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Publicado en la Revista General de Marina
Número de Diciembre de 2016
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Si la historia es maestra de la vida,
a la mar le corresponde ser maestra de la historia,
aunque solo sea porque es el origen de todo lo que vive y alienta.
Por eso, todo lo que vemos, todo lo que somos es un fleco, un manantial que fluye del útero vivificador de los océanos. De ahí que la mar, en su excelso magisterio, sea quien puede explicarnos cómo surgió el milagro de la vida, cómo fueron los primeros organismos, cómo y cuándo se produjo el desembarco de las criaturas marinas en la tierra firme y dónde ocurrieron estos sublimes acontecimientos. La respuesta, a la que dedicaremos el presente artículo de Rumbo a la vida marina, la vamos a encontrar en los fósiles (etimológicamente «lo que está enterrado») y en la andadura de la Geología desde que apareció el planeta Tierra. Ambos recursos nos servirán de valiosas ayudas a esa enseñanza a la que hoy estamos convocados en el aula magna de la mar.
Muy lejos de la costa, tierra adentro, lo normal es encontrarse con una mayoría de fósiles marinos:
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Coral rugoso colonial, Era Primaria.
Erizo, Echinus. Posiblemente Cretácico Superior.
Terebrátula, braquiópodo del Jurásico.
A pesar de su aspecto (por convergencia adaptativa), la distancia
que le separa de un berberecho es la misma de un arenque con un caballo.
Belemnites (o «bala de moros»), cefalópodo, posiblemente Jurásico Superior.
(Fotos: colección del autor).
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La palabra «fósil» se refiere a todo resto de animal o de vegetal que vivió en épocas pasadas. Una ciencia específica, hermanada con la Biología y con la Geología, la Paleontología, se ocupa exclusivamente de su estudio. Y no hay que confundirla con la Arqueología, que trata únicamente de los vestigios humanos (cerámicas, utensilios, armas, adornos) ni con la Antropología, que se dedica exclusivamente al hombre y a su evolución.
Los fósiles proceden del lento depósito de materiales que se produjo, precisamente, en una cuenca sedimentaria, como son los fondos marinos, los de los lagos y pantanos y también los deltas y las desembocaduras de los ríos, o sea, lugares idóneos para recibir y acumular materiales que no estaban allí y que se han ido incorporando poco a poco, transportados por las aguas, los vientos y la acción de la gravedad, apilándose en forma de capas con el mismo orden con el que podemos preparar una hamburguesa de varios pisos. En el interior de dichas capas o estratos se intercalaron también los cadáveres de aquellos animales o plantas que fueron genuinos de la época en que vivieron, y ese conjunto, tras un complicado proceso físico-químico llamado diagénesis, en el que son determinantes la presión producida por el peso de los depósitos, el vapuleo de los cataclismos y el largo tiempo del que dispone el proceso para ir tomando forma, terminará convertido en montañas y valles, donde aparecerá la roca sedimentaria que contiene los fósiles.
En virtud de lo dicho, la primera conclusión que podemos sacar sobre el terreno es que las capas de abajo (las más profundas) son más antiguas que los estratos depositados encima, con lo que cada uno de ellos corresponderá a una serie de años determinada y vendrá definido y datado por los fósiles que incluye, que son la representación fidedigna de los seres vivos que existieron en tan lejana y concreta época y que allí dejaron su huella antes de extinguirse. Los estratos, pues, son las hojas del libro de la vida.
Todo lo que atañe a los fósiles es sorprendente y prodigioso. Cuando en nuestras salidas al campo caían en nuestras manos unos seres que sabíamos que habían vivido en el amanecer de los tiempos y que ahora encontrábamos insculpidos en la roca o exentos de ella por haberse desprendido, y los notábamos hechos de su misma sustancia, petrificados, nos invadía un reverencial respeto y no salíamos de nuestro asombro cuando pretendíamos asociarlos a un tiempo cuyas dimensiones nunca hemos terminado de digerir del todo porque ¿cómo era posible que aquella ostra de piedra que acabábamos de encontrar en un monte de Palencia tuviese 500 millones de años? ¡Quinientos millones!, se dice bien pronto. Había momentos en los que nos parecía que casi estábamos jugando a medir el parpadeo de las estrellas en años luz.
Pues sí, lo primero que tenemos que tener en cuenta es que la edad de la Tierra y de la vida se mide en otras dimensiones a las que habitualmente manejan los del turno de 08:00 de la mañana a 17:00 de la tarde con una hora para el bocadillo. Desde luego que no nos va a ser fácil asumir que nos vamos a mover en una escala de tiempos tan fabulosa que únicamente alcanzaremos a racionalizarla si somos capaces de liberarnos de la esclavitud del efímero reloj de pulsera. Nuestro universo apareció hace 15.000 millones de años, el planeta Tierra hace 4.500 y la pirotecnia luminosa y callada de la vida comenzó con las células sin núcleo o bacterias hace 3.500 millones de años con el horizonte resuelto del «ser o no ser». Hace 2.500 millones aparecieron las células eucariotas o con núcleo, que son todas las demás, incluidas las nuestras. Estas últimas son los ladrillos con los que se edificaron todos los animales y plantas pluricelulares. El lento y dilatado fluir del tiempo y la inabarcable variabilidad que garantizaba la reproducción sexual aseguraban la posibilidad de que pudiera aparecer un individuo capaz de resistir las inclemencias del clima o superar las penurias del hambre, y que este elegido fuese el que se iba a reproducir mejor, prolongándose al futuro tras atrincherarse en su oficio —su nicho ecológico— por selección natural (Darwin al canto). Y en ese abanico de posibilidades también se incluiría a un personaje capaz de dejar la mar e irse a vivir en tierra. Faltaría más.
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Tabla de tiempos geológicos
La vida apareció en la Tierra hace 3.500 millones de años.
A una escala más «comprensible»:
si suponemos que la Tierra tuviese un año de edad,
cada día representaría más de 12 millones de años geológicos.
Difícil de digerir la kunderiana levedad del ser humano,
con 82,6 años de edad media para hombres y mujeres.
Fuente de la tabla: http://nico_3.mx.tripod.com/etg.html).
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Y como «peso y medida conservan amistad», que es sabia conseja de castellano viejo, adjunto una escala resumida y muy sencilla de los tiempos geológicos, en la que, dentro del Eón Fanerozoico, nos vamos a centrar en las tres eras clásicas, que son de mayor a menor antigüedad: la Primaria o Paleozoica, o la de los animales antiguos o «de los peces»; la Secundaria o Mesozoica, la de los animales intermedios o «de los reptiles»; y la Terciaria o Cenozoica, la de los animales nuevos o «de los mamíferos». A su vez cada Era se divide en periodos, en total 11 para las tres, que acotan nuevos sucesos biológicos y naturales que marcan pautas importantes.
Así, unos fósiles de creta (material parecido a las arcillas) que se encontraron en Inglaterra dieron nombre al Período Cretácico de la Era Secundaria con la aparición en Tierra de las plantas con flores. Las Rocas Blancas de Dover, los «White Cliffs» de la costa británica, ya eran puntos conspicuos de referencia en los derroteros de la navegación romántica a vela. Son de creta y las características de sus fósiles son extrapolables a otros lugares y a otros continentes, seguramente porque en su momento habían estado unidos en Pangea. Por último la Era Cuaternaria, a la que pertenecemos actualmente, se contempla hoy como un período más del Cenozoico, porque aún fluye y no está cerrado.
Los periodos, en general, suelen dividirse en tres épocas: temprana o inferior, media y tardía o superior. Diremos pues, Jurásico Inferior o Carbonífero Medio, pero los períodos Terciario y Cuaternario se subdividen en varias épocas que llevan nombres concretos, hasta la reciente del Holoceno, con la aparición del hombre moderno que en la península Ibérica, según Arsuaga, data solamente de hace 30-40.000 años. Todos los homínidos anteriores, incluida la diminuta Lucy (que recientemente se ha demostrado que tuvo un accidente mortal al caerse de un árbol), con sus casi tres millones de años de edad en su DNI, son únicamente especies distintas al hombre moderno, al que solo se le considera humano cuando adquiere la capacidad de amar en sentido amplio. El punto de inflexión hacia la humanidad seguramente llega cuando el tosco homínido adquiere conciencia de su propia muerte, lo que no sucede en ningún otro animal que, en efecto, ve morir, e incluso mata, pero que jamás llega a asimilar que él mismo es mortal. Al descubrirlo, el homínido, humanizado por tan duro contratiempo, estrena el culto a sus muertos y cuida solícitamente de su clan y de su familia.
Ahora se dice —y creo que con razón— que ya hemos entrado en un nuevo período, el Antropoceno, que viene marcado por la acción esquilmante y contaminante del hombre (y de la mujer, que diría aquel) sobre la naturaleza. En la escala geológica aparece también una era Arcaica, que es un cajón de sastre en el que poder meter cualquier fósil anterior a los mil millones de años, en números redondos. Para digerir este guiso y poder soportar la kunderiana levedad del ser humano, desde luego que hay que echarle un buen rato de reflexión. Ya lo decía El Gallo: «No somos ná».
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Los animales con concha fosilizan muy bien.
En los grandes animales desnudos las partes blandas se pudren y solo fosiliza la osamenta.
Parasaurolophus – Lambeosaurus – Corythosaurus
Pez óseo del Eoceno (50 millones de años) que solo ha fosilizado sus partes más duras (raspa, armazón, cabeza, etc.).
Diente de tiburón. Al tratarse de un pez cartilaginoso es lo único que ha fosilizado.
(Fotos del autor).
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El cuerpo de los animales se articula para moverse hace 600 millones de años. Superado el sedentarismo de los seres marinos, la vida cambia drásticamente: el individuo móvil se enfrenta a un mundo lleno de posibilidades pero también de peligros. Para estos seres inquietos siempre hay un plus ultra que cientos de millones de años después les llevará a explorar la Tierra. Dijimos en el número de octubre que el invento de la concha sirvió de recurso para paliar la inseguridad que rodeaba a los seres desnudos (gusanos, etc.) de la mar. Señalábamos a los moluscos (caracoles, bivalvos, etc.) como sus gloriosos descubridores cuando estos solo la habían heredado, por convergencia adaptativa, de unos prodigiosos y microscópicos seres unicelulares, los foraminíferos, que pululaban en grandes masas por el bentos arcaico y algo menos por el plancton marino. Al principio estaban desnudos. Después empezaron a protegerse con el truco de añadir a su blando cuerpo una funda de pequeños trocitos de arena y terminaron por acorazarse fabricando ellos mismos una concha dura, una eficaz armadura, a partir de los carbonatos calcáreos que ingerían con el agua marina. Aprovecho para decir que la concha de los foraminíferos, además de pionera, es la más elaborada, barroca y bella de cuantas existen en la naturaleza. Lo que pasa es que para verlos necesitamos la ayuda del microscopio o, por lo menos, de una buena lupa, con la que cualquiera de nosotros puede observar sus restos en ciertas playas de grano grueso (¿cabe mayor roca sedimentaria que las arenas playeras?) en las que suelen abundar.
El observador aprenderá rápidamente a identificarlos porque los foraminíferos presentan su concha dividida en varias cámaras que están separadas por septos que tienen uno o más orificios de interconexión. denominados forámenes, que dan nombre al grupo de estos formidables animales de una sola célula. Las conchas de los nautilus, que ya conocemos, son parecidas a las de los foraminíferos. De ellos heredaron, también por convergencia adaptativa, el formato de la peculiar estructura que inspiró el submarino. Los foraminíferos cuentan actualmente con 10.000 especies vivas, la mayoría marinas, otras pocas de agua dulce y una minoría que vive en terreno firme, aunque con cierta humedad. Estos últimos podrían considerarse los supervivientes del primer desembarco marino, en el que posiblemente actuaron en segunda oleada, la de penetración rápida, porque la primera fue la de las bacterias que, como pronto veremos, fueron los infiltrados de Operaciones Especiales con la misión de reconocer el terreno y tomar las posiciones ventajosas para asegurar las siguientes oleadas, preparando el terreno para facilitar el asentamiento de las plantas.
Los foraminíferos, cuyos primeros fósiles datan del Precámbrico, cuentan también con más de 40.000 especies extinguidas, constituyendo la mayor masa animal que haya existido. Se conocen fondos marinos de varios kilómetros de espesor que son sedimentos de este tipo de fósiles, muchos de ellos convertidos en rocas calizas tan próximas a nosotros como son las de las pirámides de Egipto, que están construidas en su totalidad con rocas foraminíferas. En España son muy frecuentes en yacimientos del interior, que antes estuvieron sumergidos en la mar. En los Pirineos abundan.
Debemos ser conscientes de que el invento de la concha también fue una bendición para la ciencia porque los cadáveres de los animales antiguos que habían quedado aprisionados en los estratos sufrieron la lógica putrefacción de sus partes blandas (piel, carne, etc.), perdurando en sus fósiles solo las partes duras, conchas, capas calcáreas y huesos. Por eso se dice que los foraminíferos, caracoles, bivalvos, calamares acorazados, nautilus, braquiópodos, equinodermos, etc., fosilizan muy bien gracias a sus conchas. A contrario sensu, otros animales y plantas fosilizaron mal o no fosilizaron, con lo que el llamado «registro fósil» resulta ser incompleto aunque suficiente —qué le vamos a hacer— para documentar los principios de la Paleontología. La normal desaparición de las partes blandas explica que todos los fósiles de los grandes animales terrestres, diplodocus y compañía, se reduzcan, en el mejor de los casos, al hallazgo de su osamenta más o menos completa o que los tiburones arcaicos, cuyos esqueletos eran más volubles que los de los peces óseos, por ser de consistencia cartilaginosa, únicamente nos hayan legado sus dientes fosilizados.
Los seres marinos un día se hicieron terrestres. En este medio, nunca tan virgen como entonces, continuó la evolución de las especies porque en la mar ya se había llegado a un tope, a un techo evolutivo, con los peces óseos como genuinos representantes del «no va más» en lo que es el auténtico escalafón de la mar, porque las ballenas y comparsa, esas aves que sobrevuelan las olas, las tortugas y las focas nos podrán parecer todo lo marinos que queramos, pero proceden de animales terrestres que en otra reencarnación no hay que descartar que hasta fueran algo parecido a una vaca, y como tales no son nada más que un producto de importación en las aguas marinas, pero nunca de su misma esencia. Por eso, los bichos que respiran aire son los hijos pródigos que un día salieron de la mar con el disfraz de peces pulmonados, y algunos regresaron a casa muchos millones de años después de haberse curtido en los avatares de lo seco, pero, a pesar de sus conquistas evolutivas, que son muchas, una ballena azul, que es el animal más grande y poderoso que existe, no deja de ser un aprendiz de sardina.
Seducidos por un falso sentido epopéyico de la evolución, y abducidos por la magia del tamaño corporal —parece que lo pequeño ni existe ni sirve para nada—, solemos resumir la conquista de la tierra por parte de los animales marinos con el sonsonete de que un pez Crosopterigio del género Eusthenopteron consiguió transformar su aparato branquial en otro pulmonar, y que de este apaño, imprescindible para vivir en lo seco, surgió el anfibio y después el reptil, y así sucesivamente hasta llegar al hombre. Evidentemente esta historia, que por esquemática casi se queda en chascarrillo, es incompleta, porque la llegada a tierra de los vertebrados (insisto, «los vertebrados») no fue nada más que la última oleada de fuerzas dentro de la gran operación de desembarco porque, si bien es verdad que la mar puso un anfibio en tierra, ¡chapó!, más verdad es que ese anfibio tenía que comer y beber si quería seguir ostentando, per in secula seculorum, el título de ancestro de todos los vertebrados que hubieren en tierra. La conclusión es sencilla: la gesta del desembarco marino no pudo limitarse a un solo protagonista, sino que antes de haber llegado el primer anfibio a tierra tenían que haber desembarcado otros seres que preparasen el terreno y creasen la base de la primera pirámide alimenticia terrestre con la que procurar alimento a las sucesivas oleadas de animales marinos, y que pudiesen conquistar lo seco con garantías de éxito. Y, ojo, no olvidemos que una operación como esta, de tal calibre, duró cientos de millones de años. Por eso, la crónica que se refiere a las hazañas del afamado Eusthenopteron sp. quedaría mejor redactada siguiendo aquel comentario de la prensa local de Galicia: «Al señor alcalde le precedieron los gigantes y cabezudos con sus charangas, y a estos últimos, gaiteiros del país». Eso sí, sin prisas y con muchas pausas.
El esquema táctico bien pudo ser así:
Antecedentes: los primeros fósiles de microbios que se han encontrado son los estromatolitos descubiertos en Australia, de hace 3.500 millones de años, pero a nosotros nos interesan más los estromatolitos datados 1.000 millones de años después, que provienen de todos los mares y contienen cianobacterias y otros microorganismos capaces de realizar la función clorofílica. Eso nos suena ya, ¿verdad? En paralelo, hace ahora 1.000 millones de años, en el Precámbrico los cauces de agua dulce estaban ya habitados por sencillas algas uni y pluricelulares que se habían trasvasado desde la mar. Pero nosotros sabemos que en todo plan de desembarco lo primordial es localizar el lugar más adecuado para llevarlo a cabo y, en principio, había dos zonas que parecían ser las ideales para iniciarlo: por una parte, las riberas de las antedichas albuferas y cauces de agua dulce, y por otra, dentro de los límites intermareales, la línea de salpicaduras de las pleamares vivas. En ambos objetivos las fronteras entre lo seco y las aguas eran muy difusas y, debido a los extremismos climáticos y cataclismos geológicos, grandes extensiones de agua terminaron por quedarse en seco. Ante tal adversidad, muchos seres vivos pagaron la novatada de quedarse atrapados en este ambiente hostil, debiendo elegir entre dos drásticas opciones: o adaptarse o morir. La minoría de los que consiguieron adaptarse (tardaron millones de años en hacerlo) fueron los primeros seres marinos en cuyos DNI figuraba, con todo derecho, la tierra como lugar de residencia; las bacterias a la cabeza. Ellos se echaron a las espaldas la responsabilidad del preámbulo de la evolución en tierra. Pero eran diminutos y el microscopio guardó el secreto de sus azarosas y entregadas vidas. Su gran hazaña fue quedarse en retaguardia dispuestos a asegurar el desembarco de las siguientes oleadas, preparándoles el terreno y la logística que necesitaban. Y la mayoría, los que murieron en el intento, en cantidades increíbles, también tuvieron un importante papel que desempeñar, porque resulta que las bacterias y muchos otros microorganismos habían aprendido a enquistarse y a adquirir unas formas de resistencia que les permitían sobrevivir en la sequía y pudieron ocuparse de degradar los cadáveres de los que no tuvieron su misma suerte, incorporándolos como materia orgánica al suelo que, con ese metafórico «estercolado», fue adquiriendo la capacidad de recibir a los primeros vegetales que pugnaban por tomar lo seco como oleadas de refuerzo. Las bacterias, que fueron la escuadra de gastadores de las tropas del desembarco, transformaron el yermo en tierra laborable… (es un decir, pero queda bien).
En las albuferas, deltas y pantanos de la franja litoral, las algas fueron evolucionando en el seno de las aguas a las plantas que hoy llamamos inferiores (hepáticas, equisetos, musgos, hongos, helechos…) y después a las formas más sencillas de vegetales con verdadero tallo y raíces. Los ejemplares que se encontraban situados en los márgenes de dichos cauces, en la periferia de la libertad, no resistieron la tentación de dar un paso adelante y extender las raíces fuera del agua, y tras varios millones de años ya tenemos en la tierra firme vegetales de todo tipo, incluidas las plantas con flores.
Como zonas de transición entre la mar y lo seco nos pueden servir actualmente como testigos —salvando las distancias— los manglares, las turberas, cañaverales y junqueras. Es decir, que aquellos vegetales pioneros fueron construyendo la base de la pirámide alimenticia terrestre, la de los productores, y con ello lograron superar el primer escalón de resistencia. Como segundo escalón, el de consumidores, se sitúan los herbívoros microscópicos y otros animales fitófagos que fueron desembarcando y que se comían a los pacientes y sufridos vegetales primigenios; entre ellos, los mismos foraminíferos, incansables cazadores de bacterias. Establecida y asegurada esta intendencia, las siguientes oleadas de asalto, sin más aparente enemigo en el frente que los desafíos climáticos, tenían la comida asegurada, y con ella también el éxito de su misión. Los verdaderos problemas de supervivencia a nivel de grupos aparecen con el escalón de los carnívoros, que consagraron en aquella naturaleza implacable la ley de «vivirás comiéndote a los demás y procurando no ser comido por otros», que en la mar del Ordovícico ya se empieza a popularizar en la máxima de que «el pez primitivo grande se come al pez primitivo chico».
En todo este dilatado período de tiempo, que empezó con la llamada explosión del Cámbrico (explosión de vida marina, por supuesto), se fueron asentando en tierra firme gusanos como las planarias y otros, moluscos acorazados con su concha y diversos invertebrados durante el Ordovícico Inferior. Y aparecieron los primeros artrópodos, con los escorpiones como pioneros en el Silúrico Temprano, y en el Carbonífero ya estaban en tierra los anfibios, recién transformados del pez pulmonado, danzando de aquí para allá y zampándose los muchos insectos que a su vez se comían los primeros y enormes vegetales del Devónico, que empezaban a vivir en lo seco tranquilamente. A partir de ahí ya conocemos el parte: «Tras el día D, hora H, las fuerzas del gran desembarco de la vida marina tomaron, en un arrollador y triunfal paseo militar, los últimos objetivos terrestres. Sin novedad en el frente».
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Barrancada en el Atlas marroquí, en la que, claramente, aparecen estratos de roca sedimentaria, calcárea.
Cada uno de ellos, con sus fósiles, son páginas del libro de la Geología y de la vida.
La cordillera del Atlas se formó durante el Cenozoico (últimos 65 millones de años)
con el choque de las placas Euroasiática y Africana. (Foto del autor).
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Nosotros sabíamos hace ya mucho tiempo que para encontrar fósiles debíamos dirigirnos a uno de esos paisajes tan abundantes en España donde las montañas aparecen estratificadas y donde predomina la piedra caliza. Y que era inútil buscarlos en las zonas en las que domina el granito (rocas metamórficas) o en las lavas y coladas (rocas eruptivas). O sea, que ni en una gran parte de Galicia ni en las islas Canarias los íbamos a encontrar. Sin embargo, en el cercano desierto del Sáhara, que entonces se llamaba Español (por donde el autor andaba hace más de medio siglo), los fósiles marinos eran abundantísimos porque el propio desierto de por sí era un vastísimo estrato en sustitución de una mar que había existido en la noche de los tiempos y de la cual eran testigos mudos las «sebtjas» o enormes mares interiores de sal fósil que salpican las planicies desérticas (en Túnez cubren una apreciable superficie de su territorio).
De inolvidable recuerdo son las excursiones que hacíamos hace más de medio siglo por lo más agreste de la Sierra del Tremedal, en el Teruel profundo, el hoy retirado general de brigada de Intendencia de la Armada, Eduardo Hernández de Armijo y quien suscribe estas líneas. Salir a los fósiles era para nosotros una zambullida en las raíces del tiempo y, como si de un irresoluble enigma se tratase, también era bucear en los arcanos de la mar porque todo lo que encontrábamos tierra adentro eran especies marinas petrificadas, aunque la costa del Mediterráneo estuviese a cientos de kilómetros de distancia. Faltos entonces de una visión panorámica que nos permitiese racionalizar la totalidad del fenómeno, nuestra ignorancia nos acercaba a las «piedras labradas» de aquellos científicos decimonónicos que postulaban que los fósiles no podían ser otra cosa que hijos del Diluvio Universal que había anegado las tierras y se había mezclado con las aguas marinas. No encontraban mejor explicación a que en el quinto pino apareciesen ostras, almejas, erizos de mar, esponjas, calamares y corales.
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Deriva Continental.
Explicación en el texto.
Fuente de la imagen:
https://cmapspublic2.ihmc.us/rid=1KD7MJX3D-16K8HS-168C/Imatge%20Pangea.gif
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Alfred Wegener (Berlín 1880-Clarinetania, Groenlandia 1930) fue un meteorólogo y geofísico alemán que, con su Teoría de la Deriva Continental (publicada en 1912) empezó a poner los puntos sobre las íes para que pudiésemos desentrañar el misterio que rodeaba a las insólitas localizaciones de fósiles marinos en puntos muy alejados del litoral. Tampoco imaginaba el sabio alemán que su teoría iba a servir después de su muerte para comprender la mecánica de los terremotos y el origen de los volcanes. Defendía Wegener que hubo un momento, en la noche de los tiempos, en el que los actuales continentes estuvieron unidos en uno solo, que se convino en llamar Pangea («toda la Tierra»), bañado por una mar común, que fue bautizada como Panthalassa («todos los mares»). Cuando hablamos de Pangea, estamos hablando de finales del Paleozoico, y Panthalassa sería muy anterior porque Pangea no fue el primer continente ni será el último que haya existido, ya que dentro de cientos de millones de años, si la deriva continental no cambia de rumbo, la costa de Extremo Oriente puede que se haya unido con la costa occidental de América, y la parte Este de América aparecerá soldada con Europa y con África.
A Wegener no le fue difícil reconstruir visualmente la forma que tendría in illo tempore el supercontinente Pangea porque todos los perfiles continentales actuales se pueden ensamblar fielmente entre sí para formar un expresivo y racional conglomerado terrestre, como si de un preciso puzle se tratase. A contrario sensu, Pangea empezaría a disgregarse hace 200 millones de años en varias partes: África, América del Sur, el Subcontinente Indio, la Antártida y Australia se unieron en un supercontinente, Gondwana, y por su parte, América del Norte y Eurasia constituyeron otro supercontinente, Laurasia, separados ambos por el mar de Tetis. El océano Atlántico, producido por la rotura N-S de los citados supercontinentes, apareció en el Cretácico (137 a 66 millones de años).
Argumentaba Wegener que las piezas de este puzle, en su criterio los continentes, se fueron dislocando en el transcurso de los tiempos y que la mar fue ocupando lugares donde antes estuvo la tierra, y que lo que era tierra posteriormente se desplazó, o sea, navegó sobre otra capa terrestre más densa formada en los fondos oceánicos, de la misma manera que un esquiador se desliza sobre la nieve. El Paleozoico termina con la formación de Pangea y, paradójicamente, con la extinción masiva del 95 por 100 de las especies existentes.
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La presencia común de fósiles de grandes animales terrestres en varios continentes y subcontinentes actuales
expresa que hubo un día en el que estuvieron unidos formando un único espacio, Pangea.
Fuente de la imagen:
https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Snider-Pellegrini_Wegener_fossil_mapa_es.svg
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Desde luego la Teoría de la Deriva Continental es suficiente para aclararnos que los fósiles que recogíamos el general Armijo y yo no eran fruto mágico de la tierra ni restos prodigiosos de un diluvio torrencial y ecuménico que, de haber existido, se habría producido, por lógica, en Santiago de Compostela —pido disculpas por mi insoportable sentido del humor—, sino que eran fiel muestrario de los habitantes que pulularon por aquel Teruel arcaico que hace un montón de montones de millones de años no era nada más que un pedazo del fondo submarino, una parcela más del bentos. Pero Wegener, que tampoco fue profeta en su tierra, a pesar de su apasionante biografía en los hielos árticos que en nada tiene que envidiar a la de Shackleton o a la de Amundsen, a la de Bellingshausen o a la de Carl Anton Larsen en los hielos antárticos, cayó en el olvido, lo más probable porque no era de la devoción del clan británico que, ya se sabe, maneja como nadie la catapulta ideal para aupar y glorificar a monstruos como Enrique VIII.
Y porque es obvio que para hacer el trabajo de mover algo se necesita una fuerza y, ya no digamos, si lo que hay que trasladar son unos continentes como defendía erróneamente Wegener, que no llegó a conocer en vida que tierras y mares están distribuidos en placas tectónicas y que estas son las que en realidad se mueven arrastrando a la parte alícuota continental que sustentan. Y para generar esa fuerza es necesario disponer de una fuente de energía, y Wegener, a la altura de los conocimientos de la época, no pudo fundamentar ni una ni otra. En definitiva, su gran mérito fue explicar las consecuencias de la deriva continental pero, y eso es muy importante en ciencia, no pudo descubrir las causas de su teoría.
Pero el distinguido sabio alemán se anticipó a su época demostrando que Pangea había existido porque en distintos continentes actuales, América del Sur, África, India y Australia se encuentran fósiles que son de la misma especie, lo que venía a demostrar su origen común y que en algún momento estuvieron unidos bajo un mismo perímetro, máxime cuando algunos de ellos, cercanos a los dinosaurios y, por tanto, de vida terrestre sin reservas, habrían sido incapaces de cruzar los océanos actuales para llegar tan lejos como llegaron.
Sin duda que Wegener con su Deriva Continental fue el precursor de la Tectónica de Placas, nacida a mediados del siglo pasado. Desde la expedición del «Challenger» en 1872 ya se conocía la existencia de una larga cordillera submarina salpicada de crestas, laderas y valles que recorría las profundidades del océano Atlántico; después, en la Segunda Guerra Mundial, se supo que lo cubría enteramente de norte a sur, pero no es hasta 1950 cuando un equipo de científicos, liderado por Bruce Heezen y Maurice Ewing trazan su mapa batimétrico y comprueban que el fondo del largo valle es el cráter de un volcán submarino sismológicamente activo, y que a través de él fluye el magma hirviente que, al enfriarse, se solidifica y aumenta el grosor de las laderas, empujándolas y separándolas de su eje central (léase empujando a las correspondientes placas tectónicas). Esta era la energía que no supo encontrar Wegener. Con estos antecedentes sabemos, por ejemplo, que América del Norte se separa de Europa alrededor de dos centímetros anuales.
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Esta foto está tomada por el autor en la Dorsal de Reykjanes, en Islandia, donde, excepcionalmente, la Dorsal Mesoatlántica que discurre sumergida a mucha profundidad aflora a la superficie. Es, por tanto, el único lugar del mundo donde se pueden contemplar juntas dos dorsales: a la izquierda de la foto la Placa Americana y a la derecha la Euroasiática. Todos los años se producen fisuras de dos o tres centímetros.
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El descubrimiento de la llamada Dorsal Mesoatlántica, que avala el movimiento de las placas tectónicas, dio origen, junto a la Deriva Continental de Wegener, a dos teorías distintas, pero que juntas se convirtieron mucho después de su muerte en una única ley que constituye, quizá, el descubrimiento científico más importante de las ciencias de la Tierra.
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Fachada principal del Real Instituto y Observatorio de la Armada (ROA), San Fernando (Cádiz).
Fuente de la imagen:
https://armada.defensa.gob.es/…/cienciaobservatorio/prefLang-es/02InfoGeneral
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Todo cuanto hemos tratado en este capítulo de Rumbo a la vida marina entra de lleno en la actividad de nuestra Armada, ya no solo porque cualquier tema que atañe a la mar debe ser parte alícuota de nuestra razón de ser, sino porque el Real Instituto y Observatorio de la Armada ( ROA), además de ser la institución responsable de marcar la hora oficial en España, ha trabajado, prácticamente desde sus inicios con Jorge Juan, en temas relacionados con las ciencias de la Tierra, siendo por ello pionero —y como tal se le reconoce internacionalmente— en estudios sobre el campo magnético terrestre, sismología, geodinámica y geodesia espacial por citar algunos de los temas directamente relacionados con la última gran revolución científica que fue la Tectónica de Placas. El contar en nuestro patrimonio cultural con un centro como el ROA, que los medios científicos sitúan entre los mejores del mundo, nos prestigia a todos los que vestimos el uniforme del botón de ancla.
El autor de estas líneas tuvo el honor de acompañar al entonces director del ROA y doctor ingeniero nuclear por la Universidad de Berkeley, capitán de navío Manuel Catalán Pérez-Urquiola, a la sazón jefe de la Primera Expedición Española a la Antártida en el verano austral 1988-89, a la construcción e inauguración de un punto geodésico en la península Antártica (Base Brown-Bahía Paraíso), apoyándose para ello en satélites GPS con precisión submilimétrica y con una técnica que en esos momentos se estaba desarrollando y tenía mucho de innovadora. Este punto GPS entró a formar parte de una red geodésica de alta precisión con características geodinámicas que conectó la Antártida con el resto del planeta.
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Fotografía del autor sobre una mural
referente a la colocación del primer vértice geodésico GPS en la península Antártica
en una misión conjunta hispano-argentina propiciada por el ROA.
De derecha a izquierda, aparecen: el teniente coronel de Intendencia José Curt; el capitán de corbeta Juan Carlos Sastre; el doctor Viramontes, de la Universidad de Salta, Argentina; un oficial argentino; el director del ROA y jefe de la Expedición Española a la Antártida, capitán de navío Manuel Catalán Pérez-Urquiola, y de espaldas, el comandante de Infantería del Ejército (España) Pedro Ramírez Verdún.
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Al pie del vértice, una placa conmemorativa rezaba en letras de molde: «Aquí estuvo España, 9 de enero de 1989».
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