<<<

Viernes catorce de julio de mil novecientos sesenta y nueve.

Puerto de Altea.

En plena semana de fiestas de la Virgen del Carmen

y a falta tan sólo de unos minutos para que den las seis de la tarde…

Una inusual animación se observa en el recinto portuario. Atracadas a los dos muelles, un elevado número de lanchas, pequeñas embarcaciones y yates de menor porte calientan motores aguardando con impaciencia su inmediata salida a la mar. Sobre aquellos, un incesante ir y venir de vehículos evidencia que el acontecimiento es de envergadura al tiempo que hace peligrar la integridad física de los cientos de curiosos que pretenden presenciar in situ tan extraordinario evento. El alborozado son de la dulzaina y el tabalet acompaña a una nutrida representación municipal encabezada por el propio señor alcalde. La práctica totalidad de miembros de la comisión festera cierra el cortejo tras el que, unos metros más atrás, un inexpresivo larguirucho aplica a intervalos regulares su puro encendido a la mecha de un cohete. Las mozas están francamente guapas, a pesar de sus absurdos trajes regionales, y los mozos son felices porque estrenan alpargatas. Se está viviendo sin duda uno de los hechos más relevantes de aquel verano del sesenta y nueve: la salida del Rally Motonáutico Altea-Ibiza.

Gracias a la amistad que une a mi padre con el armador de una de las embarcaciones participantes nombrada «Chipirón», aunque más conocida por «La Botellera», y adscrita al folio sesenta y nueve de la quinta lista, he sido invitado a patronear la citada lancha en la competición que a punto está de iniciarse. Resaltar que además de la referida amistad de mi padre con el propietario de la embarcación se valora mi recién estrenada titulación de Alumno de Náutica así como la experiencia adquirida, durante diferentes embarques, en buques de recreo y pesqueros de pequeño porte, todo ello en cortas navegaciones a la vista de la costa.

«La Botellera», que debe su apodo a la desmesurada cantidad de continentes alcohólicos que desde que se botara han albergado sus pañoles, es una canoa tipo Tintorera, construida en los propios astilleros Orozco, de siete metros de eslora y cerca de tres toneladas de desplazamiento. Impulsada por un motor intra-bordo, marca Volvo, de ciento veinte caballos puede desarrollar una velocidad máxima de veinticinco nudos.

Presentada la embarcación haremos lo propio con sus tripulantes:

El armador, un reputado industrial de Madrid, don Lorenzo del Arrabal, es hombre de unos cincuenta y pico años, simpático, dicharachero y como no podía ser de otra forma gran aficionado al frasco. Desde hace ya algún tiempo disfruta de los veranos con su familia en Altea alternando los paseos por mar con los colocones por tierra. Gusta de figurar y de que se le oiga, no echándose jamás atrás a la hora de rascarse el bolso.

Como marinero figura enrolado don Matías Lloret Alvado –Matíes para los amigos– acreditado juerguista de la noche alteana y de la de los innumerables lugares que ha visitado debido a su condición de inveterado navegante, hogaño viajante y, de toda la vida, perfecto liante. De mediana estatura y ensortijadas patillas se manifiesta con aflautada voz de mariquita al día siguiente de pillar sonados bolillones o comparecer en bullas de cierta entidad.

Dicho queda con anterioridad que como patrón de papeles y ostentando el mando de la embarcación se encuentra quien esto suscribe.

Bien pues, hechas las debidas presentaciones retomemos sin más demora la narración no vaya a ocurrir que nuestros apasionados lectores pierdan ripio precisamente ahora que se acerca uno de los momentos más notables de esta historia…

– ¡Pun! – Un cohete más gordo que los demás, encendido con su habitual maestría por el larguirucho de marras, hace despertar otitis latentes en la mitad de los congregados mientras deja sordos de por vida a la otra mitad. Ladran desaforadamente los perros del vecindario mientras el personal foráneo, preso de pánico, corre despavorido hacia la torreta del faro verde en busca de refugio seguro aparentando querer hacerse con un puesto de privilegio para presenciar la salida.

Es el momento en que una veintena de veloces embarcaciones ponen proa a la bocana haciendo rugir sus potentísimos motores. Imponentes surtidores de agua brotan de sus popas convirtiendo por unos instantes el interior de la dársena en vistosa fuente de plaza pública. Pitos, sirenas y bocinas despiden desde otros barcos a los regatistas mientras los más románticos hacen sonar sus caracolas y los más liberales sus propios cuernos.

A bordo de la «Botellera» nos tomamos las cosas con calma. Mientras yo gobierno a pocas revoluciones en demanda de la bocana y Matíes arrancha la embarcación estibando las defensas bajo cubierta y adujando cabos en el pequeño pañol de proa, don Lorenzo se atiza su segundo pelotazo en la amplia bañera de popa. Una vez fuera de puntas y tras dar el conveniente resguardo a la escollera del muelle de levante ponemos rumbo al peñón de Ifach dejando su parte más oriental una cuarta abierta por babor. Progresivamente voy accionando la palanca del gas hasta llevarla a una posición coincidente con los tres cuartos de máquina. Para entonces, más de una docena de indocumentados navegantes nos han tomado considerable delantera impulsando sus embarcaciones a todo full camino de Denia, destino final de esta primera etapa.

Aunque el tiempo es bueno y el viento se encuentra completamente en calma, una mar tendida del nordeste nos hace ir pegando molestos pantocazos. Consulto con la mirada al armador si estima conveniente bajar de revoluciones el motor contestándome que quien tiene que bajar a la camareta es Matíes y traerse los vasos y el hielo. Minutos más tarde, de través con el morro de Toix, brindamos por el feliz desenlace de la aventura que acabamos de iniciar.

Dentro ya de la pequeña ensenada de Calpe observo, por la aleta de babor y a una distancia aproximada de un cuarto de milla, cómo se nos aproxima a gran velocidad una embarcación de más porte que la nuestra. Navega con buena parte del casco fuera del agua embistiendo a la mar con inusitada furia a la vez que embarcando continuos rociones. En la bañera de popa, media docena de tripulantes impecablemente uniformados de blanco se aferran con fuerza a los mamparos para no salir despedidos de tan agitadísima coctelera.

Minutos más tarde, ganado ya nuestro través, nos saludan como pueden, estando a punto alguno de ellos de caer a la mar. Correspondemos con una mano a la cortesía mientras sujetamos el vaso de whisky con la otra. Instantes después puedo leer en su espejo de popa «El Porrompompero», nombre poco apropiado para un barco de sus características aunque sí para las de sus tripulantes.

Dejamos atrás el peñón abriendo nuestro rumbo unos grados a estribor. Proa ya al cabo de la Nao observamos, por tierra nuestro, cómo el grueso del pelotón se mantiene agrupado tratando unos barcos a otros de arrebatarse la cabeza.

De través con Moraira propone el armador atizarnos un culín a fin de ayudar a digerir unos pistachos que ha sacado Matíes de su capacho ibicenco. Aceptada la propuesta nos relajamos con el exquisito sorbete mientras, a simple vista, parece que la «Botellera» va reduciendo diferencias con los escapados.

A medida de que el sol va cayendo refresca el viento, rolando más a levante, al tiempo que aumenta la marejada. Enmiendo nuestro rumbo unos grados a estribor, a fin de abrirnos algo más, tratando de evitar con ello el desagradable contraste que, entre la mar tendida que recala de fuera y la que despide la costa, debe de estar produciéndose en las proximidades del cabo.

Marco, en el momento de estar a rumbo, por encima de la farolera roja de babor al grupo de cabeza observando minutos más tarde, al repetir la marcación, que le vamos ganando la proa. Advierto cómo mar y viento continúan rolando al sudeste comenzando nuestra embarcación a recibir el tiempo por el través.

Un moderado balance pone fin al molesto cabeceo. Es entonces cuando llevo la palanca del gas a fondo enmendando nuestro rumbo hasta dejar San Antonio abierto una cuarta por babor consiguiendo una empopada que nos hace volar. Nuevos tientos a la botella, que ya comienza a mostrar evidentes signos de agotamiento, celebran nuestra bien estudiada derrota.

Con Jávea por la amura dejamos atrás al «Porrompompero» que navega moderado como consecuencia de alguna avería en el motor o por el deterioro físico que han debido de sufrir sus inexpertos tripulantes. Poco después, a la altura de San Antonio, damos alcance a la mayoría de los barcos que, por tierra nuestro, navegan en peores condiciones.

Dan las ocho y media de la tarde cuando, a escasos veinte metros del muelle de poniente del puerto de Denia, desembrago la máquina realizando una señorial arribada al entrar majestuosamente impulsados por el golpe de mar que traíamos a popa.

Tras dar dos cortas coderas a un sólido pantalán y hacer firme a proa la gaza de un boyarín, todo ello a indicación de uno de los marineros del club, descorcha Matíes una botella de champán a fin de celebrar lo exitoso de nuestra primera singladura. Minutos más tarde recoge el armador su exiguo petate despidiéndose fraternalmente de patrón y marinero –hecho que produce en mí gran extrañeza– hasta la vuelta de Ibiza. Ya en tierra se dirige apresuradamente hacia un pequeño descapotable rojo del que desciende una espléndida rubia de generosas formas y manifiestos tintes de secretaria quien le obsequia con un cariñoso mimo antes de acomodarse ambos en el interior del vistoso automóvil.

– ¡Cojones con don Lorenzo! – exclamo sorprendido mirando a Matíes quien no puede disimular una cómplice sonrisa.

– ¿Y ahora, qué hacemos? – pregunto al pícaro marinero, comenzando a preocuparme por nuestra situación.

– J’ai ici la solution, mon capitain, – responde el tenaz parrandero en correcto francés, aprendido sin duda cuando embarcado frecuentaba los más sórdidos tugurios de la costa gala, al tiempo de extraer de su capacho un voluminoso fajo de apretados billetes de mil pesetas.

– ¡Caramba con el capacho! ¡Si parece la chistera de un mago! – exclamo ahora, ya más tranquilizado, intuyendo el ingenioso plan del armador que va a pasarse dos o tres días de garabatillo con la periquita empleando como tapadera su participación en el rally.

Tras repostar de gasolina los tanques, baldear la cubierta con agua dulce y ducharnos, aprovechando el baldeo, nos dirigimos vestidos de calle hacia el club náutico en donde a las veintidós horas está prevista, en su sala de juntas, una reunión de patrones al mando de las embarcaciones participantes.

Hacemos tiempo en la cafetería del club entrando pronto en contacto con alguno de los asistentes más madrugadores, así como con la exquisita cerveza que expende el citado establecimiento. Cuando faltan escasos minutos para las diez de la noche un rollizo cincuentón de pierna corta y cuidada barba, que se presenta como un alto dirigente de la institución, nos invita a pasar al salón en donde ya esperan los abstemios que, por otra parte, no son tantos.

Debido al selectivo carácter de la convocatoria, Matíes y su sorprendente capacho no pueden acceder a la sala dirigiéndose mi primero –bueno, mi primero y último pues únicamente somos dos– a darse un paseo por la villa, quedando en estar de regreso sobre las once y media, hora a la que está prevista la clausura de la asamblea.

Dentro ya de la espaciosa sala de juntas ocupo un asiento de las últimas filas junto a unos escrupulosamente uniformados navegantes, con profusión de galones en hombros y bocamangas además de brillantes entorchados en garganta, nariz y oídos.

En la presidencia del acto se sitúan las autoridades. Cuatro personas de mediana edad, aun cuando queda un lugar vacío a la izquierda del que lleva la voz cantante, nos son presentadas por éste excusando, nada más tomar la palabra, la presencia del mandamás del novedoso patrullero que piensa acompañarnos durante la navegación hasta la isla.

Tras ser informados por el anfitrión de que el Rally no tiene carácter competitivo sino de excursión, que todos los participantes serán obsequiados con idéntico recuerdo al finalizar el mismo y que las mejores copas de la localidad se sirven en «El Pingüino Azul», toma la palabra otra de las personalidades para hacer determinadas observaciones técnicas acerca de la dificultosa travesía que iniciaremos al alba.

Comienza su perorata inyectando ciertas dosis de tranquilidad al asegurarnos que los barcos estarán en todo momento tutelados por el citado patrullero. Expone a continuación las precauciones a observar durante la salida del puerto, ya que se llevará a cabo de noche y ya se sabe que de noche todos los gatos son pardos. Advierte de los inconvenientes que encontraremos para recalar en la isla de Ibiza pues nos dará el sol en la misma cara, motivo por el cual hace especial hincapié en que llevemos gorra de visera. Insiste, asimismo, en el cambio de destino de la etapa que no será, como estaba previsto, el puerto de Ibiza sino el de San Antonio Abad, en la costa oeste de la isla. Concluye la alocución compendiando el Código Internacional para prevenir los abordajes en la mar bajo su particular afirmación de que «siempre es el otro quien debe de virar».

Breve intervención de otras autoridades, tomando a continuación la palabra quien inició el acto para cerrar el mismo con su expreso deseo de que tengamos una buena travesía y un afectuoso, «Nos vemos… en el Pingüino Azul», (esto último por lo bajo), como despedida.

Ya en la cafetería se entabla un intenso debate entre los asistentes.

– De la carta al timón al revés la corrección – asevera un erudito en la materia sin saber explicar qué quiere decir exactamente su afirmación.

– Y del timón a la carta con poner su signo basta – concluye tan categórica regla otro conocedor del didáctico chascarrillo.

– Navegaremos en conserva – apunta un cachazudo panchimplón de pescuezo corto y pobladas cejas, temeroso de perderse en la soledad del océano.

– ¡Como las sardinas! ¡no te jode!, – enfatiza en tono de desaprobación quien se cree el más intrépido de los reunidos.– El año pasado, aunque desde Valencia, hice con mi mujer la misma travesía en la Trasmediterránea y no nos tuvo que acompañar nadie – justifica el arrojado navegante su pretensión de cruzar el canal cada uno por su lado.

Enzarzados, osado y cachazudo, en agria polémica, aparece mi primero a quien, para estar a tono con las circunstancias, parece ser que también se le han agriado las copas. Su tropezón a la entrada, su sonriente mirada hacia ninguna parte y su tambaleante caminar hacia la barra con el dedo índice levantado en demanda de uno de algo, además del hecho de llevar sujeto el capacho con el sobaco, le delatan.

Me dirijo hacia él con prontitud acompañándole hasta la barra, a la que nos acodamos, solicitando la presencia del camarero. Tras echarnos al coleto un whisky con frutos secos, yo, y un sándwich vegetal, dos croquetas de bacalao y un pepito de ternera, él, requiere del amable sirviente un cuchillo de postre para pelarse un plátano que extrae del capacho. Un café por su parte y un chispazo de escocés por la mía ponen punto y final a nuestra estancia allí abandonando la cafetería no sin antes despedirnos, a la francesa, de todos y cada uno de tan expertos navegantes.

A las puertas del club nos cruzamos con el patrón y varios miembros de la tripulación del «Porrompompero» quienes, a juzgar por el retraso y por la cantidad de grasa que se observa sobre sus protocolarios uniformes, deben de haber arribado con el motor hecho unos zorros.

Ya en la calle, y con el bolillón en vías de disiparse, me propone mi primero acercarnos a tomar una copa al «Conejo de Oro», un pub que regenta su amigo Ortolá, a quien tuvo de contramaestre en el vinatero realizando ambos fructíferos estraperlos con las medias de cristal y los mecheros de gas.

A pesar de que lo del «Conejo de Oro» me suena a puticlú y que el amigo Ortolá debe de tener más conchas que un galápago decido acompañar a Matíes, más que nada porque no ande solo por la calle a la hora que es, que verdaderamente no sé cual es ya que me he dejado el reloj a bordo…

Y a bordo me encuentro cuando la aflautada voz de mondrigueta del marinero a mis órdenes me despierta.

– Anem Rafelet, que ja ixen, – escucho decir a Matíes en su lengua vernácula. (Resaltar que ha montado guardia en cubierta desde que llegamos anoche –¿anoche o hace un rato?– a fin de no quedar descolgados del pelotón).

Abro los ojos sin saber exactamente donde estoy, ¿»El Conejo Azul»? ¿»El Pingüino de Oro»?…

– ¡Los muertos de Ortolá!, – exclamo al tiempo de saltar de la litera.

Tras vestirme con ropa de faena y arrancar el motor salgo a cubierta descubriendo a mi primero con la cabeza dentro de un cubo de agua dulce.

– ¡Larga a popa! – ordeno con presteza al resacoso subalterno al observar los trajines que se traen a bordo del resto de las embarcaciones participantes.

– He largado dos veces y me sigo encontrando fatal – responde mi primero con su circunstancial voz de mariquita y la cabeza chorreando.

Instantes después, tras largar los cabos de popa y desencapillar de la bita de proa la gaza del boyarín, embrago avante iniciando la salida del puerto. Son las cinco de la mañana.

Una vez dejamos la verde del muelle por babor nos llama la atención un pegote de luces en mitad de la mar que, como a media milla de distancia, humea más que Altos Hornos.

No hay duda: el patrullero.

Proa a él, y mientras el resto de participantes comienza a despendolarse, llevo la palanca del gas hasta media máquina. Algún minuto después y con la ayuda de los prismáticos observo la silueta de nuestro buque protector.

La novedosa unidad, según la describió el rollizo gerifalte del club, es un vetusto cascarón de unos cincuenta metros de eslora que en toda su historia marinera no ha debido de servir para nada en concreto. Desplazará unas trescientas toneladas y su velocidad, en el mejor de los casos, no debe de alcanzar los ocho nudos.

– ¡Que le tutele a su tía! – grito al tiempo de hundir a tope el mando del gas dejando por la popa, en cuestión de segundos, al premioso carcamal.

Gobernamos al ochenta y cinco de la aguja, proa a la ensenada de San Antonio Abad en la isla de Ibiza, con mar llana y una ligera brisa del sudeste. La excelente visibilidad y un cielo completamente estrellado hacen presagiar una apacible travesía.

Sale Matíes de la camareta con dos humeantes tazas de café, cuando escuchamos por radio la voz del responsable del patrullero quien, una vez dados los buenos días, nos larga una retahila de recomendaciones a fin de que no nos perdamos ninguno.

Para abrir boca nos informa de la hora correspondiente al orto de sol haciendo hincapié en que será el mejor momento para obtener azimutes. Recomienda tomar alturas del astro rey cuando su elevación sobre el horizonte de la mar sea de, aproximadamente, unos doce grados. Una vez trabajada la correspondiente tangente propone sintonizar la señal del radio consol de Stavanger a fin de conseguir, con la intersección de ambas rectas, una situación de total garantía. Inmejorables condiciones para observar la Polar.

Por lo que a rumbo y velocidad se refiere, aconseja llevar la proa al noventa y cinco de la aguja debiendo de indicar la corredera de barquilla una cifra próxima a los doce nudos.

Instantes después de recibir el mensaje y mientras Matíes y yo nos miramos atónitos a los ojos se entabla, entre los distintos participantes, un encendido debate en las ondas.

Calcular ortos de la tangente, elevar doce grados, aproximadamente, la intersección de los azimutes o tomar alturas del radio consol de Stavanger, son frases que se escuchan en boca de los experimentados patrones, tratando cada uno de aportar su granito de arena en orden a conseguir una buena situación y, consecuentemente, una mejor recalada.

Haciendo caso omiso a patrullero y navegantes mantengo el rumbo inicial observando cómo la totalidad de la flota se sitúa cada vez más a estribor nuestro mientras que, por la popa, el parsimonioso acompañante se ha quedado completamente descolgado.

Minutos más tarde y al tiempo que el marinero saca de su capacho una petaca de cognac para convertir en carajillo el segundo café del día vuelve a escucharse, esta vez en tono autoritario, la voz de alguien de a bordo del cochambroso patrullero…

– La embarcación que navega al norte del grupo (refiriéndose a «La Botellera») enmiende de inmediato su rumbo a estribor a fin de no distanciarse más del resto de la formación. Gobierne al noventa y cinco de su aguja haciendo proa al islote del Vedrá donde recalará la flota; una vez situados den rumbo al puerto de Ibiza. Si no me escucha, dígalo para repetírselo.

Mientras Matíes coge la rueda del timón entro en la camareta, observando la carta de la zona que, junto a un libro de faros, unas paralelas y un compás de puntas, llevamos a bordo. Tras desenrollar el plano dirijo una mirada al contorno de la isla extrayendo al momento dos inequívocas conclusiones: el carajote este del patrullero no está enterado de que nuestro destino no es el puerto de Ibiza sino el de San Antonio Abad, y los tontos del haba del resto de expedicionarios navegan embobados mirando al cielo tratando de descubrir dónde está la Polar.

Establecido contacto con el buque protector y puesto en conocimiento de nuestro interlocutor el cambio de ubicación de la meta de esta segunda etapa, procede aquél a enviar una circular radiofónica a todos los integrantes de la flota ordenándoles seguir al que se encuentra más al norte.

Pasados unos minutos y una vez agrupados todos los barcos, se escucha una llamada anónima, la cual quiero relacionar con el patrullero, rogando que no corramos tanto porque desde luego ellos solos, a San Antonio, no saben ir.

Con el sol todavía deprimido unos grados por debajo del horizonte, una cierta claridad comienza a percibirse. El despejado horizonte que hemos disfrutado durante toda la noche se torna brumoso con la amanecida, al tiempo que un pegajoso ambiente cargado de humedad parece envolvernos. Una vez provistos de sendos chubasqueros observo cómo Matíes rebusca en su capacho ibicenco extrayendo un vistoso pañuelo de colores que, con cuatro nudos, se coloca en la cabeza. Poco después el astro rey, como diría el redicho portavoz del patrullero, tangentea con su limbo superior el nebuloso horizonte de la mar. Amanece…

Ya con el sol fuera, aunque velado por una fina capa de estratos, avistamos en un radio de media milla a la totalidad de las embarcaciones participantes. Navegamos agrupados, como temerosos de quedarnos solos antes de descubrir la isla, recordándome la escena a la de los pollos corriendo detrás de la gallina, con la única diferencia de que aquí la madre de las crías se ha quedado unas cuantas millas por la popa.

– ¿Sabe alguien dónde estamos? – pregunta por radio con trémula voz alguno de los más avezados patrones, – porque yo no veo más que agua – concluye desolado su angustiada súplica.

– ¡Al orto de la tangente! – contesta otro, no sabemos si en plan de coña o ciertamente convencido de encontrarse en la referida posición.

Una sencilla operación aritmética, dos horas y media navegadas por dieciséis millas a la hora, me advierte de que, a la citada velocidad y traducido a tiempo, debe de faltarnos algo menos de una hora para alcanzar la costa. Ya deberíamos de verla de no ser por la reducida visibilidad de que disponemos.

– Puuuuuuuu, – un prolongado sirenazo, proveniente de un barco que navega próximo a nosotros y que más parece una tarta de dos pisos, alerta al resto de la flota de que algo importante ocurre.

– ¡Allí, allí!, – pretenden llamar nuestra atención señalando con el brazo en ristre y el dedo tieso dos de sus encopetados tripulantes desde lo más alto del apetitoso pastel.

Tras coger los prismáticos observo el horizonte en la dirección que señalan los jubilosos descubridores comprobando que, efectivamente, aquel pegote gris oscuro que vela por encima de la calima es tierra. Instantes después, Matíes no sólo confirma mi apreciación sino que se aventura a decir, sin temor a equívoco, que el macizo rocoso que tenemos a la vista corresponde al punto más alto de la Sierra Grossa.

Consulto la carta constatando que, de ser así, pronto divisaremos el extremo norte del acantilado de La Llosa que cierra la ensenada de San Antonio por su parte sur. El reconocimiento de dos islotes de menor relieve, separados poco más de media milla de tierra, terminará de confirmar lo preciso de nuestra recalada.

Minutos después, barajando ya la costa, comienzan a cumplirse todas y cada una de nuestras previsiones, enmendando el rumbo unos grados a babor hasta dejar nuestro destino por la misma proa.

Mientras felicito a mi primero por su diestra arribada, comienzan a adelantarnos por ambos costados las demás embarcaciones. La proximidad de la meta les hace enloquecer, hundiendo con ardor sus aceleradores hasta el puño, al tiempo que ríen escandalosamente una vez liberados del pánico que les atenazaba. Pasan saludando cordialmente los del «Porrompompero», quedando la «Botellera» en último lugar. Es el momento en que saca Matíes un benjamín de su capacho ibicenco al tiempo que propone, con su aflautada voz de mariquita, un brindis por don Lorenzo.

>>>