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Esta carta
ha sido publicada
por su indudable interés,
y con la autorización
del remitente.
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26 de Marzo de 2021
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[…]Tras una búsqueda
un tanto despreocupada
por internet
me di de bruces
con tu artículo
sobre la embarrancada
de «El Paso Paul Kayser».
Esta historia tiene un valor especial para mí porque yo fui el segundo buzo que se sumergió para comprobar los daños del casco a las pocas horas del suceso. En esos días yo era un buceador profesional bisoño, recientemente titulado en la Escuela de Náutica de Alicante, que trabajaba para la compañía Tecnosub de Tarragona. Una pequeña compañía de buceo gestionada por un negociante cartagenero y un buzo holandés con contactos en la compañía de salvamentos Wijsmuller. Gracias a esos contactos, el holandés y yo fuimos los primeros en llegar (subcontratados) y realizar la primera inspección de los daños. Eso sí, con una zodiac alquilada y equipos de buceo de lo más básico, pues no llevábamos ni chaleco para compensar flotabilidad. Ari, el jefe, fue el primero en sumergirse y al cabo de unos minutos reapareció con una sonrisa pícara, se subió a la zodiac y me mandó a mí hacia abajo para que echara un vistazo, pero sin soltar prenda.
Con mi poca experiencia profesional, pues apenas había trabajado llevando buceadores deportivos de paseo submarino, bucear en solitario en medio de la turbia corriente, en un lugar de tránsito de tiburones y orcas, sin saber con lo que me iba a encontrar, hacía que el corazón me latiera casi descontroladamente y mi ritmo respiratorio estaba tan acelerado que llegué a pensar que el regulador estaba estropeado porque me faltaba el aire. Pero se suponía que era un profesional y no quería darle el gusto al holandés de verme estresado, así que hice de tripas corazón, recuperé la calma y tiré “p’abajo” a golpe de aleta luchando contra la casi eterna corriente del Estrecho.
Tras superar el bulbo por estribor me encontré de pronto con un boquete enorme, una verdadera gruta de hierro, en la amura y en el fondo plano del buque, donde se apreciaba un gran trozo de metal medio arrancado, como la tapa rota e irregular de una lata de sardinas abierta yendo hacia la popa y cuyo final la poca transparencia del agua me impedía vislumbrar.
Me animé a meterme dentro del enorme boquete y ascendí hasta encontrar un espacio con aire entre el doble casco y los tanques de gas licuado, aunque no me quité la boquilla del regulador por si había alguna fuga de gas. La única luz que llegaba venía de abajo pues ni siquiera llevábamos linternas. Puedo asegurar que la experiencia en medio de la casi oscuridad es cualquier cosa menos tranquilizadora. Tras calmarme un poco y acostumbrar mis ojos a la penumbra me hice una idea de la situación y pude ver que por ese enorme boquete podía haber entrado con holgura un tren de mercancías. Salí con cuidado, procurando no cortarme con los bordes brillantes y afilados de la plancha de acero desgarrada que imagino tendría cerca de una pulgada de espesor, pero con bordes afilados como una navaja de afeitar, y volví a la superficie con la sensación de haber tenido un bautismo profesional nada aburrido.
En días sucesivos tuve que recorrer toda la carena a lo largo y ancho para evaluar la magnitud de los daños. El buque estaba encallado sobre todo por la proa, pero una buena parte del casco estaba en aguas libres. Recuerdo que el fondo estaba pintado de azul claro y que con agua turbia, después de hacer unos cuantos cambios de rumbo a golpe de aleta, un buzo corría el riesgo de no saber dónde estaba la proa, la popa o los costados, con lo cual creyendo salir por babor se podía uno agotar recorriendo los 280 metros de la eslora, o salir por estribor sin que el ahorrativo holandés, que me esperaba en la zodiac, me pudiera encontrar. Desde una zodiac, con apenas un poco de mar rizada, ya no se puede distinguir la cabeza de un buceador en la superficie, sin chaleco, a 100 metros de distancia. Recorrer cientos de metros de distancia, a veces zigzagueando, tomando nota de abolladuras y grietas, con un firmamento de acero azul y plano sobre la cabeza era una experiencia nueva para mí, que a menudo me hacía olvidar el riesgo de salir por el lado equivocado del buque. Mi referencia, a veces, era la corriente, otras veces la luz incierta que asomaba por los costados si el día era soleado, pero al principio siempre tenía la incómoda sensación de que podía equivocarme y salir por el lado incorrecto. Al cabo de unos días, sin embargo, me sentía tan confiado que realizaba parte del recorrido nadando boca arriba, pegado a mi firmamento de acero como una rémora se pega a un tiburón, así no tenía que doblar el pescuezo para ver la zona de la carena a la que me dirigía. Pronto descubrí, además, que por las marcas que dejan los apoyos de madera de los astilleros se puede saber cuál es el sentido longitudinal del buque.
Unos días después llegaron dos buzos norteamericanos contratados por los armadores y puedo asegurar que también pasaron bastante miedo cuando se tuvieron que meter, como había hecho yo previamente, entre las rocas del bajo y el propio buque para tomar medidas. Siempre piensas que cuando estás debajo, el buque puede decidir moverse, a pesar de las anclas, y convertirte en chimichurri.
Resultaba curioso ver como las puntas de roca del bajo de la Perla se habían roto con el choque y daba la impresión de que el casco del buque las había afeitado en una magnitud difícil de calcular… pero que bien podía ser más de un metro. Parte de la pintura del casco se había fundido con el roce brutal de la roca y formaba mazacotes sólidos y pesados de color azul desparramados sobre las rocas del bajo. Se comentaba que había habido otros naufragios en la zona, pero bien podían ser leyendas o bulos teniendo en cuenta que la Perla en aquel momento quedaba a 10 metros de la superficie y que los barcos de ese calado, lógicamente, la evitaban pues está bien marcada en las cartas; actualmente sale incluso en Google Maps.
Los buzos de Tecnosub (luego llegaron otros seis) permanecimos a bordo durante el trasvase del gas licuado al «Sonatrach» y, finalmente, antes del remolque a Lisboa, con el buque ya vacío y libre de la Perla, el holandés y yo fuimos los encargados de cortar con soplete de arco-oxígeno un gran fleco de plancha de acero del casco exterior, que quizás tenia 30 o 40 metros de largo y varios metros de ancho, para que no representara un peligro o un freno durante el remolque.
Meses después de esa experiencia volví a la Escuela de Náutica de Alicante para obtener el título de buceador de primera, el de buzo de escafandra clásica y el de especialista en obra hidráulica. Posteriormente trabajé para Comex en Bilbao, para Micoperi en Brasil y de nuevo con Tecnosub en Libia y Tarragona, pero pronto recuperé la cordura y dejé el buceo profesional. En esa época tenía 24 años, y apenas trabajé como buzo otros cuatro o cinco años.
Espero haberte proporcionado algún detalle que te haya permitido ver un evento tan especial desde otro ángulo.
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El artículo de Luis Jar Torre
es «Un Paso Complicado»
(La Embarrancada de «El Paso Paul Kayser» en Algeciras)
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https://grijalvo.com/Jar/Jar_Kayser.htm
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