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27 de Diciembre de 2022

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Verá usted, la banca comercial desempeña un papel muy importante en nuestro curioso sistema económico. Teóricamente, existe para prestar servicios a los clientes. En la práctica, lo que hace es «crear valor para el accionista», una expresión eufemística que encubre el desmedido afán de lucro de sus dueños. Las necesidades de sus empleados, y no digamos los intereses de los clientes, son pamplinas que sólo se tienen en cuenta si no se contradicen con los verdaderos fines de las empresas, que se resumen en ganar mucho dinero.

Las prioridades de las cajas de ahorros eran otras. La primera preocupación de muchas de ellas era el bienestar de su personal. Si los empleados estaban contentos, eran más productivos y atendían mejor a los clientes. El primer objetivo no era generar excedentes económicos, aunque fuese para invertirlos en obras benéficas y sociales. Por razones en las que no entraremos hoy, casi todas han desaparecido.

Cuando los gestores de las entidades financieras hacen inventario de los recursos disponibles, lo habitual es catalogarlos como propios o ajenos. El capital y las reservas son propiedad de la empresa. El resto del pasivo es el conjunto de las deudas ante terceros, y por eso son recursos ajenos: porque son propiedad de otros.

Me pregunto quién fue el primer amburtias que llamó «recursos humanos» a las plantillas. Los adjetivos son diferentes, pero el sustantivo es el mismo. Si los recursos son medios para un fin y la gente es un recurso, sólo es un medio. Estamos en las antípodas del «capitalismo con rostro humano»: sólo era una máscara. Ahora ya vislumbramos las fauces de los monstruos. Cuando percibimos su verdadera catadura moral, ocurre lo mismo que con los ataques de las fieras: cuando vemos una, ya es demasiado tarde para reaccionar.

Hablando de otra cosa y de lo mismo, la distribución de energía eléctrica es un monopolio natural, como el suministro de agua potable, o la red de ferrocarriles. Son actividades económicas que requieren unas infraestructuras muy caras, y no tiene sentido duplicarlas, porque eso aumenta mucho los costes sin que ello redunde en mejoras apreciables de los servicios. Aquí y ahora, «nuestras» dignísimas autoridades han resuelto «liberalizar» el sector eléctrico y dejarnos «elegir» entre varios «proveedores». Sobre el papel, todos son estupendos, porque el papel lo aguanta todo. La triste realidad es que la energía eléctrica sigue siendo un monopolio de hecho, porque sólo puede haber una red de distribución. Algunos de los costes de la producción son fijos, como la amortización de las plantas, y otros son variables. Lo normal es que oscilen según las «leyes del mercado». Ahora mismo, hay otra guerra demencial en Europa. Esto introduce en todas las ecuaciones una serie de incertidumbres que ya nos han complicado mucho la vida. Y ya ve usted que todo esto sólo es el principio de una crisis que no sé a dónde nos va a llevar.

Ante todos estos cambios, los mercachifles que hacen de «comercializadores» de electricidad siguen la misma lógica que los dueños de los bancos: su objetivo es «crear valor para el accionista»; en otras palabras, seguir ganando mucho dinero con sus negocios. A falta de una previsión fiable de los costes para el año que viene, la reacción lógica es multiplicar los precios por cuatro. Como son empresas privadas, si sus ingresos fueran inferiores a sus gastos no tendrían beneficios… y ya ve usted que eso no se puede consentir. Ante la duda, se curan en salud y se ponen la venda antes de la herida. Subidón de precios, y la única opción que tienen los clientes es… cambiar de «proveedor», cosa que es como cambiar de caballito en un tiovivo: es un mercado de oferta, controlado en última instancia por un monopolio.

Una empresa pública tiene otra filosofía, y nos plantea otros problemas. Al parecer, lo «europeo» es privatizar los antiguos monopolios públicos. Por eso el Estado español ya no tiene voz ni voto en las empresas privadas que se han repartido las carteras de clientes de las antiguas compañías públicas del INI. Pues bien, Électricité de France sigue estando controlada por la República Francesa, que mantiene -por ley- una participación en su capital del 70% como mínimo. El caso es que esta empresa ha sido gestionada bastante bien desde su fundación, en 1946. ¿Cómo es posible controlar eficazmente los monopolios públicos, y mantenerlos al servicio del público?

L’École Nationale d’Administration (ENA) fue creada el 9 de octubre de 1945, un día después del fin de la Segunda Guerra Mundial, por una orden del Gobierno Provisional de la República Francesa, presidido a la sazón por el general De Gaulle. Sobre el papel, era una gran idea. El objetivo de la maniobra era poner al frente de las empresas públicas y de los departamentos ministeriales a unos altos funcionarios formados en una escuela que sólo admitía como alumnos a los mejores estudiantes de Francia: un país que cultiva la excelencia en la instrucción pública desde 1789. Meritocracia químicamente pura y, sobre el papel, un baluarte inexpugnable contra «les magouilles», la corrupción, los políticos sin principios, etcétera.

Al parecer, los resultados prácticos no fueron exactamente los previstos. Por lo que sé del tema, los superdotados no son seres de luz, y no están exentos de las debilidades que aquejan a todos y cada uno de los individuos de nuestra especie. Los titulados de la ENA, a pesar de sus brillantísimos expedientes académicos, de sus vastos conocimientos teóricos y de las buenas intenciones que se les suponían, sobre todo al principio, fueron convirtiéndose en una casta sacerdotal de «énarques» que estaba más allá del Bien y del Mal. Esto, incluso si sus componentes fueran los Señores de la Instrumentalidad, es muy peligroso. Será por eso que la ENA fue suprimida el 31 de diciembre de 2021. Me pregunto si la institución que la ha sucedido será mejor, igual… o peor. Siendo, como soy, un optimista incorregible, me reservaré el pronóstico hasta saber qué procedimiento aplican para escoger los alumnos. El listón está muy alto: por la ENA ha pasado buena parte de lo mejor de la intelectualidad francesa. Son los herederos del despotismo ilustrado, de la Grandeur y de todas las escuelas de pensamiento que hicieron de Francia el faro de la Libertad -con mayúscula- en el mundo entero desde el Siglo de las Luces​. Por otra parte, una Igualdad mal entendida nos lleva a creer que vale lo mismo uno de los oradores excelsos que captaba y cultivaba la ENA que cualquiera de los botarates que defecan cada día en las «redes sociales». La democracia se basa en dar un voto a cada persona para que lo use con un mínimo de sentido común: el objetivo de la maniobra es elegir a los mejores candidatos y candidatas, aunque no sean de «buena familia», como los Borbones. Si no es así, la situación política degenera rápidamente en demagogia. La Fraternidad, mal entendida…

Aquí, las mejores escuelas para formar directivos no son públicas. Las llevan unas organizaciones católicas, a saber, una orden de clérigos regulares, muy antigua y muy conocida, y un instituto secular, muy moderno y muy poco -y muy mal- conocido. Si me dejaran elegir, me quedaría una y mil veces con la ENA.

Volviendo a Francia, ¿usted sabe en qué parte del Hexágono están las minas de las que se obtiene el uranio natural que abastece las centrales nucleares?

Y para concluir por hoy, una sugerencia: lea, o relea, el Informe Subercase. En su día me hice con el texto, con las mismas aviesas intenciones que el resto de los amigos del ferrocarril: lapidar a sus autores por no haber sido capaces de prever -en 1844- el futuro éxito del ancho Stephenson, que llegó varias décadas después. En este informe encontré un trabajo maravillosamente bien escrito, que despachaba el tema del ancho de vía en dos párrafos y dedicaba el grueso del estudio a sopesar las ventajas y los inconvenientes de las empresas privadas. Aquí tiene usted una muestra:

«… encuéntrase además suma divergencia en los pliegos de condiciones propuestas por las compañías que hasta ahora han solicitado del Gobierno concesiones, o sean privilegios exclusivos para construirlos y explotarlos; advirtiéndose también que en casi todos estos pliegos de condiciones se tienen muy presentes, como es natural, los intereses de las empresas, o más bien de las compañías proponentes, dejando muy en descubierto los del Estado y los del público».

Obviamente, los Subercase eran afrancesados.

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