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Van a dar las dos de la tarde
cuando comienzan a llegar
al restaurante “El Figón de Eustaquio”,
ubicado bajo los soportales de la plaza mayor
de una pequeña capital de provincias,
los trabajadores de la funeraria “El Ultimo Adiós”.
El motivo de la reunión no es otro que el de festejar la jubilación de Isaías Salmerón, Salmerón para todos, después de algo más de cincuenta y un años de andar llevando y trayendo fiambres de un lado para otro.
Con la natural tranquilidad que conlleva el vivir fuera de la gran urbe van arribando al establecimiento todos los empleados de la plantilla. Todos menos uno, Gutiérrez, a quien el sorteo le privó ayer tarde de poder asistir hoy al evento, dada la tradicional condición de servicio permanente de la que hacen gala las industrias del ramo.
Pues bien, poco a poco los once componentes francos de servicio van formando pequeños grupos en torno a la barra. En uno de ellos el propietario del negocio Casimiro Ridruejo, don Casimiro para todos, comenta con sus dos jefes de sección, Carretero y Zambrano, el mal momento por el que atraviesa la empresa dado lo poco que se muere la gente hoy en día, sin tener en cuenta que van para seis los meses que una nueva funeraria,” Cielito Lindo”, lleva establecida en la localidad haciéndoles la competencia.
Otro corro lo integra el personal comercial compuesto por un larguirucho de aflautada voz y chaqueta a cuadros además de dos encopetadas señoritas, a cada cuál más fea, quienes ríen escandalosamente quizás como contrapunto a la seriedad que obligatoriamente deben de guardar cuando se encuentran de cara al cliente. Junto a este grupo otro más numeroso aglutina a los conductores de los coches fúnebres quienes, embutidos en sus grises trajes de uniforme, sostienen la gorra en una mano y la cerveza en la otra.
Esperanza, cuarentona de ensortijado pelo y prominente culo, y a la sazón secretaria de don Casimiro, se atiza un vermouth con dos dedos de ginebra en compañía de Leandro, conserje, guarda, portero y hasta recadista de la empresa, a quien no obstante tanta actividad le deja algún tiempo libre para tirarle los tejos a la espectacular culona.
Entra Salmerón en el establecimiento del brazo de Encarnita, su señora esposa, prorrumpiendo los compañeros en un caluroso aplauso que pone nervioso a Salmerón y “encarnaita” a Encarnita. Sonoros palmetazos en las espaldas del homenajeado de parte del señor Ridruejo, aprovechando Leandro la emotividad del momento para ampliar con una copa la ronda solicitada previamente por el propio don Casimiro.
Es el momento en que aparece en escena el propietario del local, Eustaquio, quien hasta ahora ha permanecido semioculto cotilleando a la reunión a través de las tiras de plástico que hacen las veces de cortina en la puerta de comunicación con la cocina. (Debido a la habitual condición chismorrera del aludido, ciertas lenguas de la localidad han rebautizado al restaurante añadiendo una “s” a lo de Figón siendo conocido ahora como “El Fisgón de Eustaquio”).
Tras abrazarse el propietario del local con Salmerón y besar en el cogote a Encarnita quien, pese a haber recobrado su habitual color se muestra inquieta y poco receptiva, propone Eustaquio a don Casimiro Ridruejo pasar al comedor.
Una vez todos sentados a la mesa con Isaías Salmerón y señora a la cabecera y tras plantar don Casimiro un apretado ramo de margaritas en la misma cara de Encarnita, quien sigue sin saber dónde meterse, se da el pistoletazo de salida comenzando a saborear con deleite los reunidos unos variados aperitivos.
Sopa castellana con fondillo de jamón y huevo duro, además de cordero asado a discreción, con ensalada de escarola, y arroz con leche o fruta del tiempo es el menú pactado con Eustaquio. Aguas minerales, cervezas, tinto de la casa, café y copa completan la oferta gastronómica del acreditado establecimiento.
Según transcurre la comida va elevándose el tono de voz de los reunidos. Al haberse acordado previamente satisfacer la minuta a escote, invitando al homenajeado y señora, todos se atiborran ahora pensando en que por mucho que coman y beban van a pagar lo mismo. Sudan los conductores sus uniformes de invierno cuando el tinto y el cordero comienzan a producir sus naturales efectos.
Tras los postres llega el momento de proceder al consabido discursito exaltador de las virtudes del agasajado y a la emotiva despedida. Se levanta Casimiro reclamando atención a la bullanguera mesa con repetidos carraspeos logrando, instantes después, se calme el alterado gallinero. Hecho el silencio procede el señor Ridruejo a ensalzar la figura de Isaías Salmerón, toda una vida al servicio de la empresa, resaltando la lealtad y el sacrificio como unas de las virtudes más arraigadas en el homenajeado…
Se recuerda su llegada a la casa con apenas catorce años, en el frío invierno del cincuenta y uno, acuciado por la grave situación económica que atravesaba la familia tras haber fallecido prematuramente su padre a causa de la infección de un golondrino. Durísimos años aquellos en los que el entonces imberbe jovenzuelo compensaba su falta de experiencia con una voluntad digna de todo elogio (voluntad no correspondida en absoluto por don Casimiro dada la precaria situación, según él, del negocio).
En cuestión de meses aprendió a calafatear arcas, fruncir coronas y barnizar a muñequilla cajas de segunda mano, comenzando a amortajar y acicalar a los difuntos con cierta soltura antes de hacer el año. Con el paso del tiempo se convirtió en comodín de la empresa llegando a trabajar dieciséis horas diarias, de lunes a lunes, tocando absolutamente todos los palillos de aquella compleja industria mortuoria.
Fue a principios de la década de los setenta cuando, en pleno proceso de expansión de la firma, viajó ofreciendo los servicios de la empresa por toda la provincia, consiguiendo reunir un gran número de potenciales clientes, muchos de los cuales realizaron su postrer viaje en los vehículos de “El Ultimo Adiós”. No sólo nada pidió a cambio sino que, aconsejado por la dirección, renunció a sus pingües comisiones, destinándose dichos importes a la sustitución de las suspensiones de los coches fúnebres ya que hasta los muertos habían comenzado a quejarse del traqueteo.
Años más tarde al acometer el negocio una considerable ampliación de plantilla se responsabilizó, por orden expresa del propio don Casimiro, de la formación de los nuevos empleados realizando tan excelente labor que dos de estos, Carretero y Zambrano, accedieron al puesto de jefe de sección en cuestión de meses. Isaías Salmerón, Salmerón para todos, continuó dando ejemplo de honestidad en el trabajo y completa dedicación desde su humilde y mal retribuido cargo de aprendiz cualificado.
Y hoy es el día en que este ejemplar productor, tras una vida laboral dedicada por entero a contribuir al crecimiento y prosperidad de la empresa, se retira envejecido y cansado, además de con una mísera pensión de jubilación, aceptando todo ello de buen grado y sin el más mínimo reproche hacia sus superiores.
–Señoras, señores, compañeros, amigos todos, agradeciéndole una vez más su generoso comportamiento brindo por Isaías al tiempo de desearle lo mejor para él y su familia en esta nueva etapa que hoy comienza –propone el señor Ridruejo una vez puestos en pie todos los comensales, con sus copas de champán hasta el borde, ya que son conscientes de que van quedando pocos buches que dar.
(Una atronadora ovación estalla en el momento de posar los comensales sus vacíos recipientes sobre la mesa al tiempo que Eustaquio se ocupa con diligencia en retirar, ha sido una atención de la Casa, las dos botellas de espumoso que no han llegado a descorcharse).
A una leve indicación de don Casimiro Ridruejo toma la palabra Isaías Salmerón, Salmerón para todos, cayendo desplomado instantes después el propio señor Ridruejo en el momento en que don Isaías Salmerón, a partir de ahora, se dirige a los reunidos ofreciéndoles sus servicios en el tanatorio “Cielito Lindo”, del que desde hace seis meses es su propietario y que tan acertadamente regenta su esposa Encarnita.
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