros de 1ª: Roberto Helog y Lañón, Pedro Lucuan y Baquerora y Sixto Araed; Marineros de 2ª: Esteban Araña, Bonifacio Antoque y Ordóñez, Eulogio Marcos y Subalino, Sabino Villanueva de la Cruz, Rogelio Vázquez y Cruz, Andrés Tocairez y Lumbres, Bonifacio Saboya, Manuel Estevil, Patricio Alcántara y Cruz, Severo Padios, Carlos Alquiana, Francisco Alama, Severo de los Reyes y Restituto y Rufino Macapagal y Rosendo; 3er. Condestable: Manuel Rodríguez Benítez; 3er. Maquinista: Ricardo Andrés Negro; Ayudante de Máquinas: Adriano Salazar y Matías; Fogoneros de 1ª Clase: Toribio Aquino y Luciano y Alfonso García y Coronel; Fogoneros de 2ª Clase: Nicasio Martínez y Espinosa y Saturnino Apolonio; Transportes: Marinero Carpintero: Mariano Morillo; Pasajeros civiles: Leoncia Rodríguez y tres menores de edad.

 

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES

Del material consultado cabe destacar el artículo de Agustín Ramón Rodríguez González, publicado en la Revista de Historia Naval, titulado “El impacto de una nueva tecnología naval: el caso de los cañoneros españoles de Filipinas en el siglo XIX”. Además, he utilizado documentación relativa al cañonero Mariveles, entre la que se encuentra el informe oficial de su desaparición y varios estados de fuerza y vida (Legajo 1176/451 de la serie “Buques”. Archivo General de la Marina “Álvaro de Bazán”), así como algunos periódicos de la época.
Mi agradecimiento a Juan Luis Coello Lillo, Luis Jar Torre y Juan Manuel Grijalvo.

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