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Publicado en Omnia núm. 32, en febrero de 1992
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Poco les duró a los socialistas
lo de creerse los primeros banqueros del país.
Aún no se les había subido a la cabeza
cuando ya aparecía en el firmamento financiero
una nueva nebulosa.
Su brillo ha eclipsado la estrella mironiana de la Supercaixa,
los luceros europeos del Bancobaya
y de propina la mismísima Constelación Bancaria Española.
Se trata, por descontado, del Banco Centroamericano, digno sucesor de aquel Banco Español Central de Crédito que resultó una estrella fugaz. Aún habrá quien recuerde a Mario Conde y a don Alfonso Escámez vendiendo aquello a sus atónitos accionistas. Era una nueva dimensión en el universo bancario. A la vuelta de unas semanas, la supernova se había convertido en un agujero negro. Los mismos personajes comunicaban a los mismos accionistas que la operación no se hacía. Los designios de la celestial cúpula bancaria eran y son inescrutables.
Sobre el papel, esto de las fusiones no está nada mal. En el ejemplo que nos ocupa, dos bancos que están entre los grandes derrotados de la guerra de las supercuentas revalorizan los activos de su balance. Se trata de bienes como los locales de sus oficinas; o sea, de cosas que no se pueden vender sin cerrar el tinglado. La empresa sucesora no tiene en caja ni una peseta más que las precedentes. Es más, el proceso tiene unos costes enormes. Y a pesar de todo es un negocio redondo. Mediante argucias que demuestran una vez más que la contabilidad, como la economía, es una ciencia exacta porque dice exactamente lo que uno quiere que diga, dotarán fondos propios con cargo a exenciones fiscales. Así es la cosa.
La otra cara del asunto es que las famosas «economías de escala» consisten mayormente en «integrar» oficinas próximas, especular con los inmuebles, despedir personal «excedente» y aumentar la productividad de los afortunados que siguen en plantilla. El camino de las fusiones está jalonado de víctimas en diversos grados de traumatismo. Casi todos son anónimos empleados o mandos intermedios de las entidades matrimoniadas. Entre los que han alcanzado notoriedad están los Albertos, Boyer o el difunto Pedro «de» Toledo. Podríamos ganar algo de dinero haciendo apuestas sobre quién será el siguiente. Alguno caerá.
Volviendo a la Constelación Bancaria, veremos cómo reaccionan sus funcionarios ante la novedosa perspectiva de trabajar como todo el mundo. Dice Solchaga que van a competir «en igualdad de condiciones» con las entidades privadas. Mucho habrán de cambiar los planetas para que bancos como el de Crédito Local, cuyos clientes son «nuestros» Excelentísimos (?) Ayuntamientos, hagan semejante cosa. Porque eso es casi tan difícil como ser el banquero del Atlético de Madrid.
Deseémosles a todos ellos la suerte que se merecen en su loca carrera hacia la ruina. Otro día le comentaré una frase muy oída en estos últimos treinta siglos, a saber, «Todos vamos en el mismo barco». ¿O es «banco»?
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Todos vamos en el mismo barco…
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