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Hoy, si usted quiere,

haremos uno de mis ejercicios

de Historia de estar por casa.

En los tiempos de Sinuhé,

la “ciudadanía” egipcia

venía a ser una “nacionalidad”

obtenida por “Ius sanguinis”,

el derecho de sangre.

Los hijos de cada tribu

eran “propios”.

Los demás eran “extraños”,

id est, extranjeros y forasteros.

Las clases sociales eran las adecuadas para una economía basada en la agricultura. Los egipcios organizaban los cultivos en función de las crecidas del Nilo, y generaban unos excedentes que invertían en obras públicas de indiscutible rentabilidad social, como una gran red de canales de riego, y otras de utilidad menos evidente: pirámides, sepulcros, templos.

Cada persona tenía fijado su lugar en la sociedad humana, y en el Cosmos entero, desde la cuna. El hijo primogénito de la esposa legítima del Faraón sería Faraón, y los hijos de las plebeyas serían plebeyos. El Estado era el Faraón, y viceversa. La pirámide es un buen símil para su estructura social: tiene una cúspide muy pequeña y una base muy grande. En la cima hay una sola persona. Obviamente, no puede controlar a toda la población. Para eso hay un gran andamiaje de señores, señorones y señoritos que, a nivel local, ejercen una autoridad omnímoda en nombre del Faraón.

Todo eso era así por la voluntad de los dioses: la religión se mezclaba con la política, y viceversa. Es una confusión interesada que perdura hasta hoy. Como es lógico, los sacerdotes eran una pieza más de los engranajes del poder. En aquella época, esas cosas funcionaban poco más o menos igual en casi todas las partes “civilizadas” del mundo. Como es natural, también había militares. Teóricamente, estaban ocupados en la defensa de las fronteras propias, o en la conquista de territorios ajenos. Pero también “intervenían” en el interior del país, para “estabilizar” el orden social cuando era menester.

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2019/11/18/

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