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Tener que explicarle a un ingeniero de qué forma funciona el principio de Arquímedes, a priori, no parece ser una de las obligaciones de un buceador profesional. Sin embargo, en una ocasión lo tuve que hacer a gritos, sobre el ruido del motor de un compresor de aire, y colgando de una grúa, a varios metros de altura, sobre el barro de un embalse medio vacío. Gajes del oficio.
Sé que no digo nada nuevo si afirmo que las compañías, los trabajos y los jefes cutres han existido en España desde muchos siglos antes de que una joven, sin trabajo pero muy ingeniosa, creara el blog «Mierda Jobs» y poco después publicara un libro con ese mismo nombre.
En mi corta pero intensa vida profesional bajo el agua he tenido que realizar tareas de todo tipo, algunas a gran profundidad y con tecnología puntera, y otras que me hacían plantearme si valía la pena seguir en la profesión y que, a la larga, me llevaron por caminos muy diferentes. Recuerdo muy especialmente los trabajos de mantenimiento del puerto y tuberías submarinas de una refinería de petróleo en la costa de Libia, en los ominosos años en los que Gaddafi cortaba el bacalao, una época que comparada con la situación actual de ese desdichado país incluso parecía normal. En Libia, a pesar de la incomodidad de vivir en un país islamista, estalinista y militarizado, las condiciones de trabajo y de seguridad laboral del buceo eran bastante razonables, muy cercanas a los estándares de los países desarrollados, pues las compañías que operaban allí eran en su mayoría europeas. Los sindicatos libios, en materia de seguridad, no interferían con los estándares que dichas compañías importaban. Recuerdo cómo se respetaban las normas de seguridad, como por ejemplo, no tomar un avión hasta pasadas muchas horas después de una inmersión profunda*, o cómo se intentaba siempre bucear en parejas, o al menos tener un buceador en «standby» listo para saltar al agua, incluso si el trabajo se realizaba en una piscina industrial, o en tomas de agua para una central térmica, etc. Trabajos que por lo general se desarrollaban en aguas limpias y razonablemente previsibles.
Las tareas más penosas, peligrosas, sucias o absurdas las llevé a cabo normalmente para empresas españolas de tamaño mediano o pequeño. Un trabajo que hubiera merecido un premio especial al cutrerío subacuático se desarrolló en un embalse en la cuenca del río Guadalquivir, no muy lejos de Úbeda, en algún lugar desde el que se podía ver algo de nieve en una sierra cercana. Nos llevó un sujeto de Madrid que hacía chapucillas por los embalses patrios, contratando buzos según necesitaba. Era ingeniero, creo recordar, y tenía suficientes contactos con algunas empresas hidroeléctricas como para ir tirando, aunque su conocimiento del buceo era muy limitado.
Ante la insistencia de mi amanuense, Juan Manuel Grijalvo, para que le dijera cuál era el embalse, sólo le pude responder que se hallaba “en un lugar de Andalucía de cuyo nombre no quiero acordarme”, por razones obvias, como el lector podrá pronto descubrir. A la presa llegué de noche, en un vehículo que conducía otra persona, hace casi cuarenta años, y sin ni siquiera haber visto la presa de lejos, situada en una región de Andalucía en la que nunca había estado antes y de la cual carecía de referencias. Estuvimos alojados unos días en alguna anodina pensión de la zona que no dejó ningún recuerdo reseñable. Del aspecto de la presa tampoco tengo una imagen gráfica, algo difícil de conseguir cuando sólo puedes estar sobre su coronamiento o bajo sus turbias aguas.
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Imagen de una presa de características y dimensiones
parecidas a la del relato. Pero con agua limpia.
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Nuestro cometido era despejar las guías verticales de unas compuertas correderas, atascadas en varios puntos por una multitud de troncos y ramas, muchos de los cuales llevaban años bajo el agua. Además de las compuertas, que se encontraban en varios puntos, y a diferentes profundidades, existían unas rejas, en bastante mal estado, que teóricamente evitaban que troncos, ramas, u otros materiales, atascaran las compuertas o llegaran hasta las turbinas de los generadores.
Como es lógico, una parte de lo que los ríos arrastran llega hasta las presas, que no son otra cosa que barreras. Allí se acumulan ramas, cañas, basura, troncos, restos de animales muertos… y de vez en cuando ¡cómo no! algún cadáver humano. Mi amigo Antonio, buceador de gran experiencia, me contaba lo difícil que fue sacar los restos de un desdichado camionero a más de 65 metros de profundidad. Había caído con su vehículo desde la autopista que pasa sobre la coronación de una presa. El camión quedó sumergido, al pie del muro de cemento de dicho embalse, en su parte más profunda. Debido a esa considerable profundidad, que aconseja usar equipos para respirar con helio, cámaras de descompresión, y en general equipamientos que sólo se encuentran en barcos especializados, la operación de rescate del cadáver se prolongó mucho tiempo y no se completó hasta que bajó el nivel del agua meses después. Pero esa es otra historia que dejo para más adelante.
El modesto embalse con el que tuve que bregar aquel invierno de 1980 no tendría más de 30 ó 40 metros de altura y además se estaba vaciando para realizar reparaciones en las compuertas, con lo cual la columna de agua, algunos días, no pasaba de 15 metros. Le llamo agua, aunque en realidad se trataba de barro líquido tremendamente frío. Como termómetro y testigo de la baja temperatura del agua contaba con un desgarro que sufrió mi pantalón de neopreno en la entrepierna; a través de ese roto el agua refrescaba mis “testigos” lo cual hacía el trabajo todavía más desagradable: en aquel lugar no había posibilidad de comprar ni neopreno ni el disolvente adecuado para reparar mis sufridos pantalones, así que no me quedó más opción que apechugar con una situación tan “acongojante”.
Para alcanzar las compuertas nos bajaban con ayuda de una pequeña grúa, sin arnés de seguridad ni nada parecido, a veces sólo vestidos con el neopreno; los dos pies sobre la bola situada por encima del gancho y las manos sujetando el cable. Por fortuna, no llevábamos botellas a la espalda. El suministro de aire nos lo proporcionaba un grupo compresor con motor diésel, como los utilizados para los martillos neumáticos en las obras. Algunas veces trabajábamos en seco, desde el montón de troncos, y otras veces bajo el agua, respirando a través de un tubo o narguile que nos enviaba un flujo de aire ilimitado desde el compresor de arriba.
Una vez poníamos pie sobre el montón de troncos, que asomaba sobre el barrizal, los íbamos amarrando uno a uno con el cable de la grúa. Después nos apartábamos a un lado y hacíamos la señal al gruista para que lo subiera, asegurándonos de que al desengancharse del montón de ramas, los enormes trozos de madera no salieran disparados bruscamente en nuestra dirección. Cuando esto sucedía nos apartábamos lo más rápido que podíamos, resbalando sobre la maraña de ramas cubiertas de barro.
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La parte central del embalse presentaba un aspecto parecido al de la foto.
Sólo al pie de la presa se concentraba una cantidad considerable de agua y lodo.
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El fondo del embalse, en su mayor parte, no era otra cosa que una llanura de barro seco y cuarteado, aunque viscoso y húmedo en el centro, por donde discurría el escaso caudal que portaba el río en ese tramo. En los muchos años transcurridos desde la construcción del embalse, la escorrentía de su cuenca, cargada de sedimentos, había reducido la capacidad de almacenaje de agua en una proporción espectacular, pues la colmatación había elevado el fondo del embalse en muchos metros. Con el pantano casi vacío, el riachuelo central había formado un desfiladero de barro inestable, de varios metros de profundidad y paredes casi verticales, que de vez en cuando, en algunos puntos, se derrumbaba y deslizaba bruscamente formando avalanchas de fango. Alguna de esas avalanchas llegaba a gran velocidad hasta el pie del embalse: donde estaban las compuertas… nuestra zona de trabajo. Por lo general apenas llevaban fango como para llenar una docena de camiones, nada inquietante si se producían a 30 ó 40 metros, río arriba; otra cosa eran las grandes que se iniciaban cerca; alguna casi nos alcanza. A todo esto, algunas compuertas se mantenían parcialmente abiertas, dejando salir casi toda el agua, al parecer siguiendo criterios de almacenaje y de producción hidroeléctrica. A nosotros no se nos mantenía informados de estas operaciones.
En una ocasión en la que un compañero buceador estaba subido en el montón de troncos, el gruista, siguiendo sus instrucciones, se puso a tirar de un tronco completamente trabado en una masa de viejos árboles grises. El tronco no se desprendía del montón, pero el gruista siguió tirando hasta que, súbitamente, se soltó con un movimiento tan rápido y difícil de predecir que mi compañero tuvo que saltar al agua para que el grueso tronco, de varios metros de largo, no le diera de lleno en la cara.
Anécdotas como la anterior eran bastante normales en este tipo de trabajo. Personalmente me fascinó la experiencia de primera mano que tuve con el principio de Arquímedes y sus aplicaciones prácticas. Un viernes, al final de la jornada, me tocó bajar a desenganchar uno de esos benditos troncos del fondo de la presa, esta vez bajo el agua, a unos pocos metros de profundidad. Me meto en el agua, tan oscura que daba lo mismo llevar los ojos abiertos que cerrados, y me doy cuenta de que no me puedo sumergir. El cinturón de plomo no era suficiente. Saco la cabeza del agua y le pido a un compañero que me baje otro par de plomos. Apoyado en los troncos que sobresalían del agua meto los plomos adicionales en mi cinturón y pruebo de nuevo a sumergirme; no funcionó, yo seguía flotando como un corcho. Le pido al compañero que me consiga más plomos y el muchacho ha de ir hasta nuestra furgoneta a buscar más, mientras mi jefe se va impacientando. Quiere sacar aquel puñetero tronco, que no permite mover una de las compuertas, antes del fin de semana, como le han pedido los gestores de la presa.
Por fin, mi compañero me trae otro cinturón completo con plomos más pesados, me lo bajan con la grúa y con ayuda de otro compañero me pongo este otro cinturón, mucho más pesado de lo normal; aproximadamente el doble de lo que estaba usando en ese trabajo. Vuelvo al agua, me doblo por la cintura cabeza abajo, levanto las piernas por encima de la cintura y… nada, no consigo hundirme. De repente me doy cuenta de la razón de mi excesiva flotabilidad (tenía que haberlo notado antes): el agua, por llamarle de alguna manera, era lodo fluido, con una densidad muy superior a la del agua del Mar Muerto. En esas condiciones, al ser el lodo mucho más pesado que el agua dulce, que tiene una densidad y un peso específico parecido al del cuerpo humano, era literalmente imposible sumergirse, a no ser que el buceador se lastrara con muchos kilos de peso.
Quisiera aquí hacer notar que la clásica escena de película del explorador atrapado por las arenas movedizas, cuyo lodo va engullendo despacito al desdichado hasta que éste desaparece por completo, es una imposibilidad física, a pesar de que a los directores de cine y guionistas parece que les encanta este “topicazo”. En una ciénaga, como mucho, te puedes hundir hasta la cintura o hasta el pecho, algo que les puede pasar también a los animales de cuatro patas, pero nunca te puedes hundir del todo. Lógicamente, ese lodo, aún sin engullirte, puede ser una trampa mortal, pues basta con quedarse trabado hasta morir de hambre, de hipotermia o por ahogamiento si sube la marea. Pero hundirse, lo que se dice hundirse del todo… es físicamente imposible.
Llegó la hora de terminar la jornada sin haber conseguido lastrarme lo suficiente como para poder sumergirme, ni siquiera con dos cinturones. Tampoco podía ponerme otro adicional en bandolera, ni colgarme unas pesas de gimnasio como escapulario, teniendo en cuenta que necesitas tener movilidad y manos libres, especialmente cuando estás hundido en barro, sin visibilidad y con el peligro que supone una compuerta mal cerrada. Por todo, ello tuvimos que dar la jornada por perdida.
Mientras me izaban con la grúa, todavía colgando del cable, trataba de explicarle a mi jefe, ingeniero de carrera, por qué es casi imposible hundirse en aguas tan cargadas de barro. Como el buen hombre pensaba que la única razón de mi imposibilidad de sumergirme era el miedo, le tuve que explicar el principio de Arquímedes, bastante cabreado, preguntándole que si el día que tocaba ese tema en su escuela técnica él había hecho novillos.
Los tres buzos pasamos el fin de semana algo aburridos en la pensión. A ratos mirábamos la tele, aunque también pasábamos tiempo pensando cómo podíamos solventar el problema de la excesiva flotabilidad y revisábamos qué cosas no estábamos haciendo bien, incluido el tema de la seguridad. Ante las críticas del jefe sobre nuestra supuesta lentitud el día anterior, le había recordado, por mi parte, que el compresor de aire de un grupo diésel debía colocarse de forma que el escape del motor quedara siempre a sotavento de la toma de aire que se enviaba al buzo. El monóxido de carbono, en pequeña concentración y a presión atmosférica, es tolerable por un rato, pero respirado a diez metros de profundidad, por ejemplo, su concentración más alta (debida a su presión parcial) lo hace doblemente tóxico. Por eso la toma de aire para la respiración se debe cambiar dependiendo del viento, o bien tenerla muy lejos de cualquier tubo de escape. Algo que no parecía preocuparle mucho al jefe.
El lunes reanudamos las operaciones y me bajaron con la grúa hasta colocarme sobre el montón de troncos, al pie de la presa, desde el cual iba a iniciar mi revisión subacuática de una de las compuertas. Con el agua llegando a mi cintura y los pies calzados con aletas y apoyados en una especie de repisa de viejos leños, me puse en el cinturón un enorme grillete de acero con cuyo peso esperaba esta vez poder hundirme, me ajusté las gafas, mordí bien la boquilla del narguile, y dudando de si esta vez iba a conseguir hundirme me impulsé hacia delante en el agua oscura con bastante confianza. De repente me dí cuenta de que me hundía a una velocidad tal que no me iba a permitir ni compensar la presión de los oídos. Me tuve que revolver hacia la pared de troncos buscando un asidero con una mano, mientras algunas ramas invisibles me golpeaban la cara en mi rápido e inesperado descenso, porque ni siquiera moviendo las aletas frenéticamente dejaba de hundirme. En cuestión de un par de segundos, que se me hicieron muy largos, conseguí soltar la hebilla del cinturón de plomos que cayó libremente hacia el fondo, acompañado del grillete. Sin ese peso, comencé a subir suavemente gracias a la flotabilidad del neopreno, preguntándome qué había pasado para haber bajado de golpe varios metros, en un agua tan espesa que un par de días antes me mantenía a flote contra mi voluntad.
Volví con mi jefe, que tampoco entendía nada. Sin embargo, preguntando a alguno de los técnicos que teníamos más a mano supimos que durante el fin de semana habían abierto y cerrado alguna compuerta, renovando parcialmente el agua, y nadie había pensado en advertirnos de ello. Por eso al meterme en el agua, que esta vez tenía una densidad mucho menor que el viernes anterior, me hundí como una piedra, con el susto correspondiente.
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Esquema de una central hidroeléctrica estándar
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En este entorno imprevisible y poco gratificante, llegó el día en que, con ayuda de la grúa situada sobre la presa, conseguimos finalmente liberar las compuertas de los troncos que habían estado fastidiando durante tanto tiempo. El último día tocaba hacer una inspección de las guías de cada una de las compuertas, por si había quedado alguna rama lo bastante grande y lo bastante cercana como para acabar trabada en las guías. Me informaron de que una de ellas no cerraba del todo bien, algo que se podía verificar desde el otro lado, pues la compuerta dejaba pasar una cantidad nada desdeñable de agua. No recuerdo si se trataba de un aliviadero del fondo o de un túnel forzado de los que llegan a las turbinas, mi memoria parece que se esfuerza en olvidar ciertas cosas… Me sumergí en la zona indicada a unos 15 metros de profundidad, tratando de mantenerme a una saludable distancia de la compuerta, por si me encontraba con una corriente de agua que pudiera atraparme.
Hay un tipo de accidente que ha causado un alto porcentaje de muertes en el buceo profesional. El responsable es un fenómeno que en inglés se conoce como “Delta P” o «Differential Pressure», algo que ha terminado con la vida de demasiados buzos, incluso en superficie, en cámaras de descompresión. Un ejemplo ilustrativo y sencillo de comprender sería el de un buzo norteamericano que en los años 80 experimentó en sus propias carnes la Delta P. Este profesional se hallaba reparando un daño en el fondo de una piscina a 3 metros de profundidad. A su lado se hallaba una rejilla de unos 20 cm de lado que chupaba el agua del fondo para llevarla a los filtros de depuración. Al buceador no se le ocurrió parar la circulación del agua del filtro antes de empezar su tarea: un error fatal.
Se impone aquí una pequeña reflexión y algún dato sobre hidrostática, una parte de la física que para un buceador profesional es fundamental, aunque sus efectos y causas no sean nada intuitivos para el profano. Como es sabido, a cada diez metros de profundidad el agua ejerce una presión de una atmósfera adicional (1 kg) sobre cada cm² de superficie (en términos generales, claro, pues la densidad o salinidad del agua y la altitud pueden modificar ligeramente estos parámetros). De modo que sobre la rejilla de desagüe anteriormente mencionada, la presión ejercida, suponiendo que la piscina desaguara simplemente por gravedad, sería la correspondiente a algo más de un tercio de una atmósfera, es decir 0,33 kg por cada cm². Una rejilla cuadrada de 20 cm de lado tiene 400 cm² de área total y sobre cada uno de esos cm² hay un peso de 0,33 kg. El resultado es que sobre esa rejilla el agua ejerce un peso total de unos 132 kg., como mínimo. Seguramente sería bastante superior porque las bombas de las piscinas suelen trabajar a más presión (0,7 atmósferas) para tener fuerza y caudal suficiente para impulsar el agua a través de los filtros. De este modo el agua del fondo pasa rápidamente a través de esa entrada, aspirada por la bomba de la depuradora, si nada se interpone en su paso. Pero cualquier obstáculo grande que acabe tapando la rejilla se quedará pegado a ella con una fuerza mínima equivalente a 132 kg., o bastante más. Y eso es lo que le pasó al desafortunado buceador. Al trabajar a tan poca profundidad, el hombre se confió demasiado. Tampoco tuvo a nadie controlando su trabajo, que pudiera apagar el interruptor de la bomba. Sin darse cuenta, al moverse por el fondo se quedó pegado a la rejilla, con el neopreno de su traje actuando como una perfecta ventosa: sin poderse mover y sin que nadie se pudiera apercibir de ello, el desdichado se ahogó cuando se le acabó el aire de la botella.
También se han dado casos de buceadores trabajando en embalses a 30 metros de profundidad o más, donde la diferencia entre la presión en el fondo del embalse y la del exterior es muchísimo mayor. En esos casos, una grieta de dos o tres palmos podría atrapar a un buceador con una fuerza de varias toneladas y matarlo instantáneamente, o atraparlo de forma inevitable hasta que agotara su aire. Soy consciente de que estos conceptos suenan un tanto bizarros para los que no conozcan cómo funciona la hidrostática, o las diferencias de presiones, pero podéis creerme: el líquido elemento funciona así.
Comencé la inspección desde arriba, bajando poco a poco, esta vez con el lastre y la flotabilidad adecuada; como siempre la visibilidad era muy escasa, y a los pocos metros de profundidad era ya nula. En esas circunstancias procuré descender lentamente sin acercarme demasiado a la compuerta, por si me encontraba con la fuga. Mi plan era bajar verticalmente por un lado, a un par de metros de la guía, simplemente para ver si alguna rama la estaba manteniendo atascada. Nada más lejos de mi intención que dejarme atrapar en la fuga que, a estas alturas ya no sabía si estaba por encima o por debajo de mí. En la oscuridad tropecé con un tronco de tamaño mediano con varias ramas, y supuse que podía ser el responsable del atasco y la fuga. Con mucho cuidado, me desplacé alrededor del trozo de árbol, sin duda perdiendo ya la orientación espacial de dónde estaba.
El tirón a mi pie llegó de golpe, muy fuerte, aunque en el estado de alerta y tensión en el que yo estaba recogí el pie tan rápido que se rompió la tira de goma que sujetaba la aleta al talón, y la aleta debió salir (supongo) disparada hacia la abertura por donde se escapaba el agua. El dolor que sentí en rodilla y tobillo no sé si atribuirlo al brutal tirón que me arrancó la aleta o a mi brusca y automática reacción al recoger el pie. Me quedé jadeando, maldiciendo por lo bajini y preguntándome por qué no estudié una carrera normal, como querían mis padres, para ejercer alguna profesión que no me obligara a llevarme sustos como el de la aleta mágica que desaparece en una fracción de segundo.
Con aquello di por finalizada la inmersión, y por supuesto no bajé a buscar la aleta, que debió pasar por alguna estrecha abertura para terminar en el otro lado del embalse, en algún lugar del cauce del río. Por fortuna la aleta viajó sola y mi pierna, aunque dolorida, se quedó conmigo.
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* Después de bucear a una profundidad respetable, durante tiempo prolongado, no se debe volar antes de dejar pasar un tiempo prudencial, pues, a diferencia de los otros pasajeros, el buceador lleva un extra de nitrógeno en la sangre, acumulado durante la inmersión reciente y necesita más tiempo en superficie, antes del vuelo, para eliminar ese nitrógeno excesivo. Si se sube a un avión demasiado pronto, la menor presión de la cabina, durante el vuelo, puede hacer que se formen burbujas de nitrógeno en la sangre. El buceador, ya en el aire, podría sufrir un accidente de descompresión y, además, sin una cámara hiperbárica a mano. Mal asunto, sin duda.
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Mi agradecimiento al buceador y marino Luis Jar Torre
por refrescarme la memoria sobre algunos aspectos técnicos de la descompresión.
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