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Del Atlántico al Atlas
La policía marroquí no puso ningún problema a mi petición de visado. Diríase que a los funcionarios del país les sorprendía agradablemente que un marinero español dejara su barco, simplemente, para darse un paseo por su país, como turista. Yo había pasado ya unos meses en el buque Acuario, trabajando como marinero de cubierta, en varios viajes entre Francia, España y Marruecos. En aquel momento me moría de ganas de probar algo distinto y el país Alauita me llamaba con su promesa de experiencias nuevas.
El proceso de visar mi pasaporte lo realizó el capitán del puerto de Casablanca, en apenas un par de días. Quienes de verdad estaban sorprendidos e impresionados, aunque lo disimulaban con bromas, eran los compañeros de la tripulación. Para ellos, eso de irse a la aventura, con la mochila al hombro y solo, a recorrer un país como Marruecos en autostop les parecía una aventura demasiado peligrosa, y auguraban dificultades de todo tipo: robos, hambre, sed y unas cuantas calamidades casi bíblicas.
En aquella época, con algunas excepciones, los marineros españoles solían proceder de ambientes muy humildes, como podían ser familias de pescadores o campesinos, especialmente del Norte. No se hacían marineros para viajar, sino para comer, y los viajes les interesaban bastante poco. A algunos les intimidaba, especialmente, tener que desplazarse por el extranjero sin la seguridad que proporciona ser parte de la tripulación de un barco, por eso intentaban, siempre que les era posible, desembarcar en algún puerto español cuando les tocaba coger sus vacaciones. Los oficiales, lógicamente más instruidos y con conocimientos de inglés, no tenían ese problema.
Recuerdo el caso de Paco, un marinero de cubierta, bastante mayor. Cuando le llegó el momento de incorporarse de nuevo al trabajo, tras unas vacaciones, la naviera le ordenó que se embarcara en un puerto lejano, fuera de Europa. El viejo marinero intentó desesperadamente aplazar su embarque unas semanas para no tener que viajar solo por otros países, cambiando de vuelos, pues no hablaba ni una palabra de inglés ni de ningún otro idioma, a pesar de haber trabajado anteriormente, durante años, en un buque de bandera danesa. Pero la empresa fue inflexible y amenazó con despedirle si no hacía lo que le pedían. Desde la naviera le dieron sólo una opción: despedirse de la empresa, con la promesa de ser contratado de nuevo cuando su buque tocara puerto español. Paco accedió de mala gana, aunque con ello perdió su antigüedad en la empresa. Así eran algunas navieras de nuestro país.
Yo sólo había sido marinero unos meses en el Acuario, pero ya empezaba a encontrar aburrido el tipo de barco y la ruta, y algo me decía, (aunque seguramente me equivocaba) que en la marina mercante se podían visitar muchos puertos, pero en realidad no se veía demasiado mundo. Por eso, y por otras razones que no vienen al caso, decidí dejar el buque y emprender un “tour” por libre en Marruecos, antes de volver a Barcelona.
Mi vida en ese granelero tuvo momentos buenos y otros decididamente mejorables, pero durante todo ese tiempo, lo peor fue tener que aguantar a un oficial alcohólico y tiránico a quien yo no caía nada bien. A este sujeto, le molestaba especialmente la confianza que yo parecía tener con el primer oficial del buque, un simpático granadino aficionado a la lectura, no como “el otro”, que sólo leía las etiquetas de las botellas de whisky que trasegaba con empeño verdaderamente profesional.
Bajé la pasarela del buque, en el muelle de Casablanca, con la mochila al hombro y sentimientos encontrados: ilusión principalmente, pero también algo de prevención ante lo desconocido. Dejar tu barco es como dejar tu casa, los compañeros, la comida, la cama y la seguridad de ese hogar flotante. No tenía idea de cómo podía ser el interior de Marruecos en 1977, ni de cómo me iba a mover por esas carreteras de Dios. Hablaba bastante francés que, afortunadamente, aprendí durante el bachillerato y refresqué en la vendimia francesa, y pensé que con eso, con algo de improvisación y, sobre todo, con la seguridad que suelen tener los jóvenes, ya era suficiente para enfrentarme a un país tan interesante, y tan desconocido para mí, como era Marruecos.
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Autostop para ilusos
Alternando autobuses y autostop fui saltando de ciudad en ciudad, aterrizando en pensiones y hotelitos baratos. Mi idea era conocer algún oasis del desierto, poder ver algún erg (mar de arena) y darme un paseo por el Atlas, aunque el plan, en realidad, lo iba decidiendo sobre la marcha, dependiendo de la ruta de quien me llevara en autostop, o de los autobuses y camiones a los que me fuera subiendo. Muchos de los pueblos por los que pasé, en aquella época, todavía no estaban conectados por carreteras asfaltadas.
Me chocó especialmente la pobreza del país, que fuera de los lugares que ya empezaban a ser turísticos, o de las zonas más elegantes de las ciudades, se me antojaba casi medieval. Me molestaba particularmente ver como trataban a los burros y caballos, que siempre parecían cansados y sobrecargados. Los perros eran sombras huidizas, llenos de mataduras, o comidos por la sarna.
Un día, en una pequeña aldea, pude presenciar como una gallina, a la que habían rebanado el pescuezo, corría en círculos soltando un reguero de sangre, mientras un perro esquelético la perseguía tratando de cazarla. Un par de chiquillos, al mismo tiempo, riéndose a carcajadas, lanzaban piedras al perro para espantarlo y cuando el chucho recibió un impacto y salió aullando, los niños siguieron tirándole piedras a la gallina, que agonizaba en el suelo. Un mozalbete mayor que los otros entró en escena repartiendo puntapiés y algún bofetón a los chiquillos, que tendrían apenas diez años. Recogió la gallina ya muerta y se metió en su casa -imagino que el animal era suyo- volviendo así la tranquilidad a la plazuela.
La escena me había desagradado profundamente. Sin duda, en la España rural de la generación anterior, aquel momento de crueldad hubiera sido algo común y cotidiano. Pero para mí, iluso jovenzuelo de clase media baja, criado en una ciudad provinciana, aquel evento sirvió para formarme una idea de Marruecos como la de un lugar donde todo el mundo abusaba de sus inferiores, en una jerarquía perfectamente establecida de poder y de crueldad. Imaginé que los ricos abusaban de los pobres, los pobres de sus esposas, las esposas de sus hijas, los chicos grandes de los pequeños y éstos, a su vez, de los perros callejeros, que por su parte hubieran destrozado a cualquier gallina descabezada que se les hubiera puesto a tiro. Sin querer, había visto en unos segundos algo equivalente a la “cadena trófica” que se muestra de forma obscenamente clara en las sociedades atrasadas.
Sé que la anterior reflexión puede parecer sensiblera en exceso, y la triste realidad es que muchas sociedades, además de la propia naturaleza, funcionan con una dinámica implacable que determina quién sobrevive lo bastante como para pasar sus genes a la siguiente generación. Las semanas posteriores, en Marruecos, de una forma u otra, no hicieron sino reforzar esta percepción.
La mayor parte del desierto que recorrí esos días lo recuerdo monótono, aunque interrumpido por algún barranco. En las llanuras predominaba el suelo duro de guijarros negros, y las pistas no eran otra cosa que las rodadas de los vehículos. Cada dos o tres kilómetros unos montones de piedras, a modo de mojón, servían de referencia, aunque carecían de utilidad tan pronto como el viento levantaba algo de polvo, cosa frecuente en esas latitudes. Pero los locales sabían aprovechar bien esas pistas tan espartanas, así como los vehículos que por ellas circulaban. Verdaderamente le sacaban el jugo a los camiones, cargados de forma inverosímil, y a las rancheras Peugeot, igualmente llenas de trastos, gente y animales.
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Autostop para tontos
Acostumbrado al autostop en España, no me preocupaba demasiado quedarme plantado, durante horas, en algún cruce de carreteras, asfaltadas o no, esperando a que me parara un vehículo con espacio libre. La simple idea de “hacer dedo” en el desierto me parecía un concepto tan “tonto” como divertido. A priori parece absurdo tener esperanzas de éxito en la empresa, porque por esas zonas apenas pasan coches, pero yo tenía la impresión de que los pocos que pasaran por allí serían mil veces más propensos a detenerse que los millones de vehículos que circulaban indiferentes por las principales carreteras de España.
El autostop en el Sur de Marruecos era distinto, en efecto, al de Europa. La mayoría de los conductores que te recogían, que eran casi todos los que pasaban, no tenían otro espacio en el camión que un lugar sobre las mercancías, en el que te tenías que sujetar a lo que fuera, compartiendo el espacio con otros pasajeros, todos campesinos, y algún que otro animal. La otra opción era sentarse apretujado con los ocupantes de la cabina. Cuando se trataba de un turismo, el sempiterno Peugeot, te apretabas delante o detrás con el resto de pasajeros, sabiendo que de ti se esperaba una pequeña contribución económica, al igual que de los otros ocupantes.
Tras varios días de viaje, cambiando de vehículo muchas veces, en un cruce de caminos me recogió un Land Rover en el que viajaban un joven y dos chicas de Barcelona, una de ellas su novia. Cuando les hablé de mi proyecto de viaje, pudimos comprobar que, en muchos puntos, coincidíamos en la ruta que pretendíamos seguir. Tras unas horas de traqueteo, tragar polvo y charla amistosa, les propuse unirme a ellos durante unos días, compartiendo gastos, lo cual aceptaron de buen grado. Los pobres no sabían de mi natural propensión a las largas parrafadas y a los chistes de gusto dudoso.
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Desierto poco desierto
De nuevo por las rutas del desierto, pero esta vez avanzando más deprisa y yendo directamente a los lugares que más nos interesaban, me sorprendía, de vez en cuando, ver en la distancia un bulto oscuro al lado de la pista, normalmente en un cruce de caminos. A medida que te acercabas, aquello dejaba de ser un bulto para transmutarse en un muchacho somnoliento, sentado en el suelo, protegido del sol por una chilaba o por una manta. Cuando el vehículo estaba lo bastante cerca, el muchacho se incorporaba y te hacía señas para que pararas. Al hacerlo, descubrías que el aparentemente despistado beduino era, en realidad, un avispado vendedor de minerales variados, rosas del desierto y fósiles.
La primera vez que tuve cerca a uno de estos vendedores me dieron ganas de preguntarle con sorna dónde había estudiado marketing. Pues me daba la impresión de que vender en el desierto era como predicar en el “ídem”. Pero luego me di cuenta de que, con el incipiente turismo que comenzaba a moverse por esa zona, bastaba con que cada día pasaran media docena de todo-terrenos con extranjeros, para conseguir vender rosas del desierto por valor de 4 o 5 euros actuales, que era el salario diario de muchos marroquíes de la época. Además, de golpe, caí en la cuenta de que hacer autostop en el desierto, como yo estaba haciendo, no parecía ser una actividad mucho más inteligente que la de tratar de vender cosas en medio de la nada.
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Paseo por el Atlas
Tras visitar los consabidos ergs, poblados y oasis, que hoy en día reciben a miles de visitantes en viajes organizados, nos dirigimos hacia el Atlas con la intención de ascender al Toubkal, un cuatromil fácil que es la montaña más alta del Norte de África.
Por aquel entonces, si no recuerdo mal, la carretera llegaba hasta el pueblecito de Imlil, que hoy está lleno de agencias de viajes de aventura y “trekking”, y poco después se abandonaba una pista y se subía por un camino de mulas cada vez más empinado al lado de un arroyo. De vez en cuando se pasaba por algún minúsculo poblado de casetas de piedra, sin electricidad ni agua corriente, en los que el tejado de alguna casa, construido con palos, arcilla y presumiblemente estiércol era pisado con toda naturalidad por personas, burros o cabras. Me pregunto todavía cómo conseguían que no filtrara la lluvia.
Pernoctamos en un hermoso y antiguo refugio del Club Alpino Francés, situado a más de tres mil metros de altitud, y a mil metros por debajo de la cumbre. Bien temprano, los cuatro barceloneses iniciamos la marcha hacia la cumbre. Era un día soleado y el camino se hizo cada vez más agreste y alpino con grandes rocas oscuras y manchas de nieve y hielo.
En la cumbre, muy asequible en verano, nos sentamos a contemplar el paisaje durante un buen rato. Mi compañero de viaje, guía profesional de safaris, que en esa ocasión estaba volviendo a Barcelona acompañado de las dos muchachas, me preguntó qué pensaba hacer con mi vida al volver a “la civilización”. Estuve un rato meditando la respuesta, porque, la verdad, es que no lo había considerado todavía seriamente.
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Marinero en el monte
Repasé mis opciones laborales, estremecedoramente exiguas. Sólo había hecho el bachillerato superior; había estudiado “dibujo publicitario” durante un año en la selectiva Escuela Massana de Barcelona; había trazado dibujos a tinta para un tipo que trabajaba para un conocido artista del cómic. Durante un tiempo me gané la vida haciendo retratos al carbón por encargo. Y también contaba con la experiencia de una vendimia en Francia y una temporada de esquí como pistero en la estación de la Molina. Volver a mi antiguo barco, el Acuario o a otro buque como marinero, también era una posibilidad, sin duda, aunque yo quería algo más interesante.
De modo que le dije a Amador, (el guía de safari tenía ese nombre imposible de olvidar), que no sabía qué hacer, pero que me gustaría un trabajo que me obligara a viajar, que no se pagara mal y en el que hubiera aventura, aunque ello representara algún riesgo.
Amador meditó apenas unos segundos y me propuso hacerme bombero, pero claro, con esa profesión no se cumplía la condición de viajar, aunque ellos puedan hacerlo con las largas vacaciones y días libres que suelen acumular. Por otra parte, la posibilidad de ser funcionario y llevar uniforme no acababa de seducirme, de modo que insistí con mi pregunta.
Al cabo de un rato, esta vez más largo, Amador dijo como si hablara para sí mismo: “Con lo que te gusta el mar… ¿por qué no te haces buzo?” -Una lucecita se encendió de golpe en mi cabeza-.
El bueno de Amador, un tipo con mundo y unos años mayor que yo, me explicó que para ser buceador profesional era necesario pasar unas pruebas físicas de selección bastante exigentes y realizar un curso de dos o tres meses en el “CBA”, o Centro de Buceo de la Armada, de la base naval de Cartagena. Con esa información, a 4.216 metros de altitud, rodeado de nubes y con la cabeza llena de pájaros, decidí, sin dudarlo ni un segundo, que había encontrado la profesión perfecta para mí. Quizás la falta de oxígeno a esa altitud también influyó, pero desde ese momento, supe que nada se interpondría en mi camino hasta que pudiera encasquetarme una escafandra como la del capitán Nemo.
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Moraleja
No tomar decisiones en atmósferas pobres en oxígeno.
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