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Publicado en
de Julio de 2017
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Es frecuente que los escritores
aseguren que, de repente, se encuentran
con que sus personajes se les rebelan
y que, ofreciendo nuevas e impensadas expectativas,
terminan cruzándose en la trama proyectada
y obligan al autor a reformarla.
Algo de esto le ha ocurrido al coronel que suscribe, que había pensado terminar la serie que hemos dedicado a los moluscos marinos contando algo sobre el asombroso calamar gigante, que es el más enorme de todos los invertebrados y la mayor de todas las bestias habidas, después de algunas ballenas. Tampoco quería soslayar el sorprendente hecho de que un pulpo (género Hapalochlaena) se encuentre entre los tres animales más ponzoñosos del mundo;
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El pulpo de los anillos azules, Hapalochlaena s.p,
está considerado como uno de los tres animales más venenosos del mundo.
Su coloración tan llamativa (aposemática) nos advierte de su peligro.
Foto capturada en internet.
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ni que la lapa más voluminosa de nuestro litoral, Patella ferruginea, que es un endemismo del Mediterráneo occidental, esté al borde de la extinción y que su ocaso preocupe tanto a la ciencia como para que este apático y, en apariencia, sencillo animal cuente actualmente con una protección legal tan prolija e importante como la que disfruta el lince ibérico o el urogallo en España. Otra cosa es que los medios de comunicación social ventilen con más énfasis los avatares de un majestuoso lince que los de una humilde lapa, pero eso a la ciencia no le importa, puesto que para ella tan vida es la de uno como la de la otra.
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A la izquierda observamos los largos brazos retráctiles del cefalópodo, que no tienen capacidad prensora sino sexual, llamados hectocotilos. En el calamar gigante podrían superar los 5 metros de longitud (foto Juan Carlos Epifanio). A la derecha Patella ferruginea. En la isla de Alborán quedan dos docenas de ejemplares y en toda la costa española poco más de mil. Fuente www.gastropods.com
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Nosotros somos de la mar y la mar nos pertenece. En concreto, el incierto futuro de la enorme lapa estrellada –tal es el nombre vulgar de P. ferruginea– depende en gran parte de la Marina y de los militares porque en la isla de Alborán y en los concretos tramos de la costa de Melilla y Ceuta que están reservados a ciertos establecimientos castrenses, se conservan actualmente los últimos y mejores efectivos residuales de la especie en España (con menos de 1.000 individuos). Pero también es comprensible que si existe un calamar cuya longitud puede llegar a los 20 metros y pesar cerca de media tonelada (género Architeuthis) y del cual apenas se sabe de sus cuitas porque viven en las inexpugnables profundidades marinas, es fácil, insisto, que al principio, en el “érase una vez” de los cuentos, sucediese que la aparición en las playas de los restos de uno de sus largos e inquietantes tentáculos o la presencia de una ballena varada con sus colosales dimensiones que tantas veces doblaban las de cualquier nave al uso, forzasen a que un observador ocasional creyese que el hallazgo era más afín al campo del delirio y de las ensoñaciones que a la evidencia de lo tangible. De ahí al mito y a la leyenda solo había un paso. El Kraken y el Leviatán habían nacido.
Y al llegar aquí es cuando aparecen los personajes rebeldes que anunciaba líneas arriba, porque una vez metidos en materia biológica tampoco es raro que nos tiente lo esotérico, y derivemos, sin querer, en el pez barbudo, en las sirenas que alguien me aseguró haberlas visto desovar en el río Lérez (Pontevedra) y que, con cierto respeto novelesco, nos embarquemos en los airosos drakkars de los vikingos no solo con la malvada intención de comprobar si sus yelmos corniveletos son de quita y pon o, para ludibrio de tan bravos nautas, prolongación de unos apéndices fijos en la frente, sino también para compartir con ellos las grandes navegaciones con las que dicen que llegaron al confín de Thule y, mucho antes que nuestro Cristobal Colón, a las Américas, cosa que me huele a chismorreo de la Royal Geographical Society of England porque, como en la mar siempre llueve sobre mojado, no pararemos de oír chorradas que desgasten nuestra historia, del estilo de Sir Francis Drake fue el inventor de la guitarra española o algo parecido. Pero todo esto tendremos que tocarlo de pasada porque nuestro compromiso es, de modo incontrovertible, con la biología. Y lo sentimos porque tampoco estaría de más darnos un paseo por la Atlántida con el capitán Nemo, o por el Jardín de las Hespérides, o cruzar las Columnas de Hércules para acompañar al Holandés Errante en sus trapicheos amorosos y, ¿por qué no?, ver si seducimos a la reina de Saba para que nos descubra dónde se esconde el oro de la ciudad de Ofir, que el mismo Colón intuía en la tierra recién descubierta por él. Y tratar de darle exactas coordenadas, por fin y de una vez por todas, a la mítica isla de san Brentán, Barandán o Borondón, de la que podremos hablar sin remordimientos porque más que isla es ballena. En fin, que en el presente capítulo de “Rumbo a la vida marina” tenemos mucha cabullería por adujar, a chiflo de contramestre. Y que San Telmo nos asista.
Es que la leyenda no ha muerto. Aún es hoy el día en el que los viejos de Galicia –os vellos— siguen contando, erre que erre, que se han encontrado con la Santa Compaña en procesión nocturna de almas en pena por los montes temblorosos de misterio, y que la vieron perderse andando sobre las aguas marinas en su delirante peregrinaje al más allá, siempre a poniente, que es donde la tierra acaba. Permitidme, pues, que, como aperitivo, empiece contándoos una sabrosa leyenda, cuajada de bichería marina y de una peculiar visión de la historia de España, que recogí en las islas Cíes al comienzo de la década de los ochenta del siglo pasado. En la cartografía del accidentado archipiélago vigués, en la punta norte de la isla de Monteagudo, figura el topónimo de “Furna (cueva) dos Pesos”, llamada así porque en su profundidades se han encontrado onzas y monedas de plata (en parla popular gallega “los pesos”) tan antiguas que los sabios del lugar no dudaron en datarlas en la época de “os vellos dos vellos”, un difuso remonte cronológico que suena a Jurásico vecinal únicamente comprensible si uno se abandona a la erudición de una generosa botella de vino del Ribeiro. Pero además del tesoro de las monedas, la Furna dos Pesos guardaba otro a mi juicio de mucho más valor. Consistía en que en lo más alto de su bocana nidificaba la última pareja de arao o pingüino gallego, Uria aalge ibericus, que se extinguió para siempre allá por el año 1982.
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En las islas atlánticas, Sisargas, Sálvora, Ons, Cíes y Berlengas (Portugal) eran habituales escenas como la de la foto, conseguida por el autor en la isla Ornoya del Mar de Barents. Actualmente, los araos o pingüinos gallegos nidificantes han desaparecido totalmente de la costa ibérica.
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Tres o cuatro décadas antes en estas islas maravillosas había alrededor de 600 parejas censadas. Y el coronel que suscribe mucho veló por cuidar esta reliquia ornítica que –digámoslo sin tapujos— desapareció víctima de eso que llamamos “progreso”, que es ineludible sinónimo de “contaminación”, el mismo mal que afecta a la Patella que, como es sabido, vive en la zona intermareal, unas veces velando en seco, otras medianamente sumergidas, según sean las fases de las mareas y, por tanto, sometidas a la agresión directa de los contaminantes que producimos sin piedad ni freno los humanos. Pero las lapas, que son gasterópodos, o sea, unos caracoles con la boca de su única concha muy grande, también son muy previsores y dedican la mayor parte de su larga vida (algunas alcanzan los 40 años de edad) a roer paciente e insistentemente un agujero en un punto concreto de la roca, siempre el mismo, llamado técnicamente “la huella”, en el cual puedan encastrar a la perfección el perímetro de su concha, procurando así un sellado total que evite la deshidratación que amenaza a las lapas en bajamar. Lo más sorprendente es que las lapas, en contra del tópico de su pretendido inmovilismo –“éste se pega como una lapa”–, son unas impenitentes andarinas nocturnas y, cuando nadie las ve pues sus enemigos duermen, se ponen en marcha y transitan por unas determinadas sendas que ellas también han ido abriendo entre las algas que tapizan la roca. Siguiéndolas llegan siempre al mismo comedero, que han seleccionado porque saben que allí van a encontrar las bacterias, las diatomeas y los animálculos de los que se alimentan, aunque ignoran que las cosas han cambiado y que en la Era del Progreso ese menú les puede sentar mal. Terminada su pitanza las lapas regresan por su autopista particular a la huella, a su casa hecha a la medida y exclusiva de cada una de ellas. Y, por desgracia, el ocaso que ahora se detecta en todas las lapas y con más razón en la más grande de ellas, la Patella ferruginea, nos indica, a modo de alarmante termómetro, que la mar está enferma de “progreso”. O sea, de contaminación. La situación de esta especie ha llegado a ser tan crítica que actualmente se intenta reproducirla en laboratorio. Y ya se ha conseguido que larvas concebidas in vitro se hayan transformado en lapas estrelladas adultas. Algo es algo.
Pero, volviendo a la Furna dos Pesos, que habíamos dejado en paréntesis por mor de las lapas, diremos que, si los del Parque de Cíes respondíamos de los araos, del cuidado del otro tesoro, el más prosaico de las monedas, se ocupaba y se sigue ocupando otro receloso cancerbero que, indefectiblemente, aparece en las noches de duros maretones a bordo de un velero fantasma, el casco roto de pantocazos y de arrufos, porfiando por disuadir a los cazadores de tesoros submarinos con la amenaza de mandar a pique, donde mora el fuego de los volcanes y la ira de los maremotos (lo de “tsunami” suena un poco a horterilla), a quien ose intentar robarle lo que un día fue de su exclusiva pertenencia. Se sabe que su tripulación está formada por almas en pena y que su legendario capitán es un orate con barba cimarrona, como de esparto, dicen que nacido en Bueu (Pontevedra), y del se supone que se cristianó con el nombre de Juan, Juanito en su tierna infancia, aunque más tarde y como es habitual en Galicia fuese más conocido por el mote, Juanete Bajo, porque, si bien, Juanito era de exigua estatura también era hombre de altas miras, como vela de mastelerillo de proa, de palo trinquete. Y que algo bienhumorado también parecía porque solía mitigar las penas, la mamparitis y la soledad de la mar cantando gallegadas como “Ondiñas veñen, ondiñas van”, aunque alguna vez, cuando quería impresionar al personal, lo hiciese en alguna lengua misteriosa como el sánscrito o el arameo, que aseguran que se las había enseñado el mismísimo Lucifer. Y son muchos los testigos que aseguran haber visto cómo su bergantín de tres palos desvencijados embestía sañudamente, con el bauprés partido a trozos y ciego de violencia, la avanzada rocosa más septentrional de la isla, la Punta do Cabalo, para hacerla pedazos y crear así una barrera que impidiese el paso a otros buques que pudieran llevar intenciones depredadoras. Y, claro, por allí nadie se acerca porque saben que aquel arrecife de derrubio estaba maldito y que solo podría medrar allí un percebe venenoso con el que únicamente se atreverían a celebrar mariscadas los diablos súcubos e íncubos y alguna meiga reumática que hace la esquina con algún alma en pena cargada de aguardiente. Y por eso nadie se acerca en noche de tormenta a la Furna dos Pesos, porque sospechan que no anda lejos el bergantín fantasma atronando rayos y centellas con la música de fondo de las espeluznantes carcajadas de la marinería y la mueca sardónica de su mascarón de proa, desdentado, que antes fue espléndida y dorada talla de Minerva, en madera de primor, los jirones de trapo tremolando coces y la onusta voz del capitán lanzando blasfemias y órdenes al vendaval con un lenguaje que solo a los condenados al fuego eterno dejaría de impresionar. Se sabe además, eso sí de fuentes bien informadas, que el otrora airoso bergantín transportaba un cargamento de ratas rabiosas que Juanete Bajo había embarcado en el infierno para vengar aquello de “don’t forget the Maine” junto con una buena cantidad de “pesos” destinados a ayudar a repatriar a las tropas españolas que lucharon contra el yanqui en Cuba, entre ellos, puede ser, mi abuelo materno el coronel de la Infantería de Marina Jacinto Martínez Carrillo que, como teniente coronel y a las órdenes del general Luque, mandó una guerrilla montada a caballo que dio repetidas muestras de bravura en la Marina aquella que se conoció, tristemente, como la del Desastre.
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En el centro de esta vieja foto, el teniente coronel de la Infantería de Marina Jacinto Martínez Carrillo, que mandó un batallón de guerrilleros a caballo en la guerra de Cuba, a las órdenes del general Luque. Fuente: archivo familiar del autor.
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Pero dado que el marino propone y Poseidón dispone, los bajos sucios de Cíes se interpusieron en la derrota de aquel bergantín otrora altivo y se fue al bentos a criar algas. Y su capitán, que en el fondo gastaba cierta hechura de bien, se empeñó en que él era el último en abandonar el barco, como exige el honor en el código de la mar y, como ninguna de las almas en pena quiso bajar a tierra porque no sabían a dónde ir, es por eso que es hoy el día en el que el de Bueu sigue de guardia permanente en cubierta, entre gemidos de la madera carcomida, entre quejidos del costillar de cuadernas descarnadas, peleándose con los vientos ábregos por los siglos de los siglos, amén. Y principalmente lo hace, claro está, por si alguien le quiere robar la “pasta” y su sed de ajustar cuentas con los Estados Unidos de América, noble nación que ha llegado a tal nivel internacional en lo económico y en lo social que me parece, capitán Juanete Bajo, que el fondo de la cuestión, la otra cosa, la de vengar a la Patria herida, tendrá que esperar a que pase mucho tiempo y a si otra vez pintan espadas; Dios no lo quiera.
El caso es que eso de que la mitología es hija de la mar, escrito está y su prólogo aparece ya en el arcano marino de los días primigenios y cuyo epílogo también se rematará en la mar, cuando en tierra vuelvan a atronar las trompetas de Jericó con el fin de los tiempos. Por tanto, ojo al parte, pues ya sabéis que la moderna exégesis defiende calurosamente que los libros sagrados deben ser interpretados en sentido metafórico aunque entre símbolos y alegorías encubran hechos históricos. El más reconfortante es aquel que postula que Cristo hablaba con sencillas parábolas. Y que aquella lectura literal de la Palabra, mejor olvidarla porque Josué pidió a Jehová que parase el sol, “Y el sol se detuvo, y la luna se paró” (Jos 10:13) y ese encorsetamiento literal casi le cuesta la hoguera de la Inquisición a Galileo Galilei por defender que era una incongruencia mandar al Sol que se parase porque tal astro es el centro del sistema solar y que está “más quieto que una lapa” y que son los demás, entre ellos la Tierra, los que se mueven, los que giran a su alrededor.
Dicho lo cual entremos en nuestro discurso eligiendo la metáfora de la creación como plan expositivo ya que, al fin y al cabo, es la que más nos suena : “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba sin orden y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas” (Gen 1:1). En el tercer día de la creación dijo Dios: “Júntense en un lugar las aguas de debajo de los cielos y aparezca lo seco (…) y a lo seco llamó Dios tierra, y a la reunión de las aguas, mares. Y vio Dios ser bueno” (Gen. 1:9). “En el quinto día Elohim creó los grandes monstruos marinos y toda criatura viviente de toda especie que se mueve, que las aguas produjeron en enjambre (…) Y Elohim vio que esto era bueno” (Gen 1:21 de la Torá). El quinto día del Génesis en la Biblia católica dice lo mismo, pero con palabras que me han parecido menos sugerentes que las de la Torá. De aquí tal elección.
Bien, pues ya sabemos que Dios creó los monstruos marinos –entre ellos Leviatán– y que, si lo interpretamos literalmente, le gustó lo que hacía. Pero la cosa sonaba un poco fuerte y llegaron los exégetas, vete a saber cuándo, y donde decía “monstruos” intentaron corregir a “cetáceos”, que parecía más dulce. De esta forma se podía disgregar el animal malo del bueno sin problemas. Y Leviatán podía ya tener un acomodo entre los bichos terribles. Y entre los buenos, paradójicamente estaba uno de los animales más peligrosos para el hombre al que definió Yavé dirigiéndose a Job: “He ahí al hipopótamo, creado por mí, como lo fuiste tú, que se apacienta de hierba como el buey” (Job 40: 19). Menos recomendable era Leviatán, claro, la bestia marina que representa a los reinos enemigos de Dios. Job, paradigma de la paciencia porque tuvo poca suerte y Satanás se ensañó con su familia matando sus hijos, sus siervos, el ganado…, desgracias que sobrellevaba con santa paciencia, se quejaba de la peor noche que había pasado en su vida, que para el sufrido Job fue la del día en que nació. La aborrecía con tanta amargura que gritaba desesperadamente: “Maldíganla los que saben maldecir el día, los que saben maldecir a Leviatán” (Job 3:8). El mismo Yavé prosigue en el libro de Job revelándonos algún detalle sobre cómo era el monstruo; según la exégesis más extendida, asociándolo al cocodrilo, que es reptil que cuenta con una especie marina, Crocodylus porosus, que es renombrada devoradora de hombres: “Sus estornudos son llamaradas, sus ojos son como los párpados de la aurora, de su boca salen llamas, se escapan centellas de fuego, sale de sus narices humo, como de olla al fuego, hirviente” (Job 41:10-12).
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Dos animales que se mencionan en la Biblia en relación al Leviatán. El cocodrilo es malo y el hipopótamo, que come hierba como el buey (sic), es bueno a los ojos de Yavé. Ambos producen muchas muertes humanas al año. Fotos del autor en el río Senegal, año 2011.
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Hoy día, nadie duda de que la aparición y la desaparición súbitas de una yubarta sobre las olas o el colosal resoplido de otra gran ballena que paralizó de miedo a unos pescadores costeros fueron la base real sobre la que se construyó en el imaginario bíblico el diabólico Leviatán.
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Rompedura de una ballena yubarta, conducta común en este enorme cetáceo. Es comprensible que al ver salir del agua un “pez” gigantesco entre resoplidos que se oyen a un kilómetro de distancia, en un decorado de espumas y mar “hirviente” sustentase el mito de Leviatán. Foto capturada en Televisión.
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Y como es evidente que la evolución de la sociedad occidental responde ante todo a la tradición cristiana, es lógico pensar que unos animalotes que, en el estreno de nuestra Era, no pasaban de ser considerados como unos peces disformes, unos monstruos indescriptibles que desaparecían tragados por los abismos marinos, se trasformasen en bestias con salvoconducto al averno y que, después, alguien cristianara al monstruo y lo transformase en una isla flotante a veces bendecida por Dios, a veces maldecida por Satanás. O que el increíble téntaculo de un calamar gigante arribado a una solitaria playa tras un fuerte temporal encendiese la imaginación de aquellas gentes ignorantes y supersticiosas y diese origen al Kraken.
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El Kraken, mencionado por los vikingos hace mil años, es la criatura maldita que destrozaba barcos y ahogaba a los marineros. El Kraken, Leviatán, el cocodrilo, el hipopótamo, tritones, alguna isla fantasma y las serpientes marinas son dibujos frecuentes en la cartografía donde aparece la Mar Tenebrosa. Ilustración capturada en internet.
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Es que hubo un día en el que, para tratar de razonar nuestro origen y nuestro destino, la humanidad en su cortedad intelectual no tenía más salida que recurrir a las sinrazones de los sueños. Luego vendrían la ciencia y la wikipedia cauterizando ingenuidades y poniendo los puntos sobre las íes. Y como sucedáneos del Leviatán surgen los monstruos-isla. En “Orlando Furioso” se habla del Zaratán, una ballena infernal con apariencia de gran isla en la que los marineros desembarcaban para descansar y cuando se disponían a encender fuego para calentarse, la isla cobraba vida, se sumergía súbitamente y la marinería se ahogaba. Es curioso pensar que el horror provocado por la palabra zaratán ha perdurado hasta nuestros días. No hace mucho tiempo oía en el rural de Castilla la Vieja que “Fulanita murió de zaratanes”, dando a entender que murió de cáncer de mama.
En el bestiario anglosajón del Códice de Exeter la terrible isla también es una ballena, dispuesta a engañar y matar a los marineros. Así mismo, para el bestiario griego la isla es la ramera “cuyos pies descienden a la muerte y sus pasos sustentan el sepulcro”. Este terror simbólico a la bestia marina transcenderá a la ballena Moby Dick de la que Herman Melville escribirá 10 siglos después, en 1851, tras haber estado enrolado en un barco ballenero en las islas Marquesas, de las que, por cierto, Mendaña tomó posesión para la corona española en 1595, 157 años antes de que arribase por allí Cook. Seguro que nadie se da por aludido. Sin más comentarios. La novela de Melville se inspiró en dos casos reales: el ballenero norteamericano “Essex” fue hundido por un cachalote en 1820 y sus supervivientes recogidos a mucha distancia del siniestro, y la presencia de un cachalote albino que merodeaba la isla chilena de Mocha, por lo que recibió el nombre de Mocha Dick. Ambos sucesos sustentan las hazañas del capitán Ahab, un psicópata lobo de mar que sustituye su pierna amputada en lucha con un cachalote con una prótesis hecha con la mandíbula de su enemigo, a quien considera reencarnación de Leviatán, genuina representación del mal, emisario brutal de los infiernos. La obra, pues, tiene un hondo simbolismo cargado de mística, épica, violencia y sed angustiosa de venganza. Intencionadamente Melville crea una tripulación compuesta por marineros oriundos de los lugares más dispares de la tierra, incluido algún español, dando a entender que el ballenero “Pequod” representa al mundo, a la humanidad doliente. Entre la que destaca el arponero polinesio Queequeg, que reserva un trozo de madera del casco del ballenero para hacerse su propio ataúd. Su actitud me lleva a recordar que en el año 1819 el capitán ballenero Smith, teórico descubridor de la Antártida continental, siempre según la Royal Society de marras y, posiblemente, el testigo más próximo al trágico hundimiento de nuestro navío “San Telmo”, acaecido en la isla de Livingston, relativamente cerca de donde España levantó su “Base Antártica Juan Carlos I”, cuenta en su diario de bitácora que también recogió madera del malogrado buque español para hacerse su ataúd.
Pero mucho más interesante es la descripción de los viajes del nauta evangelizador llamado Brandán el Navegante, supuestamente nacido en Irlanda a finales del siglo V y que antes que marinero fue fraile, abad del monasterio de Clonfert (Galway, Irlanda). Y que un día largó velas al viento, acompañado por otros 14 monjes, con el sublime deseo de dar con el paradero del Paraíso terrenal , empeño que según el poema anglo-normando titulado Navigatio Sancti Brandani, escrito en el siglo X, le lleva a Islandia, Florida y al mar Caribe, con lo que oh, casualidad, Brandán, Barandan, Borodón, Bandiano o como se llame, se convertirá en un precursor de Colón y, naturalmente, en una jugosa referencia romántica de la leyenda negra española. Pues resulta que navegando por el Atlántico encontraron una isla solitaria y aprovecharon para desembarcar en ella y decir misa.
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En el lomo de Jasconius se forma la isla de San Barandán, donde el monje nauta dice misa. El doble chorro que brota de la frente del enorme “pez” nos da a entender que podría tratarse de un cetáceo bueno que conduce a Brentán hacia el Paraíso. Esta leyenda es muy popular en el archipiélago canario. Ilustración conseguida en internet.
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Y cuando alguien propuso calentar la comida, la isla empezó a moverse, los monjes se asustaron y San Barandán les tranquilizó explicándoles que en realidad la isla era un gran pez, llamado Jasconye o Jasconius, que aparecía y desaparecía a voluntad porque pasaba sus días tratando de morderse la cola, aunque como era tan largo jamás había conseguido llegar a ella. Jasconius es algo así como la versión amable de la ballena buena que termina conduciendo a Barandán hasta las proximidades del Paraíso, que de casualidad no forma parte, todavía, de la Commonwealth.
El mito de la isla de Brendán cuajó tanto en el alma popular que figura en muchas cartas náuticas antiguas, e incluso en el globo terráqueo de Martín Behaim, de 1492, cuando aún no se conocía el descubrimiento de América, aparece minuciosamente dibujada en el inquietante vacío que unía al Pacifico y al Atlantico en la Mar Tenebrosa. Muchos navegantes la situaban formando parte misteriosa del archipiélago canario, creencia que en nuestras islas continúa con mucha fuerza y fluida tradición oral de padres a hijos. Estando el autor de este artículo destinado en el viejo “Tofiño”, en el año 1960, un día que nos acercamos al Teide para tomar un punto geodésico o algo así –no lo recuerdo– yo acompañé al segundo, mi querido y recordado don Miguel Zafra, capitán de corbeta a la sazón y, aprovechando que nos encontrábamos en el pretendido escenario de la historia, pasamos un rato charlando sobre la presunta situación de la isla de San Barandán. Al fin y al cabo, el tema podría tener cierta relación sentimental con el trabajo hidrográfico que nos había llevado a aquellas alturas.
Parece ser que, excepcionalmente, en ciertos momentos se pueden dar determinadas condiciones meteorológicas en Canarias que podrían derivar en un espejismo óptico que sirve para reforzar la parte real de la leyenda, y la gente del “Tofiño” aquel día tuvimos la fortuna de contemplar en lontananza una sombra difusa, muy larga, llana y con un ligero promontorio, como de equívoca calima, que enseguida los canarios presentes, más empeñados en creer que en ver, identificaron como la isla de San Brendán.
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Los exégetas partidarios de la interpretación literal de la Biblia se empeñaban en un imposible; en un absurdo biológico porque ninguna ballena pudo tragar a Jonás ya que, tendrán boca enorme o lo que sea, pero por su angosta garganta no cabe presa mayor que un arenque. Los cetáceos de barbas son filtradores de agua. Nada más. Foto de Jon Arrázola, a quien agradecemos la gentileza.
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Es evidente que, a pesar de la ingente cantidad de literatura vertida en torno a tanto monstruo marino, los doctos exégetas de la interpretación literal de la Biblia sabían muy poco de lo que era una ballena, porque defendían con terquedad que al profeta Jonás se lo tragó una cuando, precisamente, navegaba hacia España (Tarsis) (siempre España en la historia…) y que estuvo de inquilino en su estómago durante tres días. Menos mal que llegaron los intérpretes más objetivos, los de la lectura metafórica, y sancionaron que lo de Jonás fue una manera ideal de referirse a la muerte de Cristo y a su resurrección acaecida tres días después. Y todos sabemos que sí, que las ballenas tienen la boca muy grande, desmesurada, todo lo que queráis, pero que son animales filtradores de agua y que por su angosta garganta a lo más que pasa es un arenque. Y que su comida preferida es el krill, que aún es más pequeño.
El 13 de abril de 1867 el “Scotia” navegaba con mar en calma y brisa moderada, según nos cuenta Julio Verne en su admirable novela “20.000 leguas de viaje submarino”. Sin previo aviso, el “Scotia” fue embestido por un atacante desconocido, produciéndose en el casco serios daños que hubieran hecho zozobrar la nave de no ser porque, en un alarde de modernidad, había sido construída con siete compartimentos estancos que le permitieron mantenerse a flote y, tras poner el trapo al pairo, volver a Liverpool valiéndose de la tracción de las ruedas semihundidas. Ya en dique, la sorpresa fue mayúscula: quien fuera el atacante tenía que tener una fuerza extraordinaria para atravesar una plancha de cuatro centímetros, abrir un tremendo agujero en el casco y poder retirarse luego con un movimiento de retroceso inexplicable. Los portavoces habituales de la opinión pública sentenciaron que tal destrozo solo podía ser obra del Kraken, el mítico pulpo heredero del Leviatán, en contra de voces más autorizadas que, como la del gran Linneo, insistía en que “La naturaleza no puede crear Imbéciles”.
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Pronto se vio que el Kraken era el propio capitán Nemo, comandante del submarino Nautilus, aunque en la realidad haya pulpos que, como el de la fotografía capturada en internet, impongan respeto.
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Pronto se demostró que el Kraken era el propio Nemo abordando con el submarino «Nautilus» los buques que él creía que directa o indirectamente perjudicaban el buen funcionamiento natural de la mar. Y Nemo sí que sabía muy bien lo que era una ballena y lo que daba de sí el Kraken, nombre que omite cuando fue atacado por los que él califica de terroríficos calamares gigantes, moluscos cefalópodos que describe con un tino biológico digno de admirar: «¡Qué vitalidad ha otorgado el Creador a esos monstruos, qué vigor en sus movimientos, puesto que poseen tres corazones!», lo que es verdad.
Comenzamos el artículo de hoy partiendo del primer libro del Antiguo Testamento, el Génesis. Con la Creación. Con el principio. Ahora tendremos que terminar con el último del Nuevo Testamento, el Libro de la Revelación o Apocalipsis. Con el caos. Con el fin del mundo. Y como ya sabemos que los extremos se tocan, excepto en el caso de Jasconius, tenemos que asistir a la gran batalla final entre el bien y el mal, que teñirá la mar de sangre en cuanto el ángel toque la trompeta (Apocalipsis 8:8): “Y vi como salía del mar una bestia que tenía 10 cuernos y 7 cabezas y sobre los cuernos 10 diademas y sobre las cabezas el nombre de blasfemia” (Ap. 13:1). Pues bien, ya sabemos que la Bestia, el Anticristo, procederá también de la mar aunque tengamos pocas pistas para identificarla: “Aquí está la sabiduría. El que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, porque es número de hombre. Su número es 666” (Ap. 13:18).
Y mejor que lo dejemos así porque identificar a la Bestia con tal “password” no es nada fácil. Además, a nosotros lo único que nos importa de ese mensaje codificado es que desde el alfa al omega siempre nos hemos movido en dos lugares comunes: la mar y sus monstruos, que son lo nuestro.
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(( Imagen pendiente ))
En el dintel de la entrada a las ruinas de la misión de San Ignacio Miní, en Misiones, al norte de Argentina, el autor fotografió las genuinas sirenas que se ven debajo del sello jesuítico, la de la derecha muy deteriorada. Aquí, cristianizadas, aluden al mundo de los difuntos triunfantes. Y son quimeras marinas aladas famosas por su melodiosa voz en la mitología griega y en Herodoto. Pero la imagen popular de la sirena mitad pescado mitad mujer es muy posterior; aparece hacia el siglo X.
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Como resumen de todo esto, nos queda, eso sí, el convencimiento de que la mar siempre es peligrosa y que nunca terminaremos de saber en dónde y en qué momento nos puede sorprender una bestezuela marina. Y pasando al campo de la realidad y al colofón de los moluscos, recordaremos que todos los años se producen muertes porque el pulpo de anillos azules ha envenenado a un pescador con más saña que la cobra de Gabón. O ese turista que va andando despreocupadamente en bajamar por los arrecifes coralinos del Índico, jijiji, y mete el pie en un taclobo gigante, Tridacna gigas, que automáticamente cerrará sus valvas con la violencia de unas férreas tenazas mecánicas para empezar a digerir su presa. Y cuando suba la marea el drama del prisionero habrá acabado.
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Nuria y Yago bromean con una concha de taclobo gigante en el Oceanográfico de La Coruña. Foto del autor.
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Por no hablar de la mortal picadura del pez piedra, Synanceia horrida, que bate el record de accidentes mortales anuales en el Pacífico y el Índico. Pero como el taimado monstruo es pez y no molusco lo dejaremos para otra ocasión.
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Pez piedra, Synanceia horrida, un moderno Leviatán que todos los años produce muertes con su terrible veneno. Desafiamos a encontrarlo en la foto tomada de internet. Una pista: su boca y el ojo se encuentran en el cuadrante superior derecho de la imagen.
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Comprobaréis que el coronel que suscribe ha sido fiel a nuestros objetivos: biología marina de divulgación, a pesar de los personajes rebeldes que se han inmiscuido en el trabajo de hoy. El propio Yavé reafirma el carácter marino de la Bestia: “De su majestad temen las olas, las ondas del mar se retiran” (Job 41: 16).
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Destrucción de Leviatán por Yavé, Gustavo Doré. Grabado tomado de internet
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¿Que se retiran las olas de la mar? Pues nosotros también. Buenas noches.
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