El «Miguel M. de Pinillos» en Santa Cruz de Tenerife, 1969
Excelente foto de José Luis Torregrosa, encontrada en «Escobén»
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Mayo del setenta. Motonave «Miguel Martínez de Pinillos».
Atracados al muelle de Ribera del puerto de Santa Cruz de Tenerife.
Son poco más de las seis de la tarde cuando iniciamos la maniobra de salida hacia el puerto de Las Palmas a fin de completar nuestro cargamento de fruta con destino al de Bilbao. En el puente, capitán y alumno, esto es, don Felipe y yo. Salimos sin práctico.
Una vez largado todo a popa y sin más cabos a proa que el largo de fuera y el spring, ordena el capitán hacer firme éste y comenzar a virar aquél. Una defensa de mano arriada desde el castillo y colocada con precisión entre el branque y el cantil permite el apoyo del acero sobre el hormigón. Poco a poco y con la inestimable ayuda de un algo más que bonancible viento de tierra se va consiguiendo el efecto deseado de abrir la popa del muelle. Algún minuto más tarde, y sin necesidad de dar avante sobre el spring, continúa la maniobra…
(Consignar que, dado que el atraque se efectúa habitualmente en este puerto babor al muelle y a la altura de los mismos bolardos, suele fondearse el ancla de estribor para facilitar la maniobra de salida. En esta ocasión no ha podido hacerse así al presentarse un problema puntual en el molinete cuando iba a apearse el ancla).
– ¡Proa, larga todo! – dirigiéndose por radio el capitán al primer oficial.
– ¡Timón quince grados a babor! ¡Atrás media! – ordenándome a mí.
– ¡Largo todo a proa! ¡Timón quince grados a babor! ¡Atrás media! – repetimos uno y otro.
Tras unos segundos de desconfiada espera, cuando se solicita de la máquina su puesta en marcha y ante la incertidumbre de si se producirá cualquier fallo suele vivirse esta situación, arranca aquella iniciando el barco su esperado desplazamiento. Lentamente vamos separándonos del muelle al que estábamos atracados para ir aproximándonos al centro de la dársena.
– ¡Para la máquina! ¡Timón a la vía! – me ordena don Felipe.
– ¡Para la máquina! ¡Timón a la vía! – mi rápida contestación.
Hemos hecho tantas veces ésta y otras maniobras similares que conozco las órdenes que están por venir hasta el punto de comenzar a ejecutarlas instantes antes de que se transmitan. En cuanto el barco –pienso– haya caído cincuenta metros más a popa por efecto de la inercia y nos encontremos, aproximadamente, a unos cien del muelle Sur, me pedirá todo estribor y avante media…
– ¡Todo estribor! ¡Avante media!
– ¡Todo estribor! ¡Avante media! – contesto de inmediato cuando llevo ya algunas vueltas dadas a la rueda dirigiéndome rápidamente a continuación al telégrafo para colocar éste en la posición solicitada.
Transcurridos unos segundos de recelosa demora arranca la máquina con una falsa explosión parándose de inmediato.
– ¡Repite avante media! – ordena don Felipe desde el alerón pasados unos instantes.
– ¡Avante media! – contesto al tiempo de hacer correr el telégrafo hasta situarlo en la posición ordenada.
Nuevo intento de arranque y nueva parada de la máquina tras otro dubitativo petardeo.
Desde la puerta del alerón de babor, el más próximo al telégrafo, contemplo junto al capitán cómo por efecto de la arrancada tomada por el buque hacia atrás nos vamos aproximando al muelle Sur.
– ¡Avante toda! – grita el capitán segundos después.
– ¡Avante toda! – respondo yo sin hacerlo la máquina.
– ¡Fondo estribor hasta el tres! – ordena don Felipe por la radio dirigiéndose al primer oficial.
– ¡Fondo estribor hasta el tres! – escucho al primero contestar desde proa.
Cae el ancla, apeada de antemano, arrastrando unos metros de cadena hasta tocar aquella fondo. A partir de aquí y como consecuencia del desplazamiento del buque hacia popa van filándose por sí solos tramos de docenas de eslabones. Tres toques de campana, de mano del contramaestre, nos indican que el grillete número tres está en el molinete haciéndose firme la cadena a continuación y entretanto el buque prosigue con su lenta, pero inexorable, caída atrás.
– ¡Avante toda! ¡Fondo babor! – nos ordena el capitán a mí y a la proa.
– ¡Avante toda! ¡Fondo babor! – nuestra inmediata respuesta.
Vuelve a fallar la máquina mientras se escucha caer el ancla de babor, apenas si se hace uso de ella, generándose en el castillo una nube de polvo y cascarillas por efecto del golpeo de los eslabones en su recorrido desde la caja al escobén. Tras garrear el buque, la popa del «Miguel» toca ligeramente el muelle. Instantes más tarde, con el auxilio de dos remolcadores y después de virar ambas cadenas, volvemos a atracar al muelle de Ribera…
Una vez reconocido el buque por parte de la Comandancia de Marina, con presencia a bordo de Inspectores de la propia Naviera y Aseguradores, se detectan ciertas averías en la mecha del timón así como daños de menor cuantía en una pala de la hélice. Dado que las consecuencias del siniestro no impiden, aunque sí en peores condiciones, la navegabilidad del buque, se procede a descargar la fruta embarcada saliendo a la mar en lastre navegando «a órdenes» rumbo al estrecho de Gibraltar. Las instrucciones recibidas son las de dirigirnos al Mediterráneo barajándose la posibilidad de reparar en el puerto de Valencia o en el de Barcelona.
Son las dos de la tarde cuando abandonamos el puerto de Santa Cruz de Tenerife haciendo el cuarenta y siete de aguja con suave brisa del nordeste y mar completamente en calma.
Debido a la falta a bordo de tercer oficial monto la guardia de ocho a doce además de relevar al primero, para la cena, a las seis y media de la tarde. El «Miguel» debe de ser el único barco de la Compañía en el que la segunda comida del día se sirve a las siete.
Faltan escasos minutos para que sean las ocho de la tarde cuando irrumpo en el cuarto de derrota saludando al primer oficial mientras éste anota en el Diario los acaecimientos al término de su guardia. Algo más tarde, tras los preceptivos cuatro toques de campana, entra en el puente, desde el alerón de estribor, el marinero que durante las dos próximas horas se hará cargo del timón. Poco después de las diez de la noche se presenta el capitán interesándose por los pormenores de la navegación. Tras una breve conversación subimos al puente alto a fin de marcar la Polar con la magistral y verificar la corrección total con la que navegamos. El resto de la guardia transcurre sin incidencia alguna relevándome el segundo oficial a medianoche.
Nueve y cuarto de la mañana del día siguiente. Contemplando desde el alerón cómo pican la cubierta, a la altura de la bodega del dos, marinero y mozo, accede al puente el capitán a fin de observar y preparar el cálculo para corregir la situación estimada a la hora de la meridiana.
Sobre el alerón de estribor y manteniendo las piernas ligeramente abiertas al objeto de contrarrestar el incómodo balance que produce una mar tendida que recala del noroeste, cumplo el ritual de la observación.
– ¿Listo? – pregunto a don Felipe quien atento al cronómetro aguarda mis indicaciones en el cuarto de derrota.
– ¡Listo! – me contesta.
– ¡Top! – grito pasados unos instantes y justo en el momento de hacer coincidir mediante el sextante el limbo inferior del sol con el horizonte de la mar. ¡Doce, cuarenta y siete, treinta y cinco! – canto ahora en voz alta la lectura del preciso instrumento.
Tras tomar por mi parte dos alturas más cedo al capitán el citado aparato anotando yo ahora las horas del cronómetro y, según él me va comunicando, las correspondientes lecturas observadas.
Nos encontramos en el cuarto de derrota trabajando el cálculo, en tanto el timonel de guardia mantiene el rumbo anotado en la tablilla, cuando entra el radio con un telegrama que inmediatamente entrego al capitán. Tras leerlo una primera vez en silencio lo repite en voz lo suficientemente alta para que pueda escucharlo yo sin que se entere el marinero al timón: «De Pinillos Madrid a motonave Miguel Martínez. Procedan Sevilla al objeto efectuar reparaciones Astilleros Elcano. Notifiquen hora prevista llegada prácticos de Chipiona».
Experimento una gran satisfacción pues no he ido nunca navegando a la capital andaluza.
Una vez conocido nuestro destino y dado que el rumbo que venimos haciendo, a pasar a dos millas al norte-sur de cabo Espartel, apenas si difiere del que habría que hacer para recalar en la entrada del Guadalquivir, aguardamos hasta mediodía, momento en que tendremos mejor situación, para poner proa a milla y media al oeste del faro de Chipiona.
Observada la meridiana y corregida nuestra posición estimada se enmienda el rumbo cuatro grados a babor calculándose la llegada a prácticos de la barra para las ocho horas de pasado mañana.
El viaje transcurre sin otra novedad que la de navegar moderados a causa de las averías desarrollando una velocidad inferior en casi tres nudos a la que habitualmente hacemos con tiempo similar.
Al día siguiente, sábado, mi guardia de veinte a veinticuatro transcurre navegando a la altura de Casablanca con mar rizada y una magnífica visibilidad como consecuencia sin duda de la ligera brisa que sopla del norte. La noche es espléndida. Maniobro a varios pesqueros que cruzan nuestra derrota mientras observo en el horizonte las luces de otros mercantes que navegan en demanda del Estrecho.
Son las siete y media de la mañana del domingo cuando poco antes de que se produzca la llamada del marinero de guardia me levanto de la litera. Escucho la máquina a pocas revoluciones observando por el portillo del camarote, en la banda de babor, una cercana costa poblada de pinos. Me lavo lo indispensable subiendo al puente tras colocarme un pantalón y una camisa.
– Berenguer Bonanza, Berenguer Bonanza, aquí «Miguel Martínez de Pinillos», ¿está a la escucha? Cambio – Es don Juan, el primer oficial, quien a través del aparato de fonía intenta comunicarse con el consignatario.
Tras insistir un par de veces más en la llamada contesta el tal Berenguer de Bonanza informándonos de que el práctico ya ha salido de Chipiona para nosotros y que podremos subir sin necesidad de aguardar fondeados al encontrarse la marea con una hora de creciente, momento en que entra el capitán siendo informado de la situación. Poco más tarde relevo en el timón al marinero de guardia quien a su vez se dirige a avisar al contramaestre y al resto de subalternos para la maniobra. Pasados unos minutos, una vez el timonel en su puesto y arriada la escala por estribor, bajo a cubierta a recibir al práctico de la barra y acompañarlo hasta el puente. Tras saludarse cordialmente el recién embarcado con don Felipe y en tanto pone éste en conocimiento de aquél las averías sufridas, salgo al alerón contemplando la bellísima broa de Sanlúcar y el coto de Doñana. El día es espléndido y la tranquilidad total.
Navegamos entre boyas siguiendo la canal hasta tener el muelle pesquero de Bonanza por el través de estribor, momento en el que tras parar máquina cambiamos de práctico, embarcando el que nos conducirá a Sevilla. Al tiempo que el nuevo asesor lo hace también una garrafa de exquisita manzanilla obsequio del consignatario Francisco Berenguer –¡gracias Paco!– Avante, de nuevo, comienza a subirse el río…
Con una taza de café en la mano y apoyado sobre la barandilla del alerón observo las dos orillas dándome la sensación de navegar por el campo. Por babor voy descubriendo la inmensa pinada del coto de Doñana mientras que por estribor las blanquísimas montañas de una industria salinera dan paso a una vasta zona de marismas, camino ya de Trebujena. Próximos a las riberas, cientos de flamencos y cigüeñas buscan su alimento en los caprichosos humedales. Más adelante el paisaje acentúa sus tonos verdes al tiempo que surgen de entre la vegetación blancos cortijos y negras reses. Extensos arrozales jalonan la margen izquierda del río experimentando con ello la extraña sensación de oler a campo sabiéndome a bordo. A lo lejos, hacia el este, distingo una carretera por la que los vehículos se dirigen tierra adentro hacia algún lugar en donde no hay mar.
Aunque moderados navegamos a buena marcha al encontrarse el barco en lastre e ir acompañado por la marea creciente. La guardia transcurre ciertamente entretenida alcanzándose la hora del almuerzo sin apenas darme cuenta. Con el segundo ya en su puesto nos dirigimos capitán y alumno hacia la cámara en donde nos aguarda el resto de oficiales. Poco después, de nuevo en el puente, continúo deleitándome con las hermosas vistas que nos ofrece esta exuberante primavera andaluza. Un pequeño pueblo rigurosamente encalado aparece por la banda de babor tras superar el barco una angosta revuelta. Es el momento en que se avisa a los subalternos de cubierta para la maniobra.
Más adelante, advertidos por el práctico de la proximidad de la esclusa, me ordena el capitán colocar avante poca en el telégrafo. Una sonora pitada larga, seguida de una corta y otra como la primera, avisa de nuestra llegada. Al poco, con la máquina parada, comienza a perder el buque su arrancada en tanto nos aproximamos al amplio rectángulo de hormigón. Una vez superada la puerta, y cerrada ésta, damos unos instantes máquina atrás a fin de detener completamente el barco, momento en que vuelan las sisgas desde la cubierta al objeto de hacer llegar los cabos a tierra. Tras unos minutos de tranquila espera se sale de la esclusa navegando a escasas revoluciones. Poco después, con la presencia de un remolcador, atracamos estribor al muelle de los Astilleros Elcano de Sevilla dando por finalizado el viaje que, «a órdenes», habíamos emprendido días atrás en Santa Cruz de Tenerife.
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