B/m «Duero» – Naviera Pinillos – Fotografía encontrada

en http://www.telecable.es/personales/josesalinas/

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Veintiuno de mayo de mil novecientos setenta y cinco.

A bordo del buque motor «Duero», atracado al muelle General Da Silva

del puerto de Lourenço Marques. Siete de la tarde…

Una vez concluida la cena –en los barcos es costumbre servirse a las seis– se mantiene en el bar de la cámara del pasaje, y a la espera de la llegada del práctico, agradable tertulia. Allí se encuentran, capitán, tercer oficial y jefe de máquinas, además del que esto suscribe y de su mujer, quien no ha querido perderse un viaje tan fascinante como el que estamos realizando. Bilbao, Las Palmas, Ciudad del Cabo, Durban y Lourenço Marques, han sido nuestros sucesivos destinos, estando a punto de iniciarse el regreso a Europa, concretamente al puerto inglés de Rochester en el estuario del Támesis.

La conversación gira en torno al delicado momento que atraviesa el país en vísperas de asumir su independencia después de tantos años de dominio portugués. El ambiente que hemos podido palpar en tierra, durante los cuatro días que llevamos atracados, no invita ciertamente al optimismo. Mientras que en sus casas los siervos de Camoens hacen apresuradamente las maletas, por nuestra proa un buque de bandera china desembarca tropas comunistas. En fin, ojalá que a Samora Machel le salgan bien las cosas, pero de no ser así que sea a partir de mañana…

– Listos, Alejandro – anuncia el primer oficial irrumpiendo en el bar y dirigiéndose al capitán – arranchados y terminada de trincar la cubertada – justifica su comunicado don José al tiempo de dejar los guantes de maniobra al pie de barra y solicitar de Antonio el camarero un café con leche.

– De acuerdo – responde don Alejandro mirando instintivamente al reloj que cuelga junto a un ventanillo en el mamparo de babor.

Minutos más tarde, a falta de casi un cuarto de hora para las ocho accede el práctico, acompañado del alumno, a la estancia en donde nos encontramos. Tras aceptar un café se incorpora a nuestra mesa el recién llegado mientras sube el alumno al puente a fin de preparar el cuarto de derrota y encender el radar.

Comenta el portugués el buen tiempo que desde hace meses llevan disfrutando –lo que es primavera en el hemisferio norte allí es otoño– confiando en que pase la época de lluvias sin que se produzcan las habituales y temidas inundaciones. Finaliza la reunión cuando apenas falta algún minuto para las ocho. Instantes después, con el primero a proa, el tercero a popa y capitán, alumno, Nely y yo en el puente, coloco en el telégrafo Atención a la Máquina respondiendo ésta de inmediato e iniciándose a continuación la maniobra de salida.

Una vez desatracados reviramos con la ayuda de un remolcador, tomado a proa, llevando poco a poco a ésta hasta dejar quince grados abierto por estribor el extremo del promontorio rocoso que cierra, por su parte sur, la bahía de Delagoa. Navegamos ya avante poca, en demanda de la primera pareja de boyas que delimitan la canal de entrada, cuando largamos el remolque. Minutos más tarde, al poco de dejar la roja a popa del través de estribor, se ordena parar la máquina. Tras despedirse práctico y capitán, deseándose respectivamente buen viaje y mucha suerte, cojo el timón a fin de que el alumno acompañe a aquél hasta la escala. Una vez nuestro asesor en la maniobra a bordo de su lancha damos avante media al tiempo que se le notifica al primer oficial el listos a proa. Poco después indicamos a la máquina mediante el acústico el fin de la maniobra llevando el telégrafo, tras completar varios pasos por todo su recorrido, a la posición de Avante Toda.

De nuevo el alumno en el puente hacemos fijo el timón al tiempo que se conecta el automático, gobernando al ochenta y siete de la giroscópica. Con el tercer oficial recibiendo en la derrota órdenes del capitán y el marinero de guardia junto al telégrafo, abandonamos Nely y yo el puente dirigiéndonos al camarote de pasaje que ocupamos desde que salimos de Bilbao. Son casi las nueve y media y es conveniente dar una cabezada antes de entrar de guardia a medianoche.

Falta algún minuto para las doce cuando irrumpimos Nely y yo en el cuarto de derrota. Sobre la mesa y bajo la luz de un flexo observo una carta que abarca la costa oriental de Africa, desde el sur del canal de Mozambique, frente a la isla de Madagascar, hasta Cape Agulhas. Una vez en el puente, y sin saber dónde se encuentran exactamente debido a la oscuridad reinante, saludamos al tercero y al marinero de guardia.

– Buenas noches – contestan a dúo dos voces provenientes de sitios opuestos.

– ¿Alguna novedad, Fernando? – pregunto dirigiéndome al tercer oficial a quien ahora distingo perfectamente, una vez iluminado el puente por una espléndida luna que ha dejado atrás los deshilachados cirros que la ocultaban.

– Navegamos al ciento noventa, mar y viento completamente en calma, visibilidad buena y ningún barco a la vista – es la contestación del tercero, un manchego de Ciudad Real afincado en Tenerife.

Una vez los dos junto a la mesa de derrota observo la situación en la carta al cambio de guardia. Tomo con el compás de puntas, sobre el rumbo trazado, la distancia hasta estar de través con el cabo Vryheid, calculando que alcanzaremos tal posición en menos de tres horas, y desde donde habrá que dar rumbo a pasar a cinco millas al este verdadero de Richards Bay. Con un buenas noches, por mi parte, y un buena guardia por la suya nos despedimos.

La noche se presenta absolutamente tranquila. En un cielo cuajado de estrellas la luna llena ilumina la superficie de una mar completamente en calma.

Transcurre la guardia con total normalidad encontrándonos a las dos horas y quince minutos de través con el faro de Vryheid y a siete millas de distancia, enmendando el rumbo veinte grados a estribor hasta hacer nuestra proa el doscientos diez. Navegamos, desde nuestra última situación, tres millas al este del cabo de Delagoa, a una velocidad de dieciséis nudos y medio atribuyendo la sobremarcha al efecto de la corriente de las Agulhas que recorre la costa sudafricana del Indico en dirección norte sur.

Son las tres de la mañana cuando, apoyados en el pasamanos del alerón de estribor, disfrutamos Nely y yo de una apacible noche. Observamos, por tierra nuestro, luces de otros barcos que navegan hacia el norte beneficiándose de la contracorriente que se genera en las proximidades de la costa. En el horizonte, por babor, lo que sin duda debe de ser un enorme supertanque, a juzgar por la gran distancia que separa sus topes, nos va ganando poco a poco la proa.

Y así, rodeados de esa absoluta tranquilidad que únicamente la inmensidad de la mar proporciona, acabamos a las cuatro nuestra guardia dejando el barco en manos de don José, primer oficial, retirándonos al camarote…

Recuerdo que aquel día desayunamos Nely y yo lentejas y filete de cerdo con patatas. Y si digo que desayunamos lentejas y filete de cerdo con patatas es porque precisamente esto fue lo que nos sirvieron en la cámara cuando, tras levantarnos y asearnos, bajamos a comer. Ciertamente no parece un desayuno apetecible pero a bordo la guardia de las doce sale de la cama poco menos que para almorzar con lo que el cuerpo, aunque recién puesto en pie, se habitúa a engullir lo que haya.

Aquella guardia transcurrió con toda normalidad. Navegábamos al doscientos veinte desde el este de Richards Bay y no cambiaríamos el rumbo hasta encontrarnos al través de East London, ya en la región de Eastern Cape. El tiempo era espléndido. Me situé con el radar al través de Durban verificando que habíamos caído un par de millas a babor y que nuestra velocidad desde la situación anterior se había incrementado en casi tres décimas. Lógicamente la corriente seguía actuando en la misma dirección pero su velocidad era todavía mayor.

Tras la cena nos reunimos, como todas las tardes, en el bar de la cámara de pasaje a fin de disputar nuestra habitual partida de cartas. Capitán y mayordomo contra el tercero y yo mientras Nely se entretenía haciendo solitarios en la mesa de al lado. Fue entonces cuando entró con cara de preocupación el telegrafista entregando a don Alejandro un parte meteorológico de la estación costera de Cape Town. Una vez lo hubo leído el capitán detenidamente se lo alargó al tercero para que nos informara de su contenido. Decía así:

«Aviso de temporal duro del oeste. Cape Town radio sitúa una profunda depresión en cuarenta grados treinta minutos latitud sur y cinco grados longitud este, desplazándose hacia el nordeste. Presión de 745 mm. Vientos del tercer cuadrante de 35/40 nudos de velocidad. Mar gruesa con áreas de muy gruesa y visibilidad reducida a causa de fuertes aguaceros».

Tras hacerse un prolongado silencio, tiempo empleado por cada jugador en calcular mentalmente la situación actual de la baja y de qué manera podía afectarnos en las próximas horas según su desplazamiento previsto, se excusa el capitán al tiempo de levantarse para dirigirse al puente en donde primer oficial y alumno montan su guardia correspondiente. Pocos instantes después seguimos, el tercero y yo, los pasos de aquél mientras Nely permanece en su mesa con cara de preocupación y las cartas en la mano.

Una vez en el cuarto de derrota, y después de ser informado el primero del contenido del radio recibido, se extiende sobre la mesa una carta de punto mayor que abarca desde los veinticinco a los cincuenta grados de latitud sur y desde el meridiano de Greenwich hasta los cuarenta grados de longitud este.

Situadas sobre la carta las coordenadas de la depresión y una vez trazada su trayectoria prevista observamos que cruza nuestra derrota en un punto próximo al sur verdadero de Cape Agulhas. Dicha posición la alcanzará previsiblemente el meteoro, estimándole una velocidad media de traslación de veinticinco nudos, en unas treinta horas, es decir, doce antes de que lo hagamos nosotros.

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Una vez asumida por todos la idea de que no existe otra alternativa que cruzarnos con la depresión –prácticamente navega de vuelta encontrada– ordena el capitán al primer oficial asegurar y reforzar todas las trincas de cubierta y toldilla, aferrar los frenos del molinete y colocar los estopores sobre las cadenas de las anclas, chequear los accesos a pañoles y casamatas comprobando que se encuentran debidamente cerrados y colocar tapas ciegas en portillos y ventanillos de todos los alojamientos del buque incluidos los del frente del puente hasta la cámara de pasaje. Los trabajos comenzarán a efectuarse mañana día 23 a partir de las ocho horas.

Requerido el oficial radiotelegrafista en el puente de mando es instruido en el sentido de permanecer en estado de máxima alerta durante las horas de escucha, poniendo en conocimiento del oficial de guardia cualquier tipo de información obtenida en relación con la evolución de la Baja. Recibirá y comunicará al puente todos los boletines meteorológicos que emita Cape Town radio o cualquier otra estación costera próxima, así como de la más escueta información proveniente de la estación radio de algún buque que se encuentre en la zona.

Dada por concluida la informal reunión de oficiales nos dirigimos al bar, quedando en el puente la guardia, a fin de continuar con nuestra interrumpida partida. Se excusa el capitán antes de retomar el juego acudiendo en busca del jefe de máquinas a fin de ponerle en antecedentes de la situación.

El día 23 transcurrió sin más novedad que el sobresalto que nos produjo un Aviso de temporal de Walvis Bay Radio en el que comunicaba que la depresión continuaba profundizándose. Su centro se situaba en los cuarenta grados de latitud sur y quince grados treinta minutos de longitud al este del meridiano desplazándose en dirección este. La presión había descendido hasta los 740 mm. observándose vientos de cincuenta nudos y mar arbolada.

Situados con el radar a doce millas al sur verdadero de cabo Bisho, punto más oriental de la bahía de East London, dimos un rumbo diez grados más al sur del trazado en la carta al objeto de abrirnos de la costa. De esta forma pasaríamos a quince millas de Port Elizabeth y recalaríamos a dieciocho al sur de Cape Agulhas.

A bordo el barómetro, tal y como se reflejaba en el Diario al final de cada guardia, había iniciado un lento pero inexorable descenso. El viento, ahora ya de poniente, no pasaba de fuerza tres recalando una mar tendida del sudoeste con olas de hasta unos dos metros de altura.

Estas condiciones habían permitido realizar el trabajo ordenado la víspera por el capitán quedando el buque, poco antes de mediodía, perfectamente arranchado y en las mejores condiciones para enfrentarse al tiempo que se nos avecinaba.

La primera guardia del día 24, de cero a cuatro horas, discurrió con total tranquilidad pese a que el barómetro continuaba bajando y el viento se hacía más largo. Tuve que maniobrar a un enorme petrolero –aun cuando veía mi roja por su costado de estribor– dando la vuelta en redondo con tiempo suficiente e ir buscando su popa hasta volver nuevamente a rumbo. Ciertamente no me sentó nada de bien la jugada del supertanque.

Fue al entrar Nely y yo de guardia tras la comida cuando comenzamos a apreciar que teníamos la Baja muy próxima a nosotros. Incomprensiblemente, el viento, que había rolado al noroeste y arreciaba por momentos, mataba la mar tendida del sudoeste observándose gran abundancia de borreguillos al tiempo que se producían continuos rociones.

Sería poco después de las tres de la tarde cuando distingo sobre el sucio horizonte de la mar cómo se nos aproxima a gran velocidad, unos treinta grados abierto por estribor, un pequeño frente de blanca espuma. Pequeño en la lejanía pero de regular tamaño cuando compruebo el burbujeante fenómeno a través de los prismáticos. No sé ciertamente a qué atribuir aquella forma de arder la mar pero sí puedo precisar que, lo que sea, mantiene un rumbo opuesto al nuestro. Comento con Nely y el marinero de guardia el hecho, no encontrando ninguno de ellos explicación alguna al suceso. Pasados unos minutos, hallándose la cabecera de aquella ola de espuma próxima a nuestro través, observo con los prismáticos desde el alerón que se trata de un enorme banco de delfines que navega en ordenada formación huyendo despavorido de algo que les persigue. Pienso preocupado, durante los tres o cuatro minutos que tardamos en cruzarnos con aquella perfectamente estructurada caravana de mamíferos, que vienen escapando de algo que les achucha. No encuentro otra causa que no sea el mal tiempo.

A las cuatro de la tarde dejamos la guardia con viento frescachón del oeste y fuerte marejada del mismo punto encapillando ya el buque algún golpe de mar por la proa. Sobre la mar la espuma es arrastrada en dirección del viento empezando a alinearse a son de éste. El barómetro ronda los 745 mm. de presión.

Hoy, durante la cena, el único tema de conversación ha sido el tiempo. Desde la cámara de oficiales se perciben las continuas embestidas de la mar contra las amuras del buque coincidiendo cada impacto con un brusco pero corto cabeceo. Se ha moderado la máquina contabilizándose noventa y dos revoluciones por minuto en lugar de las ciento diez a las que navegamos habitualmente.

Tras jugar una, más corta que de costumbre, partida en el bar, nos retiramos Nely y yo al camarote mientras el capitán sube al puente en donde el tercero monta ya su guardia.

Una vez acostado me duermo de inmediato cuando no han dado todavía las nueve de la noche.

El primero de los tres toques en la puerta me saca de un profundo sueño. Tras el último contesto al marinero haciéndole ver que estoy despierto pero no me muevo de la cama. Con los ojos abiertos dejo pasar unos minutos esperando sentir un fuerte cabeceo, que no se produce, mientras cuento las revoluciones de la máquina. Es en el momento de poner los pies sobre el suelo cuando noto cómo se eleva la parte de proa del buque para caer con fuerza a continuación quedándose prácticamente parado. Desde el cuarto de baño escucho silbar el viento diciéndole a Nely que no se levante. Minutos más tarde subo al puente sujetándome en los mamparos.

El hecho de ver al capitán sentado en el sillón de la derrota me corrobora que las cosas no han mejorado sino todo lo contrario. Tras darnos los buenos días –nunca mejor dicho que por decir algo– nos aproximamos a la mesa al tiempo que llama al tercero. Una vez reunidos los tres junto a la carta me indica nuestra situación estimada a medianoche tras haber marcado el faro de Mosselbaai a las 22 30 horas por el través y a diecisiete millas de distancia.

– Navegamos al doscientos treinta y no creo que andemos más de once nudos por lo que estaremos al sur de Cape Agulhas sobre las dos de la mañana – continúa el capitán con sus cálculos e indicaciones – avísame a falta de un cuarto de hora o antes si lo estimas conveniente. Buena guardia.

Una vez sale de la derrota don Alejandro, seguido del tercer oficial, paso al puente dando los buenos días al marinero de guardia. Apoyado sobre la giroscópica recorro el horizonte con los prismáticos no observando luz alguna a pesar de que esta noche la visibilidad – será lo único – no es del todo mala.

Arrecia el viento, según transcurre la guardia, arrancando amenazadores silbidos de la arboladura al tiempo que los rociones producidos al impactar los golpes de mar contra las amuras del buque comienzan a alcanzar el puente. El fuerte cabeceo ya es continuo.

Faltan casi treinta minutos para las dos cuando enciendo el radar. Al tercer barrido del haz por la pantalla observo, treinta grados abierto por estribor y a una distancia de veintidós millas, un tenue eco que debe de corresponder al extremo más meridional de Africa, Cape Agulhas. Trazada sobre la carta la correspondiente demora compruebo que continuamos cayendo al norte y que la velocidad desarrollada desde nuestra anterior situación en Mosselbaai no alcanza los ocho nudos.

– De seguir así, que irá a peor, no estaremos al sur de cabo Agujas antes de las cuatro de la mañana – pienso en voz alta.

Un cuarto de hora más tarde vuelvo a marcar el eco, ahora ya sin ninguna duda de qué es lo que representa, cerciorándome de que mis cálculos son correctos tras lo cual enmiendo el rumbo cinco grados a babor.

Un pantocazo bastante más fuerte que los demás hace estremecerse al buque dejándolo completamente parado. Se dispara alguna alarma en la máquina cayendo de inmediato el régimen de revoluciones. Instantes después entra el capitán en el cuarto de derrota.

Tras informarle de nuestra situación y verificarla sobre la carta nos dirigimos al puente desde donde observamos cómo rompe la mar contra nuestra proa embarcando gran cantidad de agua sobre el castillo.

Algún minuto más tarde se presenta en el puente el segundo maquinista informándonos de que existe problema con un inyector y que van a tratar de solucionarlo sin tener que parar. Será cosa de media hora durante la cual sólo se podrán dar sesenta revoluciones.

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Aunque más moderados todavía, el buque continúa recibiendo con fuerza los embates de la mar que, ahora sí, comienza a adquirir una altura considerable. Observo, a través del ventanillo del cuarto de derrota, cómo pasan grandes olas hacia popa con rompientes en sus crestas. La espuma es arrastrada en nubes espesas al tiempo que la mar empieza a rugir. Intuyo que voy a vivir un día inolvidable. Pienso en Nely.

Quince minutos después de avisar el marinero de guardia al primer oficial aparece éste en el puente. Son las cuatro de la mañana. Tras saludarnos recíprocamente con cierto gesto de preocupación reflejado en el rostro comentamos con el capitán la situación que estamos atravesando; El barómetro se ha estabilizado en los 735 mm. y parece que se resiste, afortunadamente, a bajar más. El viento, de fuerza ocho o nueve, se mantiene de poniente con ocasionales giros a noroeste, la mar se va haciendo cada vez mayor y la visibilidad es bastante reducida.

Una vez consignados en el Diario los datos al término de mi guardia y los acaecimientos ocurridos durante la misma, bajo al camarote con la idea de tranquilizar a Nely a quien imagino bastante inquieta. Me sorprendo cuando la encuentro incorporada en la cama quejándose del ruido que producen los cajones de los armarios al abrirse y cerrarse con cada cabezada. Por mi parte quito importancia al mal tiempo haciéndole ver que ya ha pasado lo peor y que en cuestión de horas mejorará. Apago la luz, tras decirle que se olvide de los ruidos y procure dormir un rato, dirigiéndome a continuación al puente.

Una impresionante cabezada está a punto de hacerme caer al suelo cuando paso frente a la entrada de la cámara de pasaje. Noto cómo se acelera la máquina al haberse quedado la hélice fuera del agua. Fuertemente agarrado al pasamanos continúo mi camino entrando con dificultad en el cuarto de derrota. No veo a nadie; capitán, primer oficial y marinero de guardia deben de encontrarse todos en el puente. El rugido del viento es ensordecedor y el suelo se encuentra anegado de agua. Siento pisar sobre algún cuerpo extraño cuando descubro al primer oficial y al marinero, iluminados por la luz de una linterna que sujeta el jefe de máquinas, intentando colocar un tablero contrachapado sobre una de las ventanas del frente del puente. Distingo asimismo, junto al telégrafo, al oficial radio.

Pasados unos instantes de confusión empujo con una escoba hacia la zona del altillo del alerón de babor los trozos de cristal.

Treinta minutos después de las cinco nos situamos con el radar a catorce millas al sur de Cape Agulhas dando rumbo para dejar Buena Esperanza doce millas por el través de estribor. Gobernamos a mano. Observo el barómetro comprobando con satisfacción que ha subido hasta los 739 mm. Afortunadamente también parece que la intensidad del viento ha tocado techo.

Debido a la oscuridad reinante, tanto en el exterior como en el interior del puente, trato de calcular la altura real de las olas disponiendo como único dato de la inclinación longitudinal que toma el buque. Percibo nítidamente cómo inicia un lento ascenso con fuerte pendiente hasta coronar, segundos después, la cresta, cayendo a continuación pesadamente al tiempo que acelera su marcha en busca del seno siguiente.

Ha pasado una hora. Se escuchan fuertes golpes en la cubierta. Rezo porque amanezca.

Y comienza a amanecer…

Nunca hubiera imaginado que pudieran existir montañas de mar tan enormes ni tampoco que un barco fuera capaz de salir airoso de aquello. En mi, todavía corta, vida de marino nunca había visto algo ni tan siquiera parecido. Temporales en la costa de Portugal, el golfo de Vizcaya o el mar del Norte, nada, absolutamente nada tienen que ver con lo que tengo ante mis ojos…

Olas excepcionalmente grandes con altivas crestas empenachadas que se revientan por su parte más alta arrojando toneladas de espuma. Enormes cascadas de mar que se desploman brutalmente sobre el castillo de proa rompiéndose a continuación contra la carga estibada en cubierta hasta terminar golpeando, todavía con fuerza, el frente del puente. Agua que vuelve a la mar con inusitada rapidez achicando los imbornales como si de mangueras a presión se tratara. Mar que aparece completamente blanca y que produce un rugido intenso. Y encima de todo esto, recortándose en el cielo, dos grandes pájaros aproados al viento parecen encontrarse aguardando algo.

A medida de que transcurren las horas comienza a amainar el viento. Son las ocho de la mañana cuando entra el contramaestre en el puente comunicando que han faltado las trincas en dos vehículos estibados en la toldilla encontrándose seriamente dañados. No han ido a la mar al quedarse encajonados entre la casamata y la tapa de la bodega del cinco. Informa asimismo de que se ha rendido una estiba de pallets de baterías trincada sobre el barandillado de la redonda de popa habiendo desaparecido los encerados, gran cantidad de cajas y diez o doce metros de pasamanos.

Tras conocerse las averías producidas en la parte de popa, en teoría la menos afectada, ordena el capitán al jefe de los subalternos que reúna en el comedor de maestranza a los marineros aguardando allí sus instrucciones pero que, bajo ningún concepto, salga nadie a cubierta.

Miro el reloj cuando me acuerdo de Nely. Son casi las nueve y media y desde las cuatro de la mañana no sé nada de ella. Advierto al primero que voy al camarote iniciando al instante el corto pero difícil camino. Sujetándome con fuerza en los pasamanos consigo llegar junto a ella sin más contratiempo. Se encuentra acostada contra el mamparo tratando de sujetarse metiendo una pierna entre aquél y la cama. Por el suelo corren cajones y sillas mientras las puertas de los armarios se abren y cierran al son de cada cabezada. En el camarote reina un completo desorden. Insisto en que no se levante y en que el tiempo tiende a mejorar. Me despido de ella dirigiéndome a la cocina.

En los fogones también se capea el temporal. Un perfecto entramado de barras metálicas evita el desplazamiento de los pucheros sobre el fuego facilitando la labor de cocinero y marmitón. Hoy no se ha podido hacer pan y tampoco habrá sopa. Hervido de vainas con patatas y carne a la plancha será todo ¡ah!, y de postre, naranja. Aprovecho mi estancia en la cocina para calentarme el estómago con un café de pucherete y encender un cigarrillo.

De vuelta en el puente observo que la situación continúa evolucionando. El viento ha rolado al norte, amainando considerablemente, mientras que una enorme mar de redondeadas crestas recala del noroeste. Nos aguantamos a la capa dando la amura de estribor al tiempo. El espectáculo es impresionante…

Asciende el buque por aquellas montañas de agua poniendo la proa al cielo hasta alcanzar la cima, para caer a continuación hacia un profundísimo barranco que parece no tener fondo. Es en este momento cuando, elevando la vista hacia la cresta que se nos viene encima, pienso que, indudablemente, va a sepultarnos. Pero afortunadamente no es así; comienzan a enderezarse los ciento cinco metros de eslora del «Duero» apuntando primero su proa a la medianía de aquella pared de agua para, poco a poco, terminar de empinarse hasta coronar con éxito la imponente mole.

– Esta ha pasado, ¿será la próxima la que nos trague? – me pregunto para mis adentros.

Son las doce del mediodía y me parece que esta guardia la monto solo. Tras comer con Nely en el camarote unas vainas hervidas con patatas y una naranja he subido al puente. Las anotaciones del tercer oficial en el Diario, además de la sola presencia de éste, invitan al optimismo: Presión 743 mm., viento norte de fuerza 5, mar gruesa del noroeste y visibilidad regular.

Desde el alerón de babor observo la carga estibada en cubierta advirtiendo, a simple vista, daños de cierta consideración. Vehículos que se golpean entre sí, cajones que han roto sus trincas y se amontonan junto a las casamatas de las bodegas del tres y del cuatro además de un contenedor de diez pies que aparece empotrado contra la entrada del pañol de proa, frente a la carpintería. Pero lo que más me llama la atención es un espacio vacío sobre la tapa del dos en donde yo juraría que se habían cargado unos cadres de efectos personales el mismo día de la salida.

A medida de que transcurre la guardia van mejorando notablemente las condiciones meteorológicas. El viento se mantiene del norte perdiendo intensidad al tiempo que la altura de las olas va decreciendo paulatinamente. Aumenta la visibilidad y hasta un tímido sol comienza a abrirse paso entre los espesos cumulonimbos.

Tras recibir del capitán, poco antes de las dos de la tarde, las instrucciones pertinentes en cuanto a la navegación se refiere, conecto el piloto automático mandando al marinero a cubierta en donde el primer oficial, junto con el contramaestre y resto de subalternos, comprueban el alcance de las averías producidas antes de proceder a asegurar de nuevo la carga corrida.

Cuando son exactamente las quince horas treinta minutos del día 25 de mayo me sitúo mediante el radar a seis millas al oeste verdadero del cabo de Buena Esperanza dando rumbo a continuación hacia cabo Palmas, en la frontera de Liberia con Costa de Marfil. Es el momento en que entra Nely en el puente abrazándonos con fuerza mientras a poco más de cinco mil millas por la proa nos aguarda Inglaterra.

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