El Ferrocarril de Triano
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Portugalete; un lluvioso día de mediados de febrero del año sesenta y nueve.
Cuatro y media de la tarde, en el pequeño comedor de Patxi Arrieta…
– Que no, Antonio, que yo no voy a Santurce. Que luego nos liamos y no tengo hecho el cálculo de Astronomía de mañana – es la responsable voz de Juanito quien rechaza la propuesta de aquél acerca de ir a tomar unas copas a la calle del Dólar.
– Coño, que no, que no nos enredamos, un par de tragos y nos volvemos rápido – son los argumentos esgrimidos habitualmente por el valenciano al objeto de convencernos de que no va a haber liada.
– Que no insistas, Antonio – tercia ahora Quique, tras levantarse de la mesa y encaminar sus pasos hacia la puerta de la tasca.
– Pues me iré solo – advierte en tono amenazador el testarudo pegando fuego a su último cartucho…
Algunos minutos después, y tras un corto desplazamiento en autobús, abordamos Antonio y yo, desde abajo, –no podía abandonarle a su suerte– la santurzana cuesta del Capitán Mendizábal, más conocida en aquellos años por la calle del Dólar.
Tras una primera toma de contacto con la acogedora villa marinera en el «Kai-Alde», en cuya barra tomamos café, visitamos «Las Nieves» en donde Antonio mantiene un alto caché. Una primera copa en animada conversación con las dos hermanas que atienden el mostrador antecede a una segunda con su correspondiente cháchara. Dan las seis de la tarde cuando entramos donde Poli y un cuarto de hora después cuando salimos.
– Vámonos ya a casa – le digo a Antonio quien comienza a manifestar inequívocos síntomas de estar tocado.
– La espuela en «Sotavento» y nos volvemos a Portu – me contesta mi amigo ampliando la ronda en una copa más.
Es en el momento de ir a entrar en el citado establecimiento cuando nos topamos con varios compañeros del curso de Antonio, empezaron a estudiar, como él, un año más tarde que yo, quienes andan a vinos insistiendo en que tomemos un pote con ellos. Y es ahora, también, cuando surge la duda; ¿decirles que no porque nosotros estemos a copas? o ¿bebernos el vino haciendo cuerpo ya para los sucesivos? Porque lo que sí está claro es que como cambiemos no lo vamos a hacer para tomar uno sólo. Y no lo hicimos, ya que tras el del encuentro subimos hasta el Windsor despidiéndonos de nuestros amigos en el «Itxas-Bide». Por cierto que aquí, mientras apurábamos en la barra el chiquito, eché en falta durante algún minuto la presencia de Antonio; demasiado tiempo para haber ido al servicio.
A estas alturas de la tarde, o mejor dicho, de la tarde-noche, el tocado era yo y el a punto de hundirse mi amigo.
Cogimos el tren, sin billete, –el trayecto era tan corto que no íbamos a tener la mala suerte de que nos pillara el revisor– aguardando unos minutos a que se pusiera en marcha. Pero mira tú por dónde que poco antes de llegar al apeadero de Peñota se presenta el supervisor demandándonos los tickets teniendo que sacar, aunque viajáramos sólo hasta Portu, el billete completo desde Santurce a Bilbao.
Y, a partir de aquí, comenzó Antonio a tejer nuevamente en forma de liada los hilos de la madeja. No disponía de más tiempo que el que tardásemos en llegar a Portugalete para convencerme de continuar hasta Bilbao.
Argumentó todo lo habido y por haber: Que debía de comprar un Almanaque Náutico en Arrilucea –razón que desmonté haciéndole ver que cuando llegásemos ya habría cerrado la librería–, que tenía que recoger los apuntes de Teoría del Buque que le había prestado a un compañero –otro embuste que no coló pues bastaba con una llamada telefónica para que al día siguiente se los llevara a clase– y hasta urdió el repentino viaje de unos primos suyos a Bilbao con llegada al aeropuerto de Sondica a las diez menos cuarto de la noche. Rebatiéndole el último de sus argumentos entró el tren en la estación de Portu…
– He quedado con dos chavalas – me soltó de sopetón cuando las ruedas del convoy comenzaban a chirriar por efecto de la frenada.
– Anda y que te zurzan – fue mi inmediata contestación al tiempo que me levantaba del asiento.
– Que además se dan, Rafa – dijo mientras me sujetaba de un brazo a punto de alcanzar yo la puerta del vagón.
– Mira Antonio que mañana…
– De acuerdo entonces, que nos quedamos ¿no? – golpeó con fuerza en mi cada vez más minada resistencia. Además, así aprovechamos los billetes – dijo por decir algo cuando yo ya estaba casi convencido.
De sobra sabía Antonio que si existía alguna posibilidad de hacerme ir hasta Bilbao era porque los argumentos esgrimidos debían de ser de peso y no cabe duda de que, en aquellos años de tan puritano esparcimiento, el tener dos tías que se daban lo eran.
Aclararé no obstante y para que nadie se lleve a engaño, que si bien es cierto que mi amigo era un perfecto liante no lo es menos el que yo me dejara engatusar con una facilidad verdaderamente asombrosa. Y es más, el que esto suscribe, también interpretaba a menudo, y con gran elocuencia, el papel que tan a la perfección había representado Antonio. Quizás es que hoy no tenía yo el día.
Pero, volvamos con el relato…
Arrancamos dejando atrás la estación de Portugalete, comenzando el tren a bordear la dársena de Galdames. A través del chorreante cristal de la ventanilla observábamos cómo el intenso resplandor de Altos Hornos iluminaba la factoría haciendo recortarse la silueta de sus enormes estructuras sobre un cielo plomizo y lluvioso. A la izquierda, las difuminadas luces de Romo y de Lamiaco chisporroteaban al otro lado de la ría. Un olor característico acrecentado por la bajamar se percibía nítidamente en el vagón.
– ¿De dónde has sacado las tías? – pregunto de súbito a mi compañero de viaje.
– Son Begoña y Merche – me contesta Antonio desviando su mirada hacia el exterior.
– ¡Pero si son más estrechas que la leche! – protesto airadamente. – ¿Cómo se te ha ocurrido quedar con ellas? –concluyo mi réplica preguntando por algo ni siquiera imaginable.
– Las he llamado desde Santurce a casa de la tía de Begoña, quien por lo visto da catequesis en la parroquia de San Nicolás y las ha apuntado. A las nueve menos cuarto terminan y he quedado en la «Zornotzana» para tomar algo por las siete calles y volvernos con ellas a Portu – es ahora él quien me detalla el plan.
– La madre que te…, pues vaya fiesta que vamos a hacer, cojones – contesto visiblemente disgustado.
La llegada del tren a la estación de Sestao hace que interrumpamos el agrio diálogo al tiempo que la entrada en nuestro vagón de dos periquitas, con evidente pinta de fulanorras, provoca una mirada de complicidad entre nosotros.
Tras sentarse las inconfundibles pelanduscas en los asientos de la parte derecha del coche, de cara al que ocupamos nosotros, recorremos con nuestros ojos, y de quilla a perilla, las estructuras de tan pintorescas pasajeras confirmando con un leve gesto afirmativo el buen estado en el que ambas se encuentran. Dos apretadas gabardinas claras ocultan cuatro pechos como botijos a tenor de lo abultado del tronco; cuatro largas pantorrillas embutidas en gruesas medias negras de redecilla terminan en puntiagudos zapatos de altísimo tacón, poniendo punto y final a tan exhaustivo reconocimiento con la contemplación de sus, exageradamente, maquillados rostros.
– Hombre pues, ¿qué quieres que te diga? – contesto preguntándole a Antonio sin que me haya inquirido nada. – Desde luego, la rubia tiene un tiento – termino asegurando en base a los singulares atributos físicos de la más maciza, en mi opinión, de ambas periquitas.
– Y el caso es que me resultan caras conocidas – dice mi amigo al tiempo que, en un gesto muy característico suyo, se atusa el bigote.
– ¡Ya está!, son aquellas de la noche de la liada del Bataclán; el día que celebramos el aprobado en Astronomía de Antoñito cenando en el bar de Amalio. Sí, hombre, ¿no te acuerdas que vinimos a Bilbao con un pedal de carreras y…
– Pues que no nos reconozcan – me corta Antonio la aclaración mientras trata de ocultar su cara subiéndose el cuello del tabardo.
Aunque estamos seguros de que ninguna de las dos mujeres se acuerda lo más mínimo de nosotros –tampoco dimos en su día motivos para ello– tratamos de no encontrarnos con sus miradas volviendo la cara hacia la ventana como si tuviéramos algún interés en observar las luces de Erandio o las de algún barco atracado a los muelles de la ría. Minutos más tarde irrumpe el tren a toda velocidad en la estación de Baracaldo.
Un desolado andén recibe al convoy sobre el que ni una sola alma aguarda la llegada de nuestra expedición como si estuviera apestada. Tras detenernos y descender algunos pocos viajeros quedamos a la espera de reanudar la marcha advirtiendo que algo no funciona. Instantes después un ronco altavoz informa de que debido a un problema en la catenaria –nunca he sabido qué demonios es eso de la catenaria pero en Renfe siempre es lo primero que casca– se encuentra suspendido el servicio hasta nuevo aviso.
– Pues vaya leche – comenta Antonio mirando el reloj que cuelga de la pared de la estación. Las ocho y media y en Baracaldo – termina su crítica a nuestra situación.
– ¡Hay que ver, qué mala suerte!, por pronto que se solucione esto no vamos a poder llegar a tiempo a la «Zornotzana» – digo con cara de circunstancias mientras me alegro en mi interior pensando en nuestra cita con las catequistas.
– ¡Pues yo me estoy meando! – exclama mi compañero como si le hubieran entrado las ganas de pronto. Deberíamos de ir a la cantina – comienza a tender nuevamente la red de la liada.
Minutos más tarde nos encontramos tomando un pote en la cantina de la estación sin haber pasado antes ninguno de los dos por el retrete. Varios grupos de viajeros nos imitan, abarrotándose el reducido local en cuestión de minutos.
– De la catenaria o así disen que ha sido – comenta en su corrillo un talludo gordinflón tocado con negra boina.
– Y, ¿quién es esa pues? – pregunta junto a aquél un desinformado de prominente nariz y poderoso pescuezo.
– No sé qué de la vía – responde el cantinero, mediando en la conversación, dando con ello también la impresión de no andar demasiado enterado. – El martes pasado le ocurrió lo mismo al que venía de Ortuella y en diez minutos estaba andando – concluye su intervención el arrendatario del negocio, abrigando esperanzas de una pronta solución, a fin de que desistan los clientes de ir a coger el autobús y permanezcan consumiendo.
– Saca otros dos – dice Antonio dirigiéndose al deshonesto tabernero, invitándole a que vuelva a llenar nuestros vacíos vasos.
Media hora más tarde continúa la dichosa catenaria estropeada en tanto que los parroquianos, a base de vino, entretienen la espera de buen grado. Es el momento en que llega a nuestros oídos un repiqueteo de tacones que termina por detenerse al alcanzar la puerta de la cantina. Todos los ojos se vuelven a una hacia la entrada, descubriendo a las dos periquitas del tren que irrumpen en el local aproximándose al mostrador. Un silencio sepulcral se hace en el establecimiento cuando la rubia –quien, bien mirado, tiene dos cachas– insta al cantinero para que llame a un taxi.
Máxima expectación entre los reunidos cuando anuncia el altavoz la inmediata partida del tren saliendo la totalidad de aquellos a la carrera. Corre el personal y jura el tabernero al darse cuenta de que algunos escapan sin haber satisfecho la consumición. Antonio y yo, cogidos por sorpresa no sabemos reaccionar, quedándonos a solas en el local con el cantinero y las pelanduscas quienes, ahora sí, nos miran provocativamente al tiempo que, en un gesto a todas luces premeditado, comienzan a desabrocharse con pícaras sonrisas reflejadas en sus rostros sus ceñidas gabardinas. Sin duda alguna nuestro viaje desde Santurce a Bilbao había concluido…
Mas no aventure su juicio el malicioso lector, pues si bien es cierto que aquella noche terminamos hartos de vino y en compañía de dos mujeres fue debido a que las periquitas continuaron viaje en el tren y nosotros cogimos el taxi que había pedido el cantinero, encontrándonos poco después en Portugalete con Begoña y Merche, ya de vuelta de la catequesis, en el bar de Patxi Arrieta.
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