Andrés Aguirre Ajuria
frente al Peñón de Ifach,
en el mar que tanto amó.

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-¡Largar las boyas, gilipollas! –El improperio,
aunque proferido en sentido cariñoso por parte
de mi padre desde la caña del timón del «Maruan»,
rompe el silencio de la siesta en el puerto de Altea…

A proa, mi primo Carlos y yo nos apresuramos a largar a la mar una pesada boya de corcho unida a un pequeño boyarín a fin de dejar señalado nuestro fondeo, en tanto que, a media eslora en la banda de estribor y sacando una pierna por debajo de las cadenillas de los candeleros, Vicente Finestrat aguanta con el pie descalzo la borda de la «Panchita», a fin de que no golpee contra el costado del barco. A bordo del pequeño auxiliar, Adolfo, hermano de Carlos, va corriendo el bote hacia popa mientras mi hermano Ernesto, agachado junto al motor, espera del poco refinado patrón la orden de embragar y comenzar a hacer avante.

–¡Avante poca! ¡Por fin se van! –son las palabras de mi padre y mi madre, respectivamente, desde su puesto de mando y la terraza de casa, situada ésta a unos escasos sesenta metros de donde nos encontramos.

–¡Cuidado con el cabo del remolque, no lo vaya a coger la hélice! ¡Salta del bote, Adolfo! ¡Aparta la boya con el bichero, merluzo! ¡Sube de revoluciones, Ernesto! ¡Atentos al tonto del haba de la piragua, que nos lo vamos a llevar por delante! ¡Nos hemos olvidado las puñeteras cervezas en casa! -Estas y otras frases peor sonantes se escuchan en boca del patrón mientras el yate, poco a poco, abandona su fondeadero…

Sobre cubierta, todos nos movemos de un lado para otro aunque sin hacer nada en concreto a fin de aparentar, a los ojos del mandamás, una frenética actividad. Dejamos la mejillonera por estribor, navegando paralelamente a la línea de la costa y despidiéndonos, brazo en alto y antes de salir de puerto, de unos bultos que se distinguen en la terraza de casa y que pienso son las macetas, pues dudo mucho de que las mujeres hayan esperado tanto tiempo para decirnos adiós.

Descuida mi padre el rumbo, por mor de la despedida, cayendo el barco un poco a babor y pasando tan cerca de las piedras del muelle de levante que cortamos las aparejos de unos aficionados que, con cañas de lanzar, pescan desde aquellas. Gritan los perjudicados dando saltos al tiempo que gesticulan, contestándoles por nuestra parte con un saludo al interpretar que nos desean buen viaje.

Una vez fuera de puntas y tras ordenar a Ernesto, quien continúa en cuclillas pendiente de las revoluciones, avante toda, quita el patrón un cubo de plástico de encima de la brújula con el que la protegemos del sol y la humedad, observando con detenimiento el ingenio náutico. Lo cierto es que nunca he entendido para qué la mira tanto si a simple vista vemos siempre a dónde vamos.

Antes de proseguir con el relato y para mejor comprensión de éste, aclararemos que el viaje que está iniciándose tiene como destino Benidorm y su motivo no es otro que el de presenciar las regatas provinciales de faluchos a remo que, a las siete de la tarde del día de hoy, van a celebrarse en aguas de la bahía del referido municipio alicantino.

La experta tripulación enrolada al efecto se encuentra encabezada por mi padre, Andrés, armador y patrón del buque nombrado «Maruan» y de su auxiliar «Panchita». Como motorista figura mi hermano Ernesto, ejerciendo de contramaestre don Vicente Llorca Finestrat, a la sazón empleado civil de la Ayudantía Militar de Marina de Altea, cuidador de nuestra casa durante los inviernos y muy dado a contar historias de cuando, a la vela, andaban pescando al sardinal. Dentro de la escala de subalternos se encuentran Carlos y Adolfo Aguirre, sobrinos del armador, y quien esto suscribe, todos ellos con rango de marineros distinguidos, aunque ignorándose a qué se debe tal distinción.

Los buques, como queda dicho, son la motonave «Maruan» de diez toneladas de desplazamiento y noventa caballos de potencia, además de su hijita «Panchita» de algo más de cincuenta kilos de peso y dos remos.

Bien pues, una vez centrados en el tema prosigamos con la narración…

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Ponemos proa dejando la punta del Albir una cuarta abierta por estribor. La mar está completamente en calma y es tan ligera la brisa que sopla de afuera que no es capaz siquiera de rizarla.

Mientras los tres marineros y el motorista charlamos de nuestras cosas sentados sobre la camareta, Andrés aguanta la caña y a Vicente quien, tras encender con su chisquero un finísimo cigarrillo, ha comenzado a contar por enésima vez la historia del tiburón que casi termina mordiéndole el culo.

Tras dejar la ensenada de la Mina a popa del través de estribor montamos la punta del Albir, enmendando nuestro rumbo hasta tener la isleta Mitjana casi por la misma proa. Veo venir hacia nosotros al contramaestre por la cubierta de babor y me largo a popa por la de estribor.

Minutos más tarde, mientras Andrés se mete entre pecho y espalda su enésimo cigarrillo del día, observo a la reunión de subalternos que se ha trasladado a la balsa que llevamos trincada sobre la camareta de proa, y en donde atienden impertérritos las explicaciones de Vicente, seguramente acerca del incidente con el tiburón que, por cierto, debió de ser de gran tamaño a juzgar por los exagerados gestos del narrador.

Antes de doblar la punta del Caballo damos alcance a dos botes de madera sin cubierta y poco motor que navegan por tierra nuestro con sendos toldos verdes, y bajo la sombra de los cuales se apiñan dos familias completas. Unas cañitas en la misma popa les delatan que van pescando al curricán. Se levanta Andrés, además de para que le vean bien, aumentar algo de revoluciones la máquina, al tiempo que hace un gesto a los adelantados como dándoles a entender lo vistosos que navegan sus botes cuando en realidad parecen dos puestos de melones, mientras supone a sus tripulantes comentando lo bonita que ven a nuestra embarcación.

Ya en la ensenada de Benidorm ponemos proa a un punto de la costa a estribor del castillo, dejando la isla por babor. A medida que nos aproximamos observamos con los prismáticos gran trajín de gente en la playa de levante e intenso movimiento de embarcaciones menores en la zona del campo de regatas. Ante el incremento del tráfico ordena el patrón estar atentos, situándose de inmediato Carlos y Adolfo en la misma proa. Igualmente a instancias de aquél modera Ernesto la máquina. Por su parte Vicente, tras encender por enésima vez el mismo cigarrillo, no sé por qué se le apagan tanto a este hombre los pitillos, coge los prismáticos pequeños, con los que se ve peor que sin ellos, tratando de reconocer la costa en tanto inicia, también por enésima vez, el aburrido relato del tiburón.

Después de un completo recorrido por el campo de regatas y tras tener que sortear innumerables embarcaciones que parecen todas sentirse atraídas por la nuestra con el consiguiente enfado del patrón, paramos máquina en las proximidades de la línea de balizas de levante, en donde minutos más tarde se van a alinear los faluchos para tomar la salida y donde rendirán viaje tras virar en la de poniente, para proclamarse vencedor quien consiga arribar en primer lugar.

Una embarcación de más porte que la mayoría, empavesada con las banderas del Código Internacional de Señales y la cubierta atestada de horteras de gorrita blanca se nos acerca por babor, haciendo inequívocas señales de que nos retiremos. Es el barco de la Comisión, a bordo del cual se desplazan los organizadores del evento, quienes después de haberse atizado a mediodía un espléndido arroz en caldero, naturalmente a cuenta de la Comisión, pretenden dárselas de entendidos, cuando en realidad no son más que una partida de indocumentados vividores. No nos inmutamos siquiera cuando el que debe de ser el más soplagaitas de todos, va tocado con gorrita dorada en lugar de blanca, se dirige a nosotros a través de un megáfono…

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–El buque –sabrá éste lo que es un buque– que se encuentra por fuera de la baliza roja debe de situarse cien metros a levante de la misma. Repito, el buque que se encuentra por fuera de la baliza roja… Gracias. La Comisión.

Tras contestar Andrés con educado aunque irreproducible gesto, les dedica un sonoro petardeo provocando la carcajada de los subalternos al tiempo que ordena a Ernesto embrague avante para, poco a poco, ir describiendo un amplio círculo hasta volver exactamente al mismo punto en donde nos encontrábamos.

Van apareciendo los faluchos situándose en sus respectivas balizas de salida. Altea, con su «Virgen del Socorro», regatea por la calle cuatro, es decir la segunda de fuera hacia tierra. Sobre el llaud identificamos a Pedro Juan, Florencio, al hijo del Reñé y a otros hijos de sus respectivos padres, incrementándose la tensión a medida de que se acerca tan esperado momento.

Minutos más tarde, cuando van a dar las siete, Santa Pola, Villajoyosa, Campello, Altea y Benidorm se encuentran en la línea de salida. Algún instante después y desde el barco de la Comisión, uno de los memos de la gorrita blanca enciende un cohete cuya explosión en el aire hace ponerse en marcha a las embarcaciones que, a su vez, son acompañadas por docenas de botes a motor, canoas fuera borda y pesqueros de mediano porte. Arrancamos también nosotros siguiendo un rumbo paralelo al de la regata, jaleando con gritos y aplausos el nombre de Altea y el de los tripulantes de su falucho. Sacan los remeros las palas del agua con velocidad al tiempo que, con diligencia, saca Ernesto del pañol de popa una botella de excelente Marqués de Murrieta.

Dos millas al sudoeste se encuentran las balizas de la ciaboga, completándose el primero de los largos. Entra en cabeza Santa Pola seguida muy de cerca por Benidorm y Altea. Poco a poco, a base de incrementar el ritmo de paladas, Benidorm y Altea se ponen por delante, comenzando claramente a destacarse del resto de participantes.

A falta de unos trescientos metros parece que el falucho de Benidorm cobra cierta ventaja, arreciando nuestros gritos en favor de Altea. Un impresionante sprint final por parte de nuestros remeros hace que el «Virgen del Socorro» cruce la línea de llegada un cuarto de falucho por delante del de los vecinos, y todo ello a pesar del descarado intento del barco de la Comisión por entorpecer el rumbo de Altea.

Avante a media máquina nos dirigimos hacia la embarcación organizadora, obsequiando a los tramposos de las gorritas con unos educadísimos cortes de manga, arreciando en nuestras manifestaciones cuando aparece en cubierta el portador del megáfono.

Tras acercarnos al falucho vencedor a fin de felicitar a su tripulación, ponemos rumbo al Rincón de Loix en donde fondearemos para pasar la noche.

Una vez terminada la maniobra de fondeo, con una defensa en el stay de proa y las luces reglamentarias encendidas, colocamos un mantel sobre la mesa del motor, sacando a continuación varios paquetes de embutido y una espléndida tortilla de patatas que tuvieron a bien hacernos por la mañana en casa. Dos panes redondos de a kilo completan el suculento refrigerio a punto de iniciarse. De postre damos cumplida réplica a una cuña de queso que saca Ernesto de un cestillo de mimbre, en tanto que el cubo de baldear se va llenando de vacíos recipientes del venerable Marqués…

Son las diez de la noche cuando todavía con algo de luz decide el patrón ir a tierra a dar una vuelta. Vicente y Ernesto rechazan la idea, alegando el primero estar cansado y el segundo su responsabilidad al cuidado de los motores, cuando en realidad o está guardando ausencias o es que quiere que le termine de contar Vicente lo del tiburón.

Embarcamos en la «Panchita», Andrés, los dos primos y yo dirigiéndonos a la playa siguiendo instrucciones del patrón, quien conoce perfectamente la costa debido sin duda a sus múltiples excursiones, tanto marítimas como terrestres, por la zona. Tras varar el bote y dar un cabo al tubo de una sombrilla nos encaminamos al bar de Nadal, entrañables amigos del patrón, en donde somos tratados de maravilla, no consintiendo por parte del servicio ver vacío alguno de nuestros vasos. Por nuestra parte, y alegando que nos ha dado sed el embutido, correspondemos educadamente a tan gentil trato.

Después de despedirnos de Nadal y familia iniciamos el camino hacia el centro del pueblo a lo largo de la playa, deteniéndonos en diversos chiringuitos a fin de hidratarnos convenientemente.

Aunque, en un principio, no le damos demasiada importancia al aspecto que presentamos, ciertamente desaliñado, observamos, dirigidas a nosotros, ciertas miradas críticas de parte de los grupos de personas con los que nos cruzamos. Se incrementa el número de extranjeros, según avanzamos hacia el centro, quienes, elegantemente vestidos, van y vienen del hotel a la discoteca o pasean apaciblemente tras haber cenado.

Me empieza a intranquilizar cada vez más el hecho de que se vuelva la gente para observarnos, comentándolo con el resto de la tripulación, pero al no entender nadie que pueda ser en absoluto preocupante continuamos con el paseo hasta detenernos frente al amplio escaparate de una espléndida tienda de regalos. Es el momento en el que al vernos reflejados en el cristal comprendemos la actitud de los viandantes. Ciertamente, más parecemos personajes sacados de un tebeo de aventuras del Cachorro que los elegantes propietarios de un lujoso yate de diez toneladas; marineras y pantalones de mahón, grises de faena, jersey de loneta de cuello vuelto, vetusta gorra de patrón y hasta botas de agua, pues a Carlos se le rompió a bordo una de sus chanclas y no iba a salir descalzo. Y como aliño de todo lo anterior un penetrante aroma a chicharro y bonito, sépase que la pesca deportiva es uno de los principales usos del barco, nos envuelve…

Pues de la guisa descrita andábamos cuando al pasar frente al inmenso comedor acristalado de un lujosísimo hotel en donde terminaban de cenar o disfrutaban de la sobremesa, amenizados por una simpática orquestilla, más de un centenar de elegantes turistas, extranjeros en su mayoría, descubre Andrés, sentados alrededor de una mesa del centro y vestidos para la ocasión, a la familia Peña, unos íntimos amigos de Madrid quienes al parecer se encuentran disfrutando de sus vacaciones.

Sin pensárselo dos veces abre el patrón la puerta del comedor introduciéndose en el mismo, al tiempo de proferir un estruendoso ¡Orza Gaínza!, expresión convenida de antemano entre él y su amigo como saludo, siendo contestado en igual tono por éste.

Tras fundirse en un abrazo con Fernando y dejarle una parte de la peste de los chicharros y los bonitos, hace lo propio con su mujer y los niños, dejándoles la otra.

Se forma en el comedor cierto alboroto ante los gritos, el barullo y sobre todo el tufo, cuando aparecemos en escena tras el patrón el resto de tripulantes.

Después de apurar sentados a la mesa diversas consumiciones, volvemos a abrazarnos con nuestros amigos despidiéndonos de ellos y abandonando el comedor ante el estupor de los turistas…

Con las primeras luces del día volvemos a bordo bogando en la «Panchita». El patrón y uno de los marineros distinguidos, por el bolillón que lleva, tararean a popa lo del inglés que vino a Bilbao mientras Carlos, sentado sobre la proa del bote con los pantalones remangados, navega con los pies dentro del agua tratando de aliviarse de las rozaduras de las botas. Yo, remo mirando de reojo hacia el barco fondeado evitando dar guiñadas al tiempo que siento tanta alegría por la victoria de Altea, por el día tan feliz que hemos pasado, por los que nos quedan por pasar y por haberme dado Dios un padre como el que tengo que no puedo evitar el ponerme de pie soltando los remos y gritar mirando al cielo ¡Orza Gaínza!

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