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Noviembre de 2009

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Primavera de mil novecientos setenta.
No habían dado todavía las siete. Hacía fresco aquella mañana en Sevilla, pese a ser ya últimos de mayo, cuando, a bordo de un taxi, salía por la puerta de Astilleros camino de la estación del ferrocarril. Un exquisito olor a azahar entraba por la semiabierta ventanilla del conductor.

¿Que cómo es que me encontraba en Sevilla en lugar de navegando? ¿Que, qué hacía yo subido en un taxi camino de la estación? Esta es la explicación…

Días antes de lo relatado con anterioridad, durante la maniobra de salida del puerto de Santa Cruz de Tenerife con destino al de Barcelona, un fallo en la máquina había propiciado que la popa del “Miguel Martínez de Pinillos” impactara contra el muelle Sur de la citada capital canaria. Las averías ocasionadas, tanto en una pala de la hélice como en la mecha del timón, demandaban una reparación inmediata.

Tras descargar la totalidad de la fruta que habíamos embarcado salimos a órdenes rumbo al estrecho de Gibraltar a fin de entrar en dique en algún puerto del Mediterráneo y subsanar los daños ocasionados en el siniestro. Navegando a la altura de Casablanca recibimos instrucciones de proceder a Sevilla en donde repararíamos en los Astilleros Elcano.

Así pues, horas más tarde, arribamos a Chipiona en donde tomamos práctico de barra para, una vez llegados a Bonanza, continuar con el que nos conduciría hasta el puerto de la capital de Andalucía.

Y fue estando en Sevilla, días más tarde, cuando comenzó a rondar por mi cabeza la posibilidad de conocer Villanueva de la Serena, localidad extremeña lugar de nacimiento de mi novia, hoy mi mujer, y en donde se encontraba por aquel entonces aguardando mi final de prácticas reglamentarias.

Poco después me decidí. Fue un viernes. Tras hablar con el primer oficial y transmitirle éste mi deseo al capitán obtuve el correspondiente permiso para ausentarme durante unos días, tres concretamente, debiendo de regresar a bordo el martes a mediodía.

A medida de que se aproximaba la fecha de mi partida me encontraba más nervioso. No le había dicho nada a Nely acerca de mi viaje y sólo lo hice la víspera desde una cabina de teléfonos que había a escasos metros del dique. A partir de entonces comencé a tranquilizarme traspasándole los nervios a ella.

Y es que mi visita a Villanueva implicaba mi primer contacto con su familia –no olvidar que, además de que eran otros tiempos, la mentalidad de las gentes de un pueblo extremeño era bien distinta de la que teníamos quienes vivíamos en la capital– por lo que entendía perfectamente lógica su intranquilidad al pensar en que yo pudiera no encajar del todo entre ellos.

Pero, no perdamos el hilo del relato…

Decía que un penetrante olor a azahar se colaba por la ventanilla del taxi que me había recogido a las mismas puertas del Astillero. Mi aseo, aquella mañana, había tenido lugar en los servicios de tierra ya que encontrándose el buque en dique seco estaba prohibido hacer uso de los sanitarios de a bordo. Mi desayuno, un café bebido de la máquina instalada junto a las duchas.

Fue en el momento de apearme del taxi en la estación y contemplar la enorme esfera del reloj que presidía la puerta principal de aquella cuando comprendí que me había precipitado. Era muy temprano. La ansiedad por verme cuanto antes subido en el tren había hecho que llegara con bastante anticipación. Poco después comprobaba que todavía no estaba situado el convoy sobre las vías. Había que hacer tiempo.

Saqué el billete. Recuerdo que tras encender un cigarrillo me encaminé hacia un mapa en relieve de grandes dimensiones que, adosado a un muro, representaba todas las líneas férreas que partían de Sevilla, marcada la capital con un punto grueso, y sobre las que podían leerse los nombres de las estaciones de los distintos recorridos, señaladas éstas con un circulo de menor diámetro.

Comprobé el trayecto que debía de hacer hasta llegar a Mérida. Zafra y Almendralejo eran las localidades que le seguían en importancia, haciendo transbordo en aquella. Cuarenta minutos de espera, según podía desprenderse de la lectura de los dos tiquets que me entregaron en ventanilla, para embarcar a continuación en un expreso de largo recorrido hasta detenerme, tres cuartos de hora después, en Villanueva, a donde llegaría a las tres de la tarde. Con estos cálculos, además de con un largo paseo por los andenes de la estación, entretuve la espera hasta encontrarme cómodamente sentado en mi asiento.

Bueno pues, por fin arrancó el tren. Ya no había posible marcha atrás, ni tampoco la deseaba. Pero mentiría si no dijera que, ante el profundo sentimiento de responsabilidad que me embargaba, no surgió algún pequeño temor. Se trataba de oficializar nuestra relación a los ojos de toda la familia y esto no era ninguna chiquillada. Absorto en mis pensamientos, descorrí instintivamente la cortina de la ventanilla.

El día era espléndido. Los primeros rayos de un sol radiante inundaban el vagón tras colarse entre los grises edificios de unas populosas barriadas de aspecto humilde. Al poco de salir, una vez quedaron atrás unos incipientes polígonos industriales, el paisaje se fue haciendo en un principio llano y más tarde montañoso.

No cabe duda de que todos mis pensamientos giraban alrededor de ella. Meses atrás habíamos estado unos días juntos en Madrid aprovechando las dos semanas –era la duración de un viaje redondo– que pude disfrutar yo de vacaciones aun continuando enrolado. Y fue precisamente durante ese tiempo cuando nos hicimos novios. Atrás quedaban unos años muy bonitos desde que nos conocimos cuando ella estudiaba interna en Madrid en un colegio que había frente a mi casa. Juntos anduvimos siempre desde críos haciendo todo presagiar que así íbamos a continuar de mayores.

Enfrascado en mis recuerdos, en el presente y en el futuro que nos aguardaba, apenas si prestaba atención al bello paisaje que, a través de la ventanilla, se ofrecía ante mis ojos. Miraba pero no veía.

Las negras paredes de un largo túnel me hicieron volver a la realidad. Al poco se detuvo el tren; estábamos en Zafra.

–Diez minutos de parada –escupió con ronca voz un altavoz poniendo en conocimiento de los viajeros que la detención no sería momentánea.

–La una menos veinte –dije para mí tras fijar los ojos en el reloj de pared de la estación situado a escasos metros de un cartel en el que podía leerse “Cantina”.

Instantes después, tras atravesar la corta distancia que me separaba del citado establecimiento, apagaba mi sed con una refrescante cerveza. Hubo tiempo para otra y, aun así, acomodado en mi asiento, todavía tardó el convoy en ponerse en marcha.

Pasaba algún minuto de la una y media cuando el tren hizo su entrada en la estación de Mérida en donde debía de transbordar a otro que, procedente de Badajoz tenía como destino final Madrid. Con la bolsa de viaje en la mano, abandoné el vagón caminando lentamente hacia el andén donde se detendría el expreso que me llevaría hasta mi destino.

–¡Media hora larga de espera todavía y con este calor! –exclamo molesto cuando, sentado en un banco, compruebo como transcurren lentamente los minutos en tanto aguardo la llegada de mi tren. Tomaré una cerveza en la cantina –resuelvo el problema de inmediato encaminándome hacia el referido establecimiento.

Tras solicitar la consumición a un orondo dependiente de camisa a rayas y blanco delantal me acodo a la barra, al tiempo que observo cierto alboroto en un extremo de la misma. Al parecer, alguien se encuentra vendiendo algo a un grupo de personas que se arremolinan a su alrededor.

Picado por la curiosidad, me acerco al corro observando cómo un locuaz personaje de tez morena y ensortijados cabellos reparte entre sus clientes unas cartas de la baraja española, al tiempo que recibe a cambio pequeñas cantidades de dinero.

–¡A dos cincuenta el naipe! –exclama el parlanchín, una vez ha terminado de atender a todos sus usuarios más próximos y en tanto se dirige hacia otro grupo de viajeros que, en el centro de la barra, apuran sus consumiciones.

–¿Qué se traerá entre manos el fulano? –me pregunto intrigado, no encontrando respuesta alguna.

Un chaval de corta edad, a quien relaciono con el hablador de marras dado su color de piel y sus rizada pelambrera, sigue a éste portando un blanquísimo conejo entre sus manos. Tras enseñar el inmaculado animal al grupo de parroquianos, quienes consumen junto a la barra, aguarda en un segundo plano mientras éstos deciden tomar o no las cartas.

Ahora ya no tengo duda; se trata de una rifa en la que los organizadores son el parlanchín y su acólito, las cartas las papeletas y el premio el albino lepórido.

Después de solicitar una cerveza al camarero y requerir dos cartas del responsable del juego –el cuatro de bastos y la sota de copas me tocaron en suerte– me pregunto preocupado qué demonios voy a hacer con el conejo si lo gano.

La incertidumbre acerca del resultado del sorteo, junto a la ingesta de dos cervezas más, ayudan a hacer más llevadera mi espera. Consulto el reloj observando que en algo menos de diez minutos, si todo marcha bien, deberá de hacer mi tren su entrada en la estación.

–¡El Rey de espadas! –Grita el sorteador tras cortar uno de los apostantes el mazo que aquél le ofrece y enseñarlo al público. ¡Premio desierto! –chilla de nuevo el responsable de la rifa sacando de su bolsillo, con cierta cara de satisfacción, el naipe correspondiente al citado monarca que se ha quedado, entre algunas otras cartas, sin repartir.

–¡Piiiiiiiiiiii…! –Un prolongado pitido avisa de que el expreso con destino Madrid está haciendo su entrada en la estación. Poco menos que a la carrera abandonamos los viajeros la cantina, situándonos en el andén correspondiente. Atrás quedan el hablador con sus cartas y el acólito con su albugíneo conejo.

Instalado en mi nuevo vagón hago balance de la parada en Mérida obteniendo un saldo de cuatro cervezas en el cuerpo, a mi favor, y unas cuantas pesetas de menos en el bolsillo, en mi contra.

Pasadas las tres y diez de la tarde hace el tren su entrada en la estación de Villanueva de la Serena. Siento un leve cosquilleo en el estómago que atribuyo a los nervios del momento. Por otro lado, noto que las cervezas del camino colaboran a hacerme vencer esa pequeña dosis de timidez que marca mi carácter.

Desde la plataforma del vagón trato de descubrir a Nely. Con un rápido vistazo intento, primero, identificarla sola entre las personas que ocupan el andén, no consiguiéndolo, por lo que comienzo a fijarme, después, en los pequeños grupos que ocupan el muelle por si hubiera venido acompañada de algún familiar.

Y allí está, unos metros más allá de donde se detiene mi vagón, junto a una pareja aparentemente de más edad que yo, especialmente él, a la que lógicamente no conozco.

Una vez abrazados Nely y yo, con la efusividad que los dos meses y medio largos de separación otorgan, soy presentado a su hermana y al marido de ésta, reconociéndola a ella de inmediato al recordarla de cuando estudiaba en el internado de Madrid.

–Vamos a casa de mis padres –dispone mi futura cuñada, iniciando los cuatro la marcha hacia el pequeño utilitario aparcado frente a la estación. Después nos acercaremos a casa de los tíos –es ahora Nely quien termina de referir el plan trazado.

Minutos más tarde conocía a los padres de mi novia quienes, ¿por qué no decirlo? se encontraban casi tan nerviosos como ésta, lo que dió pie a que comenzara a fraguarse una situación ciertamente embarazosa que finalizó como veremos al término del relato…

–Tomaréis café, verdad –dijo la madre al poco de sentarnos tras las presentaciones y dando por descontado, a juzgar por la hora que era, que todos habíamos comido.

–Y una copa de cognac –añadió mi futuro cuñado antes de que yo pudiera reaccionar.

Me habían pillado. No me quedaba otra opción; tendría que aguantar el tipo y confiar en que la reunión fuera poco bebedora o no insistiera demasiado en el agasajo.

Y es que, debo de aclarar, que aun cuando mi familia, muy especialmente la paterna, gustaba de tomar una copa –o dos llegado el caso– y yo había sido educado bajo estas directrices, la ocasión, al ser mi presentación familiar, y el hecho de estar en ayunas desde la noche del día anterior desaconsejaban caer en el más mínimo exceso alcohólico.

Una hora más tarde, con dos copas de cognac a cuestas tras el café, abandonábamos la casa de los padres para dirigirnos a la de los tíos en donde se produjo idéntica situación.

Afortunadamente aquí había pastas pero, claro, tampoco era cuestión de empapar el alcohol a base de éstas, además de que no quedaría bien visto el hecho de que me atiborrara de dulces como si no hubiera comido, cosa que, por otra parte y desde hacía ya muchas horas, era bien cierta. Y cayó otra copa.

Un somero repaso mental de lo ingerido: dos cervezas en Zafra, cuatro en Mérida y las tres copas de cognac de aquí, todo ello con el estómago vacío, hizo que se me encendieran las alarmas.

Y pese a que yo aguantaba bien el tipo, no en vano mi experiencia en estas lides estaba sobradamente acreditada, empecé a temer que en un momento dado, un hipo, un gallo o un gorgorito traicionero me delatasen. Por eso, vi el cielo abierto cuando propuso mi cuñado desplazarnos a un cercano pueblo de colonización donde se celebraba una competición de tiro al plato, disciplina en la que, al parecer, él era una buena escopeta.

–Como las tiradas son al aire libre me airearé –dije para mí cuando se aceptó por unanimidad la proposición del tirador.

Al poco emprendimos viaje hacia Valdivia…

Cerca ya de las seis de la tarde, la competición comenzaba media hora después, aparcamos en un descampado muy próximo al lugar donde se celebraría el concurso. Instantes más tarde accedíamos a una explanada en la que se ubicaba un buen número de personas, participantes y espectadores, situándose la mayoría de ellos a la sombra de unos frondosos eucaliptos.

Tras ser presentado a varios grupos de amigos de nuestras mujeres acompañé a mi cuñado hasta una zona contigua, delimitada por unas tiras de papel plastificado en donde alrededor de una mesa, era el puesto de inscripción, cumplían con el trámite varios tiradores vestidos y armados para la ocasión.

Una vez satisfecho el requisito y cuando volvíamos hacia el lugar en donde habíamos dejado a Nely y a su hermana, nos encontramos con un grupo de participantes, amigos de mi cuñado, quienes nos invitaron a acompañarles a un rústico chiringuito, instalado provisionalmente para el acontecimiento, en donde se expedían bocadillos y raciones amén de todo tipo de bebidas.

–¿Cubalibre de ron o de ginebra? –me pregunta uno de los recién conocidos, dando por descontado la presencia de componente alcohólico en mi respuesta.

–De ron, supongo, para eso es marino –contesta mi cuñado por mí, sin tan siquiera darme tiempo a abrir la boca.

Tras atizarme el combinado, con bastante rapidez por cierto, un altavoz anunció con voz cascada el comienzo de la tirada, apurando los competidores sus vasos con celeridad. Me dirigí junto a ellos hacia el campo de tiro.

De camino alcanzamos a nuestras mujeres, quienes en compañía de otros amigos se acercaban a presenciar el concurso, quedándome yo con ellas en tanto los participantes continuaban su marcha. Al poco comenzaron los tiros…

El ver romper los primeros platos tuvo su aliciente, pero poco a poco el espectáculo fue haciéndose monótono, surgiendo únicamente el interés cuando le tocaba disparar a mi cuñado. Ciertamente lo hacía bien y tanto es así que quedó clasificado para las primeras finales.

Pero lo que no podía ni tan siquiera imaginarme yo es que entre prueba y prueba, el ambiente en el chiringuito se animaba hasta tal punto que llegué a pensar que de durar mucho la tirada los tiradores acabarían por no romper ni un solo plato.

Otra copa más tuve que beberme antes de que quedase finalmente eliminado mi cuñado, y si no cayó una tercera fue porque me retiré a tiempo haciendo con Nely un aparte a fin de confesarle que me encontraba en ayunas desde el día anterior.

Tras culparse la pobre del mal rato que con su descuido, al no preguntarme si había comido, me debía de haber hecho pasar –en confianza, el rato no fue tan malo ni muchísimo menos– y pedirme disculpas en reiteradas ocasiones, nos dirigimos apresuradamente al chiringuito.

Instantes después un bocadillo de jamón y una ración de pollo en salsa de tomate con patatas, acompañada de una fresca botella de agua mineral, comenzaban a poner las cosas en su sitio en la primera vez que fui a Villanueva.

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