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La cumbre del Toubkal,

a pesar de hallarse

a 170 kilómetros del mar

y a más de 4.000 metros de altitud,

resultó ser el sitio perfecto para tomar

una decisión relacionada con la náutica.

Una decisión de esas

que le cambian la vida a la gente.

La sugerencia de Amador, mi compañero de viaje, me pareció una idea excelente: ser buceador profesional se me antojaba como el trabajo perfecto; se decía que ganaban un montón de dinero, que viajaban por todo el mundo, vivían aventuras continuamente y, encima, ligaban. Así que, siguiendo el consejo de mi amigo, que algo sabía de aventuras pues era guía profesional de safaris, decidí dirigirme a Cartagena para hacer el curso de buzo profesional en el Centro de Buceo de la Armada o CBA.

Tras bajar del Atlas, me despedí de Amador y sus dos amigas, que continuaron el viaje de vuelta a Barcelona a bordo de su Land Rover, mientras yo seguí saltando de pueblo en pueblo en autostop hasta llegar a la fascinante Marrakech, una ciudad con un telón de fondo tan espléndido, el Atlas, como el que tiene Granada, con su Sierra y su nieve.

La ciudad ya era bastante turística en la época, con la plaza de Jemaa el Fna llena de encantadores de serpientes, aguadores con sus cascabeles, contadores de historias y un respetable número de turistas y jóvenes desocupados. Estos jóvenes, que indefectiblemente hablaban o chapurreaban varios idiomas, incluyendo el catalán, ofrecían sus servicios de guía turístico a cualquiera que tuviera pinta de “guiri”.

Cansado y cubierto de polvo, después de muchas horas de viaje, y deseando encontrar cuanto antes un sitio donde descansar, se me ocurrió preguntarle a un chico de la ciudad si conocía un hotel que estuviera bien de precio y que no fuera demasiado cutre. Sin dudar un momento, el muchacho me indicó que le siguiera, y tras varias vueltas por callejones retorcidos, cubiertos con entoldados o con sombrajos de caña, llegamos a una plazoleta en la cual un hotelito de aspecto agradable destacaba, por su pulcritud, sobre los edificios circundantes. Tras pedirme una propina que no tuve gran problema en darle, el muchacho me condujo a la recepción y se puso a discutir durante unos minutos con el recepcionista, obviamente pidiendo su propina por parte del hotel, o eso me pareció porque soy un poco malpensado. En todo caso no creo que el tema de la conversación fuera la influencia de Bach en la música de Occidente.

En la recepción me asignaron una habitación bastante digna en el primer piso, dotada, curiosamente, de lavabo y bidé, aunque no tenía retrete ni ducha. Una disposición tan peculiar de los elementos de higiene debería haberme dado pistas sobre la naturaleza y usos principales de tan coqueto hotel.

El establecimiento podía presumir de un acogedor y fresco patio árabe/andaluz, hermosamente alicatado, con su fuente y sus macetas llenas de color. Todo el personal que trataba con el público, excepto las limpiadoras, estaba compuesto por jóvenes de buen aspecto, serviciales y bien vestidos. No como yo, que con mi camisa caqui desgastada por las correas de la mochila, tejanos descoloridos y unas botas añejas que me traje como souvenir del servicio militar, tenía el aspecto de uno de esos mochileros que nadie recoge en autostop. De hecho, ni yo me hubiera parado a recogerme a mí mismo.

Recuerdo que me fui a dormir pronto, y que por la mañana me despertó el inconfundible sonido de unas piedrecitas golpeando el vidrio de mi ventana, mientras alguien, desde la calle, susurraba “¡Paolo, Paolo…!” Al asomarme, encontré bajo mi ventana a un joven, todavía imberbe, que al ver que yo no era “Paolo” se disculpó atropelladamente, tras lo cual, con gran naturalidad empezó a tirar piedrecitas a la ventana de al lado: “¡Paolo, Paolo…!”

Al bajar al patio para desayunar, observo una mesa con cuatro hombres maduros en animada y ruidosa charla, salpicada de risas. Al darme cuenta de que eran españoles les saludé y ellos contestaron de buen humor. Me senté en la mesa de al lado y uno de ellos, el más dicharachero, no tardó en preguntarme de dónde era.

-De Barcelona -respondí.

-Entonces -siguió el hombre- seguro que no te asustas de nada. Verás: es que nosotros somos mariconas (sic). Venimos a Marrakech porque aquí puedes estar con varios chicos diferentes cada día; sólo te cobran ocho dirhams, y encima te tratan con delicadeza, como si fueras una dama.

Yo puse mi mejor cara de hombre de mundo y presté atención tratando de no mostrar sorpresa ni parecer un cateto, porque todo lo que me contaba el caballero resultaba una completa novedad para mí; en esa época era un pipiolo bastante más inocente que ahora.

Por medio de mis nuevos amigos, me enteré de que, ya en esos años, Marrakech era una verdadera Meca para el turismo gay, entre otras cosas, porque la homosexualidad masculina parecía estar bastante bien aceptada socialmente, no como la femenina. Aunque en realidad, técnicamente, la homosexualidad estaba, como lo está hoy, penada por la ley marroquí, en el norte y en las grandes ciudades existía una gran laxitud sobre el asunto. Me sorprendía que hubiera tanta aceptación en un país musulmán y tan anticuado. Pronto aprendí, sin embargo, que esta tolerancia se aplicaba sólo a los prostitutos varones, pues se consideraba que a quien adoptaba un “rol masculino” en una relación no se le podía catalogar como homosexual del todo. Algunos chaperos, aprendí luego, incluso despreciaban a los homosexuales y se jactaban de ello. Por otro lado, me contaron los españoles, en algunas ocasiones sus chaperos los invitaban al domicilio familiar, les presentaban a sus padres, y los clientes/amantes acababan tomando el té con la familia.

No puedo imaginar que a las prostitutas sus clientes las trataran con la misma “deferencia”, y me produce escalofríos pensar en las opciones que la vida puede ofrecer a las jóvenes pobres en un país tan atrasado. Podría ser, además, que la versión edulcorada de la situación que me contaban los maduritos españoles no fuera del todo verídica, sino una excusa para quedar bien ante mí y ante sus conciencias. Lo único seguro es que los chaperos, al contrario que las pobres chicas que se veían obligadas a prostituirse, ganaban más dinero, pues no tenían “intermediarios”. El destino de los muchachos, de todas formas, tampoco era envidiable, pues lo mejor que les podía pasar era que algún europeo con una buena jubilación se encaprichara de sus encantos y se los llevara a vivir con ellos a su país, algo que, sin duda, ocurría muy raramente.

Mientras mantenía esta conversación tan ilustrativa, se presentó otro señor maduro, un argentino muy interesante, pintor bastante cotizado en su país. Tras un rato de charla, desarrollamos cierta familiaridad y al saber que yo me había ganado la vida haciendo retratos y caricaturas al carboncillo, me llevó a su habitación para mostrarme algunos de sus espléndidos cuadros. También me enseñó fotos en las que posaba con políticos argentinos y algún artista internacional, como Alain Delon. La verdad es que era un tipo muy culto, y con más mundo que la maleta de una azafata de la KLM.

Cuando, al cabo de una media hora salimos de la habitación y volvimos al patio para tomarnos otro café, allí nos recibieron las sonrisas y el cuchicheo de los maduritos españoles, quienes, seguramente, fantaseaban con la posibilidad de que en el tiempo que yo había estado en la habitación del artista, hubiéramos intercambiado algo más que palabras. Cuando finalmente el pintor se retiró, los muy chismosos no aguantaron ni diez minutos antes de preguntarme si yo “estaba en el ajo”. Como ya esperaba la pregunta, les respondí sin dudar: “La verdad es que todavía no tengo esa experiencia, aunque antes de morirme quizás me decida a conocerla, pero eso sí, sólo después de haber subido en globo”.

En la plaza de Jemaa el Fna, los encantadores de serpientes competían desesperadamente para conseguir la atención y las monedas de los turistas. Deslumbrado por aquel ambiente, llegué a pensar que ese espectáculo podría gustar en España y, sin estar muy seguro de que fuera posible, al cabo de un rato de observar a los encantadores, ya había propuesto a un padre y su hijo, los profesionales más simpáticos de la plaza, que se vinieran a Barcelona si yo era capaz de conseguir que alguna sala de fiestas los contratara por una temporada. En apenas media hora, el hijo ya me había traído varias fotos de ellos dos practicando su arte, así como fotocopias de sus pasaportes en los que aparecía escrita en francés su profesión: “charmeur”.

Unos días después, en la frontera de Melilla, tuve ocasión de preguntarle a un policía español sobre las probabilidades de que un marroquí pudiera conseguir un contrato temporal, para trabajar como artista en un espectáculo. Me dijo que era posible, aunque requería papeleo y gastos de gestoría. Pero cuando le expliqué la naturaleza del espectáculo, tras contener la risa con gran esfuerzo, me informó de que la importación de especies animales, sobre todo las peligrosas, ya era otro cantar. Mis sueños de ser representante de artistas se desvanecieron para siempre, en aquel preciso momento, y eso me permitió centrarme otra vez en mi proyecto original: ganarme las lentejas trabajando bajo el agua.

De la famosa plaza de Marrakech, más que los aguadores con sus campanillas, y los “torturadores” de serpientes, (les extirpan las glándulas del veneno y las putean a conciencia), me fascinaron los profesionales de un arte que estaba desapareciendo a marchas forzadas, al mismo ritmo que progresaba la alfabetización en Marruecos.

Los contadores de historias han sido una constante en todos los grupos humanos a lo largo de los siglos, mucho antes de que se desarrollara la escritura. Fueron los transmisores de leyendas, historias reales y supersticiones. En la gran plaza de Marrakech, ver a estos hombres, casi todos ancianos, contando historias con todo tipo de gestos y exclamaciones, me llevó al pasado de golpe. Uno de los narradores clavaba su mirada en el público que le escuchaba fascinado. A veces, con la boca abierta, otras veces reflejando en sus caras, sin darse cuenta, las expresiones del narrador, especialmente los niños. Un espectáculo que me pareció emocionante.

Por casualidad, un par de meses antes, había leído un libro sobre Homero y su oficio de contador de historias, y no tuve ningún reparo en compararlo, salvando las distancias, claro, con los narradores marroquíes. Homero, sin embargo, fue algo más que un repetidor literal de leyendas que pasaban de padres a hijos. El autor de la Ilíada fue capaz de compilar relatos que llevaban dos o tres siglos siendo narrados, palabra por palabra, seguramente gesto por gesto. Pero él los pulió, les dio estructura y los puso en verso… ¡casi nada! El caso es que la leyenda de Troya atesoraba una tradición oral muy anterior a Homero, con tanto detalle, que el arqueólogo aficionado, millonario profesional y expoliador reincidente, Heinrich Schliemann, podía presumir de que sólo tuvo que leerse, veintisiete siglos después, la descripción geográfica que aparece en la Ilíada, para descubrir las ruinas de Troya, de cuya mera existencia aún se dudaba en la época. Aunque en realidad, el primero en seguir el relato homérico al pie de la letra fue Frank Calvert, quien inició las excavaciones en la colina de Hisarlik, en Turquía, y permitió que Schliemann -gran fantasmón- se quedara con la fama.

Tras mi fugaz pero intensa parada en Marrakech, volví a la península a través de Melilla y me dirigí a Cartagena, dispuesto a convertirme en todo un Cousteau. De la ciudad apenas recuerdo la impresión que me hizo el submarino de Peral, expuesto en la calle, pues no perdí tiempo y me dirigí al CBA, único lugar de España donde, aparentemente, se podía uno convertir en buceador profesional. No tardaron mucho en echar un jarro de agua fría sobre mis sueños: un suboficial me informó de que el CBA sólo admitía como alumnos a militares. Pero… ¡qué es un jarro de agua fría para alguien que aspira a ser buzo en el proceloso océano!

En Cartagena me dijeron, además, que desde hacía un par de años, todos los profesionales civiles del buceo se formaban en la Escuela de Náutica de Alicante, la única de toda España que expedía titulación profesional, y allí me dirigí tras sacudirme la decepción, como hacen los perros mojados para librarse del agua. No había problema, Alicante no estaba lejos, era (y es) una ciudad bonita y luminosa, y poco a poco me iba acercando a mi objetivo. Mi mochila llevaba poco peso, mi cartera y mi estómago todavía menos, pero la ilusión de un futuro lleno de experiencias y viajes me llenaba la cabeza, y eso compensaba todo lo demás.

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