Buque factoría soviético
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Capítulo Primero: Plis
El «Konstantin Veraskhaya» era un buque factoría abanderado en la hoy extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y matriculado en el puerto de Odessa. De sólida construcción, pero pobre mantenimiento, desplazaba cerca de once mil toneladas presentando una eslora total muy próxima a los ciento cincuenta metros.
Su presencia en el muelle comercial obedecía a la descarga de una partida de mil ochocientas toneladas de pota congelada, transbordada desde los propios pesqueros que le abastecían en una zona próxima a las islas Malvinas. Una vez los citados cefalópodos –similares al calamar– en el interior de la enorme barriga del «Veraskhaya», habían sufrido un complejo proceso de limpiado, envasado, etiquetado y congelado, antes de terminar convenientemente estibados dentro de unas potentísimas cámaras frigoríficas a una temperatura de menos treinta grados centígrados. El caso es que cuando llegaron a puerto los pobrecitos míos, dos meses más tarde, se encontraban hechos unos bloques y más tiesos que la peana de un santo. Para estar a tono con la mercancía que íbamos a descargar aquella mañana hacía un frío que pelaba cuando, tras atravesar la plancha del barco, subí a bordo…
– ¿De chif oficer, plis? – pregunto a un zanquilargo con inexpresiva cara de soviético y melena color zanahoria, quien se encuentra en manga corta apoyado sobre la tapa de regala.
– Plis – me responde el caluroso pelirrojo, al tiempo de franquearme la entrada al interior del buque e invitarme cortésmente a que le siga.
Preparando mentalmente la retahíla que en unos momentos tengo que soltarle en inglés al primer oficial, camino tras el gigantón aquél por un estrecho pasillo observando cómo se cimbrea, a partir de la goma que la sujeta, su anaranjada coleta.
– Plis.
– Tovarich.
Es toda la conversación mantenida entre mi reservado guía y otros dos talludos tripulantes mientras nos cedemos mutuamente el paso al cruzarnos en el angosto corredor. Tras hacer un giro a izquierdas, como no podía ser de otra manera tratándose de un barco ruso, descubro al fondo del pasillo una raída cortina a medio echar, por cuyos laterales apenas si se filtra la tenue luz de alguna lámpara escasa de watios. Detenido el marinero frente al lúgubre habitáculo, golpea suavemente con los nudillos en el mamparo…
– Plis – escucho pronunciar al ruso, de quien empiezo a sospechar que no sabe decir otra cosa.
– ¿Chto proishodit? Dobro pozhalovat – pregunta y responde una voz muy desde el interior.
– Plis – contesta Plis, descorriendo la cortina e invitándome a pasar.
Una sala rectangular –sin duda la oficina del primer oficial– aparece ante mis ojos. A la derecha, debajo del ventanillo, una desvencijada mesa de madera soporta unos cuantos libros y media docena de cuadernos con duras tapas de cartón, además de varios papeles sobre los que una enorme concha de calamar impide que se vuelen. Junto a aquella, un vetusto tresillo de cuando la primera campaña de Napoleón en Rusia descansa encima de una raída alfombra de indefinido color, sobre la que también caben dos butaquitas con sus retorcidos muelles asomando por los costados. A la izquierda, de espaldas a la puerta, otro tripulante de más envergadura todavía que mi acompañante y con trabajada trenza hasta la altura de los riñones, golpea con desparpajo las teclas de una antiquísima máquina de escribir.
– ¿De chif… – interrumpo bruscamente la pregunta en el instante en que, puesto en pie, se vuelve hacia mí el diligente escribiente tendiéndome la mano.
No pude contemplar la cara de asombro que debí de poner – el único espejo que había en la estancia tenía pegado encima un pasquín del propio Stalin forrado de astrakán hasta los párpados – pero debió de ser tal que de haberme visto Eduardo Bath, Tomasito Farré, don José Beringola y hasta el propio Rufo, hubieran enmudecido…
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Gorra soviética «Ushanka»
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Capítulo Segundo: Irina
–Irina, Irina Regadera, encantada.
Irina Regadera era, además del primer oficial del “Konstantin Veraskhaya”, una real hembra. De estatura próxima al metro ochenta y cinco, carecía de defecto alguno en cabeza, tronco y extremidades. Su encantadora sonrisa, sus enormes ojos verdes, sus marcados hombros en ángulo recto, su estrecha cintura y sus larguísimas piernas me cautivaron de tal manera que por un momento no supe dónde estaba ni qué demonios había ido a hacer allí. Irina hablaba en un correcto castellano, al que su marcado acento eslavo le proporcionaba una musicalidad ciertamente encantadora. Me contó que lo de los calamares venía de largo y lo de Regadera de Asturias, ya que su padre había nacido en Mieres en donde vivió hasta que con treinta y tantos años se marchó con la División Azul al frente del Wolchow.
Y tan ensimismado andaba yo con el relato de Irina que creí despertar de un dulce sueño cuando un estridente timbrazo recorrió todos los rincones del buque, devolviéndome a la realidad.
– ¡Las ocho! – exclamo, al tiempo que pienso en los casi sesenta estibadores que en el muelle aguardan mis instrucciones acerca de dónde, cómo y cuándo deben de empezar a trabajar.
– Salgamos a cubierta – propone Irina, descolgando de una pata de calamar disecada su rebeca azul de lana de Crimea…
Una atronadora salva de aplausos por parte de los estibadores –no sé si por sacudirse el frío del cuerpo o por el entusiasmo que la presencia de Irina despierta en ellos– acoge nuestra comparecencia en cubierta. Minutos más tarde, y tras ordenar con exagerado don de autoridad que embarquen los trabajadores, sin otra intención que hacerme valer a los ojazos de mi acompañanta, doy instrucciones al capataz de que se metan todos en bodega y se dejen de monsergas, que tengo otras cosas mucho más importantes en las que pensar…
Aquella primera jornada la pasé detrás de Irina, debido a que al decirle que yo también era de la profesión, pero que nunca había visitado un congelador, me enseñó el barco de quilla a perilla. Una a una, me explicó cómo se realizaban las distintas operaciones, desde que recibían el pescado a bordo hasta que quedaba almacenado en las cámaras. Su paso por las tinas de lavado, el clasificado por tamaños, el llenado de las bateas, su traslado hasta el túnel de congelación, el envasado de las tabletas, el etiquetado y la posterior estiba de las cajas sobre los enjaretados de las frigoríficas.
Y andando embelesado de un lado para otro transcurrió la mañana, sonando el timbrazo de las doce en el momento justo en que atravesábamos la zona de popa, en donde se encontraban los alojamientos de la tripulación. Era la hora de la comida principal del día, y comenzaron a abrirse puertas a babor y estribor del largo pasillo. En cuestión de segundos, el angosto corredor se vió inundado por un tropel de mujeres que, en dirección contraria a la nuestra, se dirigían hacia los comedores.
– Son las manipuladoras – dijo Irina, al tiempo que nos hacíamos a un lado del estrecho pasillo para dejar paso a una monumental rubia de cara sonrosada y generosas formas.
– ¡Caramba con las manipuladoras! – exclamé yo cuando las generosas formas de la sonrosada rubia terminaban de pasar a la altura de mis narices.
– En puerto apenas si tienen trabajo, ocupándose únicamente del mantenimiento de la maquinaria – añadió ella.
– Del mantenimiento de la maquinaria… del mantenimiento de la… ¡pero en qué tonterías estaré pensando! – dije para mí, observando el acompasado movimiento de caderas que una morena metidita en años, pero de muy buen ver todavía, traía por el pasillo.
Tras despedirme de Irina hasta por la tarde abandoné el barco pensando en lo que me iban a envidiar Eduardo Bath, Tomasito Farré, don José Beringola y hasta el propio Rufo, en cuanto se lo contara…
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Capítulo Tercero: Chapurreando en inglés
Aquella tarde no pude ir al «Veraskhaya» hasta bien pasadas las seis y media. Sucedió que a mediodía se le ocurrió atracar a un barco en otro muelle para cargar harina – cargar harina, cargar harina, con lo a gusto que estaba yo con mis calamares – teniendo que marcharme para allá. Cuando regresé al congelador pregunté por el primer oficial, más que nada por saber cómo iba la descarga, no contestándome otra cosa Plis que Plis, así que tuve que dirigirme en busca del capitán para intentar conocer el paradero de Irina.
– ¿De chif ofiser, plis? – pregunto con la soltura propia del que termina de llegar de Londres.
– Spokoynoy Irina zdravstui. Bolshoye govorish bolna rasskazhi. ¡Poka laptev! (Esto último equivalente al ¡caramba! en ruso).
– Esquis mí – se excusa el capitán – Si is not on board. Si will com bak wiz oders members of criu at midnait – responde el bigotudo comandante Molov en un inglés tan extremadamente correcto que no entiendo ni papa.
– Ay dont anderstan yú. Repit plis – largo de corrido una frase que generalmente todo el mundo me entiende a la primera.
De las respuestas del capitán deduzco que Irina ha salido a tierra con otros tripulantes y que no regresará hasta medianoche, mientras que de mis preguntas debe deducir él que no tengo ni la más remota idea de inglés.
– Es que dans le bacaloreá dí francés – apostillo a modo de despedida, ocultando mi sonrojo tras la cortina del camarote.
Una vez terminó la jornada, minutos antes de las ocho de la tarde, recogí los datos de los anotadores dirigiéndome a continuación a mi pequeña oficina del muelle. Las cuatro manos nombradas en el día habían descargado un total de quinientas sesenta toneladas, con lo que se cumplía lo previsto para el primer día de trabajo.
Estudié sobre el plano de carga cómo quedaban las bodegas calculando que terminaríamos el barco, según las manos que admitía a partir de ahora, en la jornada del sábado por la mañana.
Salí de inmediato de la oficina pensando en tomarme un café y entré en el «Lerele» minutos más tarde, decidido a sacudirme un copazo.
– Guait Leibol guiz guoter, plis – le espeto con arrogancia al camarero, sin otra intención que la de resarcirme de mis anteriormente manifestadas limitaciones lingüísticas.
A medias con la consumición entran en el establecimiento dos maquinistas de mi empresa junto con un grupo de estibadores portuarios, de los que la mayoría han trabajado por la tarde en el «Veraskhaya». Tras saludarnos mutuamente me integro en la reunión de currantes.
– Hay que ver lo buenas que están estas rusas – exclama entusiasmado el Vinagreta centrando la conversación en tan sugestivo tema – había una pelirroja esta tarde tendiendo medias en un obenque que…
– ¿Y la primer oficial? – recuerda uno de los maquinistas, con la baba a punto de caérsele dentro del vaso.
Se suceden los comentarios acerca de las excelencias del personal manipulador, al tiempo que van cayendo copas en los estómagos de los reunidos. Dan las once de la noche cuando, con media papa a cuestas y sin siquiera haber visto un tobillo de las rusas, decidimos dar por concluida la tertulia marchándonos cada mochuelo a nuestro respectivo olivo…
Son las siete y media de la mañana del jueves cuando, tras nombrar dos manos para el «Veraskhaya» y otras tantas para el dichoso barco de la harina, tomo café con el Estornino en el Chiringuito.
– Voy a trabajar al barco de las potas – me comenta el estibador, cuyo parecido con el referido pájaro es realmente asombroso, al tiempo que esboza una pícara sonrisa.
– Pues allí nos veremos – pronostico, alejándome a la carrera en busca del retrete, al comenzar a sentir en mi barriga los efectos del aguachirri de achicoria que nos ha dispensado el granuja de Macareno.
Unos minutos más tarde, y ya en la oficina del muelle, mando a un propio para que atienda el barco de la harina mientras yo me dirijo hacia el «Veraskhaya», a fin de comentarle a Irina nuestro plan de trabajo. Es entonces, con las primeras luces del día, cuando pienso que Eduardo Bath, Tomasito Farré, don José Beringola y hasta el propio Rufo, estarán levantándose de la cama…
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Capítulo Cuarto: Tres Pelotas Veinte Duros
Una vez al costado del «Veraskhaya», observé a unos cuantos tripulantes acodados sobre la tapa de regala, con una evidente falta de sueño en sus ojos y unos humeantes tazones de café en sus manos. A medida que ascendía por la plancha fui descubriendo que entre los apostados había varias mujeres con el pelo alborotado y las trenzas deshechas, y que tanto ellos como ellas no presentaban las mejores condiciones como para estar a punto de iniciar su jornada laboral.
– Habrán pasado la noche manipulando – digo para mí, cuando observo de cerca sus rostros de cansancio.
Al no estar Plis entre los amodorrados y conocerme de sobra el camino de la oficina de Irina, franqueo el acceso al interior del buque, sin que ninguno de los supuestos manipuladores diga esta boca es mía. Cuando apenas me falta un giro para llegar a mi destino, un sonoro retortijón de estómago me detiene en seco.
– ¡Será cabrón el Macareno! – exclamo, acordándome del susodicho y de sus malditas achicorias.
Apoyado en el mamparo, hago ímprobos esfuerzos para no dar rienda suelta a mis acuciantes necesidades, al tiempo que trato de encontrar una solución a la embarazosa situación que se me acaba de presentar.
– Si apenas soy capaz de hacerlo en inglés ¿cómo voy a preguntar por un retrete en ruso? ¿Contarle a Irina lo que me ocurre? ¿Salir corriendo hacia mi oficina con la duda de si voy o no a llegar a tiempo? – me pregunto a mí mismo, secándome con la manga del tabardo el sudor que me brota de la frente.
Tras sonar un portazo a la vuelta del pasillo, escucho una voz femenina que se aproxima tarareando aquello de «subir al árbol y coger la flor para dársela a mi morena que la ponga en el balcón». Es el momento en que la intensidad del apretón es tal que apenas puedo incorporarme, permaneciendo tan retorcido como una alcayata.
– Pero, ¿qué haces, Rafael? – pregunta extrañada Irina al verme en cuclillas.
– Atándome un cordón del zapato – miento descaradamente con un hilo de voz, mientras me encomiendo a San Petersburgo a fin de que me haga salir airoso de tan embarazoso trance.
Y airoso salgo, soltando silenciosamente tanto gas como para inflar un zepelín cuando, tras excusarme con Irina sin decirle nada en concreto, abandono el barco a la carrera alcanzando a lo justo el servicio de mi oficina del muelle.
Cuando regresé a bordo del «Veraskhaya», una vez solucionados mis problemas intestinales, encontré sobre cubierta al capataz que había sido nombrado al mando de los estibadores hablando con Irina en una forma que no me hizo gracia alguna. Ella contemplaba embobada su metro noventa, sus musculosos brazos, sus ensortijados cabellos y hasta su renegrido pescuezo gitano. Decidí mandarlo a la bodega de popa argumentando que era la más problemática, ya que había que controlar que los estibadores no se pusieran de cháchara con las manipuladoras en lugar de descargar las potas. En cualquier caso, mi estrategia para separarle de Irina sirvió de poco, ya que ésta se pasó la jornada yendo y viniendo donde se encontraba el arrogante capataz.
– Pues mañana le mando al barco de la harina – dije para mí, en un justificadísimo ataque de celos…
La descarga transcurrió con normalidad observándose, eso sí, una mayor relación entre estibadores y manipuladoras a medida que pasaba el tiempo. Fue en la jornada de la tarde cuando sorprendí a Paco el Cagailla aprendiendo ruso –o al menos eso es lo que me dijo que hacía– con una rechoncha corteta dentro del bote auxiliar de la banda de babor. Ordené de inmediato que regresara a su puesto de trabajo, cosa que hizo tras ayudarle a desembarcar a la gorda, que se había quedado con el culo encajado entre las cuadernas del bote.
Otro detalle indicativo de la confianza que iban tomándose entre sí tripulantas y portuarios fue el hecho de escuchar comentar a dos de estos, que realizaban su cometido junto al costado, que habían quedado a las nueve con Yelena y Natasha en el «Lerele».
Y poco más dio de sí la jornada laboral, salvo el episodio vivido por Alberto alias Tres Pelotas Veinte Duros cuando, terminado ya el trabajo, se disponía a abandonar el barco.
El citado estibador era, además del vivo retrato del muñeco de lata al que hay que hacer caer en la barraca de feria con tres pelotas de trapo, un experimentado mangante. Barco que trabajaba, barco del que salía cargado hasta las orejas. Su modus operandi con mercancías congeladas consistía en, una vez sacada una placa del interior de la caja, esconder aquella en algún lugar de la cubierta a fin de que ganara temperatura y pudiera trocearse. Poco antes de terminar su jornada y encontrándose ya el calamar, la caballa o la mercancía de que se tratara en disposición de ser desunida, el diabólico muñeco se colocaba alrededor del cuerpo el producto de su hurto, al objeto de darle coba al carabinero que controlaba la salida de los estibadores junto al portalón.
Y de esta forma actuó en su primer día a bordo del «Veraskhaya», abandonando el barco camuflado entre el resto de compañeros a fin de que el representante de la Benemérita Institución no lo detectara. Pero no contó el mangante con que el vigilante, quien en esta ocasión era mucho más astuto que el vigilado y se había percatado de la jugada, esperó al día siguiente para detener a pie de la plancha del barco al habitual descuidero cuando éste llevaba doce potas de a kilo alrededor de la cintura. El Guardia Civil, argumentando que había detectado una irregularidad en la descarga y debía de aguardar la llegada del sargento para dejarle salir, retuvo al Tres Pelotas Veinte Duros durante casi cuarenta minutos sobre el cantil del muelle, dando lugar a que se le medio congelaran sus atributos masculinos.
Mientras todo aquello ocurría, yo me encontraba reunido en mi oficina del muelle con los dos maquinistas y media docena de trabajadores portuarios, maquinando un plan al que estoy seguro que, de haberlo conocido Eduardo Bath, Tomasito Farré, don José Beringola y hasta el propio Rufo, se hubieran apuntado sin dilación…
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Capítulo Quinto: El mondrigueta
Daban las doce de la noche en el reloj de pared del «Lerele» cuando brindábamos por el éxito del plan que habíamos urdido minutos antes en la oficina. Dadas las magníficas relaciones que manteníamos con los tripulantes del barco, especialmente con Irina y las manipuladoras, nuestra idea consistía en organizar a bordo, previa autorización del capitán Molov, una fiesta de confraternización y despedida.
Mis cálculos indicaban que terminaríamos la descarga durante la mañana del sábado, por lo que organizaríamos la verbena para la medianoche del viernes, disponiendo así los estibadores de la jornada de tarde de tiempo sobrado para quitarse las cascarrias y arreglarse. Y en esas andábamos cuando Joselito y Cara Torta entraron en el bar del brazo de dos manipuladoras, siéndonos presentadas como Natasha y Yelena. Puestos al corriente los cuatro de nuestro plan, celebran la idea en la confianza de que será una noche inolvidable…
Son las siete y cuarto de la mañana del viernes cuando, una vez nombrada la mano para el «Veraskhaya» y otra para el barco de la harina, con el apuesto capataz incluido, paso por el «Chiringuito» con idea de tomarme una manzanilla, a la vez que recomendar a Macareno que comercialice sus repugnantes bebedizos por la vía del laxante. Tras quedar en vernos por la tarde con Tres Pelotas Veinte Duros y Curro, me dirijo hacia la oficina a fin de ver las notas de descarga de los controladores y ponerme al corriente de cómo va la cosa, ya que desde que andamos con lo de la fiesta me he despreocupado un tanto del trabajo. Minutos antes de las ocho llego al costado del «Veraskhaya», observando con sorpresa cómo entre los acodados a la tapa de regala se encuentran Cara Torta y Joselito, abrazados a las dos manipuladoras que ayer conocí en el «Lerele».
– ¿Se habrán pasado la noche manipulando? – me pregunto cuando al pasar a su lado advierto en ellos unas ojeras que les llegan al suelo. Tras saludarles con un discreto movimiento de cabeza, franqueo la entrada al interior del buque.
– Plis…
– ¡Coño, Plis! – exclamo, al tiempo de girarme y darme cuenta de que no es Plis.
– ¿Guere ar yu going, guapo? – me pregunta un amanerado redondito, a quien además de cola de caballo se le observa una vena que le coge hasta la rabadilla.
– Ay ask for Irina, so loba – respondo con firmeza al notorio mondrigueta, continuando mi camino hacia la oficina del primer oficial.
Tras despachar con la guapísima Irina, incómodamente sentados sobre sus desvencijadas butaquitas, y coincidir nuestros respectivos cálculos en que al día siguiente terminaremos la descarga, quedo con ella para la hora del bocadillo, adelantándole que tengo algo muy especial que contarle.
Minutos más tarde, iniciada ya la descarga, abandono el «Veraskhaya», despidiéndome del mariquita del portalón con un cariñoso «¡que te zurzan, guapa!»
A poco de llegar al muelle embarco en el «Katherine Oldendorf», que así es como se llama el otro buque que estamos trabajando. Desde la brazola de la bodega del dos observo al bizarro capataz metido en harina debido a que acaban de desprenderse unos sacos de la izada, vistiendo de blanco a todos los componentes de la mano. Abandono el barco tras dedicarle a mi tenaz contrincante un discreto corte de mangas, en tanto él se encamina en busca de un aseo acordándose de mis padres.
De vuelta al «Veraskhaya», observo a Irina paseando por cubierta junto a un grupo de manipuladoras, encontrándola más sugestiva que nunca. Ciertamente la diferencia entre una y otras es notoria, y aunque físicamente todas aprueban con nota, el estilo, la elegancia y el atuendo que viste Irina le hacen destacar de las demás. Mientras ella luce pecherines de astrakán y gorra de plato, las manipuladoras cubren sus cuerpos con absurdos delantales blancos, y sus cabezas con austeras gorras del Colegio de Huérfanos de Marina de Vladivostok.
– ¿Qué era eso tan importante que tenías que contarme? – me pregunta, mientras aguardamos junto a la puerta de la cocina nuestra ración de patata cocida con salsa picante.
– Pues verás, habíamos pensado que…
Irina ve con muy buenos ojos la celebración de la fiesta, confiando en que el capitán Molov no ponga inconveniente alguno, pero manteniendo sus dudas con respecto al preceptivo visto bueno que ha de dar el comisario político.
Ignoraba yo cómo sería este señor, ni de qué forma me recibiría, pero de lo que sí estaba completamente seguro era de que de haber podido contar con la presencia de Eduardo Bath, Tomasito Farré, don José Beringola y hasta del propio Rufo, la negociación hubiera supuesto todo un éxito…
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Capítulo Sexto: La gran juerga
– Pues habrá que hablar con el comisario político, y cuanto antes mejor – razono, tratando de agilizar los trámites, marchando los dos a continuación en busca del supuestamente desabrido personaje…
El comisario político era para verlo o, mejor dicho, para no verlo. De entrada, el aspecto físico que presentaba hacía poner en duda la naturaleza de su sexo ya que, además de una complexión más propia de remero del Volga que de funcionario de la Administración, tenía tanto pelo en las papadas –y digo las porque tenía dos– como una foca de Alaska. Vestía ajustado mono de mecánico, negro a rabiar, y botas de piel de becerro, tocándose con gorro cosaco con borlón y protector de orejas para el frío. Su nombre era Gargarina, Gargarina Popov, y ocupaba un pequeño despacho habilitado en una salita contigua a su camarote y separada de éste por una tétrica cortina color gris marengo. Pegados sobre los mamparos de ambos lados de la estancia podían verse unos alargados rótulos traducidos a varios idiomas, en los que se leían frases tan tendenciosas como «El asalariado responsable reclama generadores» o «Las abejas son unas puñeteras capitalistas».
– Camarada Popov, camarada Rafael – rompe Irina el hielo, efectuando una corta presentación al tiempo que tiendo la mano derecha hacia mi presentada.
– ¡Privet! – exclamo en ruso el equivalente a ¡hola!, instantes antes de que mis dedos entren en contacto con los de la barbuda Gargarina.
Cinco morcillas unidas a un morcillón central sepultan mi mano derecha bajo un sonrosado montón de carnaza. Doy un respingo, que la Popov encaja con cierto mohín de disgusto, reflejado en su ya de por sí contrariado rostro. Irina transmite a Gargarina el motivo de nuestra visita, escuchando ésta sin pestañear las explicaciones de aquélla. Contesta la amorfa comisaria encadenando una serie de palabras terminadas en blavf, blovf y boluvovf, que me suenan como el agua hirviendo en el cazo con los huevos duros dentro. Responde Irina a la burbujeante soflama de la responsable política de forma contundente, consiguiendo que la bigotuda foca esté de acuerdo en que se celebre la fiesta.
– Dobrote vilna sporasszhi chuchimin… chuchimin – pone Gargarina punto y final a la conversación, mientras esboza una pícara sonrisa.
– Que le gustan los uniformes y los jovencitos… jovencitos – traduce Irina, dejando claro el precio del acuerdo.
Tras despedirme de ambas mujeres recojo en el almacén a los dos maquinistas, dirigiéndonos a mi oficina al objeto de concretar los pormenores de la fiesta. Se une a nosotros el Vinagreta, quien viene enfadado del médico de recoger unos análisis en los que, al parecer, le han sacado hasta cuernos. Una vez informados mis colaboradores que seremos doce los que acudamos, incluido el guardamuelles de la zona, que viste uniforme y es jovencito –nos va a venir de perlas para cumplir con lo pactado con Gargarina– y que nos veremos a las once y media aquí en mi oficina del muelle, confeccionamos una lista con bebida suficiente como para emborrachar a todo un regimiento de cosacos del Don. El Vinagreta, por su parte, se ofrece a acompañar a Joselito a Simago y traerse las vituallas en el motocarro…
Aquella tarde la pasé en el «Veraskhaya» controlando a Irina, pues el capataz de marras había terminado a mediodía su trabajo y andaba rondando por el barco. A las seis tomamos con el capitán Molov un agua de regaliz con vodka que nos sirvió Katyuska, la imponente camarera y supongo que también experta manipuladora de Molov, bajando después a la bodega de popa a fin de interesarnos por la descarga.
– Pues a este ritmo nos van a quedar menos de treinta toneladas para descargar mañana – informa Cara Torta, quien en lugar de trabajar se encuentra de palique con una manipuladora de soberbios pechos y espectaculares nalgas. Es Larisa, estará en la fiesta – continúa informando, a la vez que hace las pertinentes presentaciones. Dice que nos harán kalitkas – termina su información con una pícara sonrisa dibujada en el rostro, pensando en que deben de ser algunas guarrerías, cuando en realidad no son más que empanadillas rellenas de hígado de reno.
Cuando finalizó la jornada hice los cálculos con Irina, coincidiendo en que faltaban por descargar veinticuatro toneladas. Marché a la oficina cruzándome por el camino con el motocarro que nos habían prestado en la fábrica del hielo y en el que Joselito y el Vinagreta llevaban la bebida al barco. A las nueve, para hacer tiempo y relajarme, me fui al «Lerele»…
No habían dado las once de la noche cuando ya estábamos todos en mi pequeño despacho del muelle; el Estornino, Curro, el Vinagreta, los dos maquinistas, Paco el Cagailla, Joselito, Cara Torta, el guardamuelles jovencito…
– ¡Que se van, que se van! – grita Tres Pelotas Veinte Duros desde la calle, poniéndonos a todos en estado de máxima alerta.
– Había subido yo a bordo – comienza acaloradamente su relato – para meterme en la faja unas potas que tenía descongelándose desde mediodía, y si me descuido me vuelvo con ellas a las Malvinas. Parece ser –termina su exposición de los hechos– que como era tan poco lo que quedaba a bordo lo ha descargado la tripulación colocando las cajas junto a la puerta del frigorífico del muelle, y se largan ahora para ganar un día.
– ¡Corramos! – grito yo, poniéndonos todos en movimiento.
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Buque factoría soviético – Russian factory ship ARKTYKA MN-6918.
2006/07/19/
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Cuando llegamos al atraque del «Veraskhaya» éste ya había largado cabos y se encontraba separado unos metros del muelle. Un remolcador tomado por la proa tiraba del barco a poca máquina, ayudándole lentamente a desatracar. Varias luces de colores iluminaban la toldilla de popa, sobre la que manipuladoras y marineros fuera de guardia iban y venían de babor a estribor y de proa a popa, a los acordes de una singular algarabía de djaleykas y balalaykas. Uno tras otro, los descorches de nuestras botellas de champán rompían el silencio de la noche en la tranquila dársena, al tiempo que ponían su alegre nota festiva.
Instantes después y aunque la distancia a la que me encontraba del buque era todavía escasa, solicité del jovencito guardamuelles sus prismáticos a fin de observar más de cerca la fiesta, dándome un vuelco el corazón cuando descubrí sobre la toldilla de popa a Eduardo Bath, Tomasito Farré, don José Beringola y hasta al propio Rufo, dispuestos a correrse la gran juerga de su vida, la juerga del «Veraskhaya»…
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