<<<

¡Al agua patos!

No desvelo ningún secreto si afirmo que poseer un título profesional en nuestro país no es sinónimo de tener trabajo, como tampoco lo era hace cuarenta años. Recién salido de la Escuela de Náutica de Alicante me puse a buscar trabajo de buceador. Aunque mi carnet profesional, el más básico, sólo me permitía trabajar hasta una profundidad de quince metros, y sin descompresión, eso no me desanimó. Creo que mi título, Buceador de segunda restringido, se había diseñado para satisfacer la demanda de mano de obra en las campañas de cosecha de algas en Galicia, tarea que se efectuaba a poca profundidad.

En aquellos días yo estaba convencido de que las entrevistas personales eran más eficaces que las llamadas de teléfono; ahora sé que el mejor sistema es casarse con la hija del jefe, o incluso mejor, con la jefa directamente.

Recorrí dos o tres ciudades yendo de oficina en oficina, visitando compañías de buceo. Cuando me cansé de llamar a puertas y ser rechazado por mi bisoñez, no recuerdo cómo, me dirigí a una compañía de Cartagena que aparentemente contrataba muchos buzos de diferentes categorías. A esas alturas llevaba dos o tres días comiendo bocadillos y durmiendo en estaciones de tren.

Tras hablar con uno de los dueños volví a recibir otra negativa tajante dado que, en aquel momento, andaban sobrados de buceadores. Cansado de mendigar trabajo y decidido a tocarle las narices a quien hiciera falta, me senté en las escaleras de acceso a la oficina, determinado a no marcharme de allí sin un trabajo, por malo que fuera. Pasaron las horas, subía y bajaba gente de la oficina; todos me miraban con una variada selección de expresiones que iban desde la muda interrogación a la severidad evidente por estar ocupando su zona de tránsito. Pero yo estaba dispuesto a no moverme de ahí hasta que no me echaran a patadas o viniera la fuerza pública. A mis veintitrés años ya había aprendido que a veces la insistencia moscacojonera puede ablandar voluntades y conseguir resultados. Me sorprende, sin embargo, que nadie me echara en aquel momento; quizás mi aire de desesperación era tan evidente que movía tanto a la misericordia como a la sana precaución.

En la oficina de arriba no podían ignorar la presencia de un sujeto con mochila sentado en la escalera, y alguien debió de tomar una decisión, porque finalmente un tipo rubio, con acento extranjero, me llamó y me preguntó si sabía colocar estanterías… me faltó poco para asegurarle que “Estantería” era mi alias y que mi padre era San José Carpintero. El rubio, que resultó ser holandés, me dijo que además de buceo profesional aquella firma tenía una escuela de buceo deportivo en una ciudad costera no lejos de allí y que necesitaban un chico para todo. Me dio la dirección y me comunicó que los primeros días, además de un salario de prácticas (léase minúsculo) me proporcionarían un lugar donde dormir hasta que yo me consiguiera algo más adecuado. Con mariposas en el estómago (no sé si por la emoción o por el hambre) me dirigí a la estación de autobuses.

La escuela de buceo deportivo se hallaba en los bajos de un hotel de cuatro estrellas. Alquilaban equipos de buceo, sobre todo a extranjeros con título deportivo, y ofrecían, así mismo, cursos homologados para obtener el título quien no lo tuviera. Al cabo de un par de días, mientras instalaba las nuevas estanterías y me ocupaba de los compresores y de la carga de botellas de aire, mi jefe me oyó hablar francés con unos clientes y me preguntó si me consideraba capaz de dar las clases de teórica a los franco-parlantes. Recién vuelto de Marruecos, y con el francés del bachillerato refrescado en mi viaje, mi respuesta no podía ser otra que Mais oui!

Lógicamente tuve que aprender algo de vocabulario técnico en francés, pero pronto me sorprendí a mí mismo -y a mis jefes- ayudado por unas diapositivas y una pizarra, explicando a unos belgas la teoría del buceo y los misterios de la descompresión. La seguridad que sentí dando esas clases me permitió constatar lo rigurosa y profesional que había sido la instrucción recibida en Alicante, tanto en teoría como en práctica. Posteriormente supe que el director del curso había sido, nada menos, que el mejor buzo de España en su momento, el alférez de navío Juan Ivars.

El club/escuela de buceo del hotel formaba parte de un grupo de pequeñas empresas que incluía una compañía de trabajos profesionales de buceo: construcción, inspecciones, salvamentos, etc. Por mi parte, tras montar las famosas estanterías y ocuparme de equipos y compresores, en poco tiempo me vi envuelto en una agradable rutina de trabajo, en la que a diario llevaba buceadores deportivos a inmersiones fáciles. Primero los transportaba en una furgoneta hasta el muelle y allí los embarcaba en un barquito de madera, el Neptuno, dotado con un motor diésel antediluviano. Aunque yo no tenía carnet de conducir, había llevado coches de amigos durante cientos de kilómetros y a nadie de la empresa se le ocurrió pedirme el carnet; de todas formas yo no iba a perder un trabajo por una formalidad como esa. La única persona que me lo exigió fue un guardia civil de tráfico, un día que llevaba a media docena de buceadores al puerto. Por fortuna todos íbamos en bañador, y no me costó convencer al buen hombre de que me había olvidado el carnet en el bolsillo de los pantalones que tenía en los vestuarios. Por otra parte, al uniformado le debió parecer inconcebible que una empresa bien conocida, como era la compañía en la que yo trabajaba, tuviera chóferes sin carnet, por lo que, tras amonestarme paternalmente, me dejó marchar sin más consecuencias. Mi permiso de patrón de embarcaciones deportivas, obligatorio para pilotar el cascarón que llevaba el pomposo nombre del Dios del Mar, también me lo habría olvidado en los pantalones, si alguien me lo hubiera pedido.

<<<

En su primer trabajo (monitor de buceo deportivo) el autor coloca una botella
en la espalda de un cliente antes de una inmersión desde la orilla.

<<<

En pocos días, poseyendo el título profesional más humilde de España, me encontré siendo responsable de un barquito con seis o siete personas, la navegación, el fondeo, llevar a la gente al agua, cuidar de ellos y traerlos sanos y salvos. Nota sobre el Neptuno: su motorcito era un vetusto semi-diesel que se ponía en marcha con ayuda de una manivela, tras calentar una pieza del motor con una mecha. Curiosamente no fallaba nunca una vez se ponía en marcha, lo cual a veces costaba un buen rato, y el proceso no resultaba un espectáculo especialmente edificante, aunque sólo fuera por mi sudor y mis maldiciones cuando la manivela rebotaba y me golpeaba el antebrazo.

Cuando me encontraba con algún buceador deportivo experto, me permitía pequeñas indulgencias para complacerle. Por ejemplo, una excursión submarina, atravesando un corto túnel de roca. El agujero, que no tenía aristas donde engancharse, estaba a unos quince metros de profundidad, y yo permanecía atento al buceador por si ocurría algo. La emoción consistía en quitarse las botellas bajo el agua, manteniendo la boquilla del regulador en la boca para seguir respirando; sujetar las botellas delante de la cabeza con ambas manos y nadar tras ellas hasta pasar el túnel. De esta forma se abultaba menos y se pasaba fácilmente sin golpear el regulador de las botellas contra la roca. Después de eso el cliente se sentía como Cousteau.

La verdad es que esos meses me sirvieron para adquirir una gran soltura en el agua y mejorar mi conocimiento sobre los equipos, especialmente los reguladores. Por la escuela deportiva pasaban de vez en cuando otros buceadores profesionales de la compañía, que se quedaban apenas unos días, echando una mano, y que luego volvían a sus trabajos en construcción o salvamento. La escuela del hotel servía para mantenerlos más o menos ocupados entre trabajos más exigentes.

Un lunes de verano conocí a una atractiva joven de larga cabellera que regentaba una frutería. Entré en su tienda con la idea de comprar algo y me encontré a la muchacha cargando cajas de fruta estropeada en dirección al contenedor de basura más próximo. Le ofrecí mi ayuda, maravillándome para mis adentros de cómo a una frutera profesional se le puede estropear toda la mercancía en un fin de semana. Mariam me confesó que sólo llevaba unos días con la tienda alquilada, que era un trabajo sólo para el verano y que era licenciada en psicología preparando oposiciones. Eso explicaba por qué había dejado la fruta debajo de una claraboya, a pleno sol y en verano durante aquellos dos “fatídicos” días.

La conexión con “la frutera” fue inmediata, y pronto estábamos compartiendo apartamento e intimidad en una relación que todavía recuerdo con cariño y gran detalle, quizá embellecida por la nostalgia de la juventud pasada. Días de inmersiones en la mar y noches gamberras en las que a veces salíamos a tomar cervezas, descalzos y vestidos sólo con sendas sábanas a modo de túnica romana. En aquel pueblo costero lleno de extranjeros acostumbrados a la estética hippie a nadie parecía molestarle y a nosotros nos producía una pícara satisfacción. Una o dos inmersiones diarias, noches de cervezas y sábanas viajeras en un verano que Mariam y yo sabíamos que iba a ser irrepetible.

Una de esas madrugadas intensas, después de una tarde de esquí acuático en la lancha de una pareja que acabábamos de conocer, se me ocurrió darme un baño en la piscina del hotel; en aquel momento no había nadie, lo cual me extrañó y animó al mismo tiempo.

Estuve un buen rato buceando por diversión y con los ojos abiertos bajo el agua, como tenía por costumbre. No sabía que acababan de echar cloro “a lo bestia” aprovechando que la piscina estaba sin gente. Salí del agua prácticamente ciego, y con los ojos completamente enrojecidos. Mis amigos me llevaron a un médico de urgencias que me puso colirio y me informó de que no era grave, que se pasaría solo. Volví a casa más tranquilo, aunque seguí sin poder ver nada durante varias horas.

Fue en ese verano cuando la diosa Fortuna decidió que mi primer trabajo serio fuera, nada menos, que inspeccionar bajo el agua los daños sufridos por un barco metanero de 270 metros de eslora, el buque El Paso Paul Kayser cargado con casi cien mil toneladas de gas natural licuado. Se había quedado encallado en un bajo rocoso, junto al estrecho de Gibraltar. Me tuve que meter debajo para medir la distancia entre el casco y la roca, arrastrándome debajo del monstruo de acero con una cinta métrica en la mano. En algunos lugares la roca se había metido dentro del doble casco de acero (el exterior).

El evento fue todo un bautismo de fuego para mí. Un incidente que reflejó la prensa internacional y con cuya experiencia elaboré un relato en primera persona publicado en este mismo sitio. Uno de los oficiales del buque me informó sobre el momento en el que las 150.000 toneladas brutas del buque embistieron las rocas del Bajo de la Perla. Me explicó que apenas sintieron nada (aparte de un leve ruido acompañado de vibración) mientras el barco pasaba de doce a cero nudos de velocidad, algo que seguramente se produjo en poco más de un minuto. Si lo pensamos bien, el buque se detuvo con la misma suavidad que un tren llevado por su inercia en una vía sobre terreno llano, pues la roca lo fue rajando durante unos 90 metros mientras lo frenaba paulatinamente hasta detenerlo por completo.

<<<

Alivia salir de Libia

Después de este bautismo de fuego acuático, al terminar el verano, volví a la Escuela de Náutica para obtener otra certificación profesional que me permitiera trabajar a más profundidad. Tras el curso, de un par de meses, la empresa me volvió a contratar estimando que ya estaba maduro para otros afanes y me incluyó en un equipo que estaban formando para enviar a Libia. El grupo se iba a encargar del mantenimiento de diversas instalaciones submarinas en el puerto de la refinería más importante del país. Tuvimos que traducir nuestros pasaportes al árabe y prepararnos para pasar meses en régimen prácticamente carcelario en uno de los países más tristes y desagradables del mundo.

Una idea de lo que allí nos esperaba nos la podía dar la curiosa circunstancia de que teníamos que traernos el papel higiénico desde Europa, ya que los administradores del campamento no lo proporcionaban, y no había dónde comprarlo; seguramente lo hacían para humillar a los no musulmanes. Ya se sabe que los verdaderos creyentes higienizan la parte externa del final de su aparato digestivo “como dios manda”… y dios manda (según El Profeta) que sea con agua y con la mano izquierda. La primera vez que me tocó pasar una enorme caja llena de rollos de papel por la aduana, en la escala que hacíamos en Roma, el aduanero me miró con sorna mientras juntaba los dedos de una mano y me preguntaba “Ma dove vai con tutta questa carta igienica?” Tras contestarle que iba a Libia su expresión cambió y se convirtió en una comprensiva sonrisa, acompañada de un lento movimiento de cabeza.

Al subir al avión de Libyan Airways te sometían a un minucioso registro corporal con malos modos, y en ocasiones te obligaban a identificar tus maletas antes de que estas fueran estibadas en la bodega. Por lo visto tenían mucho miedo a las bombas de los terroristas. Cree el ladrón…

<<<

Identificación con la foto del autor para moverse por la refinería de El Brega.
El segundo apellido aparece como nombre propio, el primer apellido como inicial.

<<<

Del puerto y refinería de Marsa El Brega, en la Libia de Gadafi, tengo un recuerdo añejo que ha perdido algo su color, como las viejas diapositivas. Sin embargo, todavía puedo visualizar las calles rectilíneas de la pequeña ciudad de los trabajadores, compuesta por sencillos chalets con patio construidos por la compañía Esso para los empleados de la refinería; vestigio de cuando a la firma norteamericana todavía se le permitía trabajar allí.

La diminuta urbanización, apretada entre el desierto y el mar, ocupaba un par de kilómetros cuadrados al lado de la refinería, contaba con una zona destinada a las familias de ingenieros, capataces y mandos intermedios, y presumía de una bolera, un cine y un pequeño supermercado, para uso exclusivo de las familias.

No muy lejos se situaba la zona de los trabajadores solteros. En lugar de casas, había cientos de contenedores vivienda bastante cómodos, con aire acondicionado, cuarto de baño completo y servicio de lavandería puerta a puerta. Cada contenedor tenía dos habitaciones que albergaban a dos trabajadores cada una, indefectiblemente extranjeros. Las tres comidas del día se servían en un inmenso restaurante de autoservicio capaz de acoger a más de mil comensales y al que se llegaba en pequeños minibuses que recorrían sin cesar el poblado, la refinería, el puerto y todas las instalaciones. A cada zona correspondía un nivel de seguridad diferente y requería una credencial determinada, dependiendo de la actividad. El personal de operaciones marinas, es decir: tripulantes de remolcadores, operadores de grúa, trabajadores del muelle, buzos, etcétera… podíamos desplazarnos, más o menos libremente, entre el comedor, nuestros dormitorios, los muelles que eran nuestro lugar de trabajo, y poco más.

<<<

<<<

Nos estaban vedadas las oficinas de la compañía, la refinería, las depuradoras, las centrales de energía, el locutorio telefónico y la zona donde vivían las familias, por no hablar de los puestos militares. No se veían mujeres en ninguna actividad profesional, cosa que habría conferido al lugar cierto aire de normalidad, de humanidad. Ver sólo hombres en mono o en uniforme hacía que aquel lugar recordara a una cárcel o un cuartel; un campamento lleno de soldados con aspecto de vagos aburridos.

Nada más aterrizar en la Libia de aquella época (1982) tenías la impresión de que en todo el país sólo trabajaban los extranjeros, y esa impresión respondía enteramente a la realidad. Por las calles veías a técnicos italianos poniendo líneas telefónicas, carpinteros rusos instalando ventanas, pakistaníes conduciendo vehículos y hombres de piel oscura, quizás indios o bengalíes, a pico y pala. Las escobas de barrendero parecían estar reservadas para los hombres con la piel más oscura de todas. El racismo cromático-laboral se materializaba en Libia a niveles que yo no había visto antes, pero que luego comprobé que no eran tan raros en muchas partes del mundo, de Méjico a El Ejido, de Birmania a Brasil.

El viscoso petróleo brotaba del suelo libio con tal prodigalidad que el coronel Gadafi se podía dar el lujo de contratar a compañías de medio mundo para mantener el país funcionando, siempre que no fueran americanas, claro; después de todo les había confiscado hacía poco la refinería de Esso donde yo trabajaba y a los yanquis no les hizo mucha gracia. Pero donde hay petrodólares los problemas suelen solucionarse con rapidez y el bueno del coronel no tuvo inconveniente en traerse ingenieros británicos para que mantuvieran funcionando la refinería. Del puerto y de las tuberías submarinas para el crudo nos encargábamos varios buceadores españoles y británicos, una pontona italiana con grúa, y un par de remolcadores holandeses.

Hay que reconocer que el coronel Gadafi, aparte de ser un psicópata, y de vestir como si su diseñadora hubiera sido Ágatha Ruiz de la Prada después de drogarse, se esforzó en que la enorme riqueza del país llegara a todos los sectores de la población, y por eso durante bastantes años la renta per cápita de los libios fue, con mucho, de las más altas de África. Amén de pagar bien a las compañías extranjeras que hacían todo el trabajo y de financiar las becas de miles de estudiantes en varios países de Europa, en Libia había servicios sociales y sanitarios muy por encima de los estándares de los países del entorno. Otros dictadores, como Marcos, Idi Amín o Mobutu, ni siquiera se molestaban en escolarizar a la población.

El coronel más que bipolar parecía “tripolar”, y lo mismo era alabado por líderes occidentales que aceptaban caballos como regalo personal, que era considerado un patrocinador del terrorismo internacional. En sus ratos libres, además, escribió una “obra cumbre” de la ciencia política: el Libro Verde, del cual todavía guardo un ejemplar en la estantería donde pongo los libros de humor.

En este país tan peculiar nuestros días solían ser rutinarios, aunque podían convertirse en frenéticos en cuestión de minutos. Después de todo, la vida del buzo de mantenimiento a veces recuerda a la del soldado: largos períodos de aburrimiento interrumpidos por momentos de pánico.

<<<

Currantes del fondo del mar

Todas las mañanas nos dirigíamos al puerto, bien desayunados y equipados con el mono naranja característico de nuestra compañía. En esa época, los monos de color butano todavía no habían adquirido la connotación siniestra que los yihadistas y el sistema penitenciario de E.E.U.U. les han otorgado.

Nuestro cuartel general dentro del puerto era un par de contenedores (oficina y taller), instalados sobre la pontona italiana que montaba una grúa enorme. La pontona era también nuestra base de operaciones para los trabajos de buceo serios, como por ejemplo, cambiar las tuberías de trasvase de crudo, tanto las submarinas como las flotantes.

Los petroleros que venían a cargar crudo, a causa de su gran calado, se tenían que amarrar a una boya de amarre conocida como “monoboya” situada mar adentro, en aguas más profundas. Dichas monoboyas pueden tener el tamaño de un bungalow, o un pequeño chalet. Unas grandes tuberías, colocadas sobre el lecho marino, llevaban el petróleo desde los depósitos en tierra firme hasta las monoboyas, fondeadas a medio kilómetro de la costa. Desde las monoboyas, que son giratorias como los grifos de las cocinas para adaptarse a las corrientes y a los vientos, partían unas mangueras flotantes de neopreno que se izaban con una grúa a la cubierta del petrolero para ser conectadas a sus enormes depósitos. Los buceadores nos encargábamos del mantenimiento de estos oleoductos submarinos, de las anclas que sujetaban las monoboyas y de otras muchas instalaciones bajo el agua.

Con frecuencia trabajábamos a más de cincuenta metros de profundidad. Estábamos unos veinte minutos en el fondo y luego realizábamos descompresiones de un par de horas en una cámara. En verano el agua estaba tan tibia que las inmersiones de poca profundidad las hacíamos en chándal o en mono, sólo para no cortarnos con el escaramujo (caracolillo) y los mejillones que lo recubrían todo.

Reservábamos los trajes de neopreno para las inmersiones profundas. Esas inmersiones, gracias a la transparencia del agua, que nos permitía ver la silueta de la pontona a cincuenta metros sobre nuestras cabezas, las considerábamos rutinarias, seguras y agradables.

<<<

El autor saltando desde un pantalán
para una inspección rutinaria
en el puerto libio de El Brega.

<<<

Los buques metaneros que venían a por gas licuado u otros productos refinados, al ser más pequeños y de menor calado, podían utilizar cualquiera de los pantalanes del puerto.

Nuestros días, agrupados en turnos de trabajo de tres meses, se podían hacer muy largos en Libia. En aquella época, el país no se podía considerar, bajo ningún estándar, un “país normal”; dejo al amable lector el cuidado de definir lo que es normal y lo que no.

En los ochenta, antes de los móviles, esos tres meses equivalían a estar en un agujero, donde la única cosa buena era trabajar al aire libre y poder salir en una lancha neumática a realizar inspecciones rutinarias de boyas, tuberías submarinas y otras instalaciones. Una vez en casa, no había más canales de TV que los libios. Casi todos los programas eran de tema religioso o político, o de los dos tipos simultáneamente, y siempre en árabe sin subtítulos.

<<<

El autor (izquierda) y un compañero comprueban
el funcionamiento de una válvula en una conducción petrolera.
Marsa el Brega, Libia.

<<<

Llamar por teléfono a Europa, nunca sabré por qué, sólo se podía hacer desde el locutorio, mediante solicitud justificada por escrito, y tras una espera de varios días. Lo mismo para los telegramas. Las cartas tardaban cuatro o cinco meses en llegar, si llegaban, y la atmósfera del país, en general, era la de una nación en estado de sitio, donde todos los extranjeros éramos vistos como enemigos, cuando no como espías.

Sólo aguantábamos estar tres meses seguidos en aquel purgatorio porque los sueldos eran jugosos, y porque teníamos derecho a un mes de vacaciones pagadas entre cada dos turnos de trabajo. Pero en general, estar en Libia era tan desagradable que los trabajadores estacionados en el país contábamos el siguiente chiste: “En un concurso de televisión, al ganador le regalan una semana de vacaciones en Libia, con todo pagado… pero al perdedor ¡le regalan dos semanas!”

<<<

Recién salido del agua, el autor de estas líneas
se desprende de su escafandra Kirby Morgan,
que se conecta a la superficie por medio de un umbilical.
En verano, el agua en la costa libia es tan templada
que permite inmersiones a 30 metros de profundidad
sin traje de neopreno.
Al fondo la refinería de Marsa el Brega, Libia.

<<<

Te podían encarcelar por poseer bebidas alcohólicas, tener un Playboy o guardar un periódico donde apareciera una caricatura de Gadafi. En las tiendas de la capital, si podías acceder a ellas, no se vendía prácticamente nada útil. Los supermercados tenían una selección de productos limitadísima: largas estanterías llenas de reproductores de video, la de abajo podía tener sandalias de goma y la inmediatamente inferior cazuelas de color azul. Como los salarios de los libios eran altos (tanto petróleo en un país de tres o cuatro millones de ciudadanos se tenía que notar) y la variedad de objetos tan escasa, algunos empleados de la refinería tenían dos o tres reproductores de video y varios televisores en casa porque no sabían qué hacer con sus sueldos. Lo de irse de vacaciones al extranjero, una forma rápida y divertida de gastarse los cuartos, se lo ponían difícil con trabas políticas y burocráticas.

<<<

El amigo metanero de Barcelona

Aparte del alto nivel de vida, la atmósfera era la propia de un país estalinista gobernado por un ayatolá bipolar: ¡el paraíso en la tierra! Por eso, cuando salíamos de aquel lugar, y hacíamos escala en Roma, nos sentíamos como reyes sólo con entrar en un restaurante, poder comer lo que quisiéramos, ¡y con vino! Los países como Libia sirven para que nos demos cuenta de lo bueno que es vivir en una democracia, por limitada que sea.

El aislamiento era uno de los aspectos más desagradables de residir allí, pues además de incidir sobre nuestro estado de ánimo afectaba a nuestras comunicaciones, tanto con la compañía como con la familia. Un día, alguien cayó en la cuenta de que cada semana llegaba regularmente un barco metanero desde Barcelona para cargar gas natural, y que siempre era el mismo: el Laietá. Durante las pocas horas que el buque pasaba atracado en el pantalán, estaba prohibido subir a bordo o bajar a tierra. A pesar de ello conseguimos convencer a la tripulación española para que llevaran nuestras cartas a Barcelona, donde las podían echar en un buzón de Correos. El círculo se cerró cuando nuestros familiares empezaron a enviarnos las cartas directamente a las oficinas de la naviera barcelonesa para que nos las trajeran en el buque.

Pronto se estableció la costumbre de pasar y recibir nuestro correo por medio de un cubo atado a una soga, que un tripulante bajaba desde la altísima cubierta del buque hasta el pantalán. En el cubo no faltaban los periódicos ¡casi del día! o revistas que la tripulación del metanero había leído ya, lo cual era un pequeño lujo adicional. De vez en cuando, un soldado libio verificaba que en el cubo no bajara ninguna mercancía prohibida para nosotros, como alcohol o revistas “indecentes”, pero de todas formas aquellas entregas se habían hecho ya rutinarias.

Sin embargo, un día en el que había convencido a un tripulante para que me vendiera una botella de vino, al militar libio de guardia en el pantalán le dio por verificar el contenido del cubo. Se acercó andando deprisa, con gestos desde lejos, que me decían claramente que no me marchara de allí y que no soltara el cubo. La cuerda permanecía en la mano del marinero, que observaba la escena desde arriba, tratando de no mostrar miedo y con una sonrisa tan bobalicona como la mía. El militar, demasiado madurito para ser un soldado raso, se apresuró a coger el cubo en el cual la botella destacaba entre las cartas y los periódicos como un pingüino en Benidorm. El hombre me echó una mirada que quería ser severa, y por un momento me imaginé a mí mismo en un calabozo libio. Pero sus ojos se dirigieron inmediatamente a la bolsa de tela que yo llevaba en la mano. La agarró sin decir una palabra, y manteniendo el aire serio con el que me quería impresionar, usó la bolsa para guardarse la botella de Rioja. Miró al marinero que estaba arriba, me miró a mí, movió la cabeza con gesto de acusadora resignación, como diciendo: “estos infieles, no tienen remedio”. Y sin decir nada se marchó tranquilamente por la pasarela del pantalán, girando la cabeza de vez en cuando para observar mis reacciones, mientras yo, en silencio, rogaba a todos los dioses del Olimpo que mandaran un rayo lo suficiente fuerte como para fulminar al milico, pero lo bastante suave como para no dañar a la botella. Los dioses olímpicos, como era de esperar, pasaron olímpicamente de mí y me dejaron con dos palmos de narices y los bolsillos del mono de trabajo llenos de sobres y periódicos enrollados.

Independientemente de esta pequeña decepción, la llegada del flamante metanero, de doscientos metros de eslora, constituía uno de los mejores momentos en aquella atmósfera deprimente. El buque representaba para nosotros un verdadero soplo de brisa europea que nos traía noticias del mundo y de la familia. Por eso, sin haber puesto nunca un pie en su cubierta, ni saber cómo se llamaban sus tripulantes, el metanero se convirtió en algo querido por todos. Por mi parte tardé más de treinta años en conocer su historia, casualmente, gracias a un interesante libro de Manuel Rodríguez, ilustrado soberbiamente por Roberto Hernández. ¡Cuántas veces no hubiéramos brindado en Libia por el Laietá… si hubiéramos tenido con qué!

<<<

>>>