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Los marinos pasamos muchas horas, días y hasta meses en la mar. Quizás éste sea el momento en que nuestra experiencia a bordo de un buque pueda servir de ayuda a algunas personas. Este artículo no pretende ser ningún manual de autoayuda, ni siquiera dar consejos a nadie. El autor se conforma con entretener al lector; y si además pudiera arrancarle alguna sonrisa, ya sería el mejor de los premios.

Siempre he oído de mis mayores en la Armada que la ociosidad y el no hacer nada son lo peor que puede pasar a bordo de un buque; que tanto la alegría como la depresión son contagiosas, y que el mal ambiente entre la gente de a bordo puede ser el peor de los temporales. Luego, es importante estar activo y mantener siempre una actitud positiva.

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El buque escuela «Juan Sebastián de Elcano» fondeado en la bahía de Ibiza

Fotografía de Carlos Noguera Wilson

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Los periodos en los que por razón mi profesión he tenido que estar confinado a bordo de un buque han sido muchos: desde el viaje como alumno en el buque escuela «Juan Sebastián de Elcano», hasta el último embarque, de cinco meses seguidos, a bordo de un barco de guerra francés en el Océano Índico. Como cualquier marino, en todos ellos pasé momentos buenos, muy buenos, malos y muy malos. Pero siguiendo las enseñanzas de mis mayores trato de conservar el recuerdo de los dos primeros y olvidarme de los dos últimos.

Me centraré en contar un par de anécdotas del «Juan Sebastián de Elcano». Cruzamos el Atlántico en ambos sentidos. Fueron navegaciones largas. Sobre todo, la ida desde Canarias a Brasil. Fueron veinte y tantos días en la mar sin ver más que agua por todas partes; pero casi ni nos enteramos. El secreto: estar ocupados todo el tiempo.

Nos levantábamos antes del amanecer para obtener la situación del barco por medio de las estrellas. A media mañana, al medio día, y a media tarde hacíamos lo mismo observando la altura del sol sobre el horizonte. Al anochecer, más estrellas; y a medianoche observación de luna. Y entre observación y observación: clases teóricas, guardias, guardias, más guardias y maniobra de velas. La rutina del día a día y una actividad febril hicieron que todo el mundo permaneciera alegre y el tiempo de cruzar el Atlántico fuera casi un suspiro.

Los problemas se presentaban los domingos por la tarde, que era cuando se paraban las actividades y nos daban descanso. Casi siempre había algún roce o alguna medio pelea por alguna cosa sin importancia. Una tarde de domingo ocurrió algo extraordinario, algo propio de chicos de veinte años. Nos habían dado fabada asturiana de rancho y andábamos todos con los intestinos llenos de gases. A dos alumnos se les ocurrió arriarse los calzones, dejar salir los gases y, cada vez que salía un envite de gas fétido lo encendían con un mechero. ¡Aquello parecía un lanzallamas!

Enseguida se formó un gran alboroto de risas y bromas en el compartimento del barco que hacía de aula de clase, de comedor, de capilla… de todo. El ruido llegó a oídos del oficial de guardia en el puente, que bajó a ver qué ocurría. Lo primero que vio fue una llamarada en mitad de la estancia. «¡Qué indisciplina!», debió de pensar. Y después de esconderse detrás de un mamparo para poder reír sin que le viéramos, nos sacó a todos a correr, dando vueltas por la cubierta del barco. Bueno, a todos no. A los autores del crimen los mandó arrestados a lo alto de la cofa (plataforma de observación en mitad del mástil) todo el tiempo que le quedaba a él de guardia.

En el viaje de vuelta también ocurrieron cosas. El viaje no fue tan largo, pero sí más duro a causa del mal tiempo, porque el comandante quiso volver aprovechando los vientos de las borrascas atlánticas para llegar antes a Europa, al objeto de pasar un día o dos refugiados en alguna bahía, para pintar el barco y dejarlo presentable antes de entrar en puerto. 3

Otra ociosa tarde de domingo, «sin televisión, ni móvil, ni internet», ocurrió lo siguiente: antes de partir de Cádiz hacia América, una conocida empresa de embutidos, nos había embarcado un gran lote de jamón para en el caso de que el buque organizase alguna recepción a bordo, en los Estados Unidos, se lo ofreciéramos a los visitantes. La empresa, por aquel entonces, tenía mucho interés en introducir sus productos en aquel mercado, y utilizaba todas las vías posibles para hacerlo. Lo mismo hicieron varias bodegas de Jerez y Sanlúcar de Barrameda con sus vinos. Nos llenaron los pañoles (almacenes).

El caso es que los alumnos nos enteramos de que había sobrado mucho género, y de que el comandante pretendía devolvérselo a sus dueños. ¡De eso nada! Pensamos los guardias marinas.

Liderados por un guardiamarina de infantería de marina decidimos organizar un comando para ir a las bodegas del barco a sustraer el material. Como era domingo, había siesta. Así que se aprovechó la hora de la siesta para llevar a cabo la arriesgada acción. El momento más oportuno para llevar a cabo el golpe de mano era el cambio de guardia de las 16:00. Se supuso que durante el cambio de guardia, tanto los salientes como los entrantes estarían ocupados haciendo el relevo, y no se darían cuenta de nuestros movimientos.

Así que se fijó como hora «H» las 15:55. Tres alumnos se situaron en puntos clave de la cubierta del barco para vigilar y, en caso de peligro, dar la alerta a los que iban a ejecutar la «acción directa». Simulaban que estaban fumando. Si mantenían la colilla a la vista significaba «luz verde», que todo estaba correcto; si escondían la colilla detrás de la espalda «luz ámbar», peligro, no moverse; si lanzaban la colilla por la borda, «luz roja», abortar la misión.

A la hora señalada otros tres guardias marinas salieron del compartimento de alumnos, a intervalos de minuto y medio, y andando por cubierta hacia proa haciendo ver que se dirigían a las letrinas de proa del barco, se introdujeron por la escotilla que daba acceso a los almacenes – los pañoles – de víveres secos; es decir, de comida.

No había candado. La puerta del pañol de víveres secos era la típica puerta de acero, de forma ovalada, con un mecanismo de apertura y cierre en forma de volante de coche. ¡Sin problema! Cogieron un jamón pata negra, dos cajas de vino y, con mucha naturalidad, como si no pasara nada, salieron de nuevo a cubierta, como si vinieran del pasillo de letrinas. Afuera les esperaban los tres vigías, mano sobre mano, mostrando sus colillas bien a la vista. Significaba: «no hay moros en la costa», podéis seguir avanzando hacia popa.

Fue un golpe bien planeado, discreto, rápido y muy bien ejecutado. Un éxito. Gracias su iniciativa y arrojo, el comando logró sustraer una pata de jamón cinco jotas y un par de cajas de doce botellas del mejor vino fino.

Al poco rato, se dio la circunstancia de que el viento cambió de dirección. Se puso de aleta – a un largo -, y el oficial de guardia necesitó reorientar las velas al viento. Como era tarde de descanso, no quiso molestar a la marinería y solicitó la ayuda puntual de unos cuantos alumnos. Envió abajo a un alumno que estaba de guardia con él en el puente para que pidiera voluntarios. Nadie le hizo ni puñetero caso. Y como pasaba el tiempo y ningún alumno subía a cubierta a lascar escotas, el oficial de guardia decidió bajar, él mismo, a buscar unos cuantos «voluntarios».

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Alumnos del buque escuela «Juan Sebastián de Elcano» al pie de la arraigada de obenques a la espera de recibir la orden de subir a las vergas para recoger o dar las velas.

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Nos pilló en plena orgía de jamón del bueno y vino fino. Aquello de hurtar viandas de las despensas del barco ya no era como lo de encender gases fétidos, sino una falta muchísimo más grave. El oficial de guardia dio parte del hecho al segundo comandante y éste, como hacía buen tiempo y teníamos la mar de popa, nos castigó a todos a «rezar el rosario». Ese era el nombre que se le daba a un castigo consistente en trepar hasta la cofa, por los cables que sostenían los mástiles – la arraigada de obenques – y volver a bajar; pero la cofa de todos y cada uno de los cuatro palos del barco, desde el palo de mesana hasta el trinquete, pasando por el mayor popel y el mayor proel. Después de cumplir el castigo, algunos acabamos con erosiones y sangre en las manos, de lo mucho que nos habíamos agarrado a los obenques.

Menos mal que éramos muy jóvenes, teníamos veinte años, teníamos siempre actitud positiva y, gracias a eso nunca perdimos el buen ambiente a bordo.

En definitiva, que todas nuestras desgracias ocurrían en periodos de ocio, cuando teníamos tiempo libre, nada que hacer y con la cabeza dando vueltas. La rutina de las clases, las guardias, las maniobras del barco y los cálculos astronómicos para obtener la situación del buque, eran en realidad una salvación. Cualquier marino tiene muchísimas anécdotas que contar. Estas han sido dos. Espero que les hayan entretenido. Las dotaciones de nuestros submarinos aguantan muchísimo tiempo sumergidos porque están permanentemente ocupados. Si usted, amigo lector, tiene que pasar largo tiempo a bordo de un barco o de un lugar confinado, búsquese una tarea que le ocupe el tiempo, y mantenga siempre una actitud positiva. ¡El estado de ánimo, bueno o malo, se contagia!

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