El puente romano de Alcántara

Autor de la foto – Pendiente

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Dedicado a Josep Maria Albaigès

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Última Hora, 16 de noviembre de 2000

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Ya sabe usted que los romanos hicieron muchos puentes.

Bastantes de ellos aún están en pie.

Algunos, además, siguen en uso, soportando el tráfico

de los vehículos modernos, que pesan bastante más que los antiguos.

Y no hay razones para creer que vayan a caerse mañana.

Los ingenieros romanos eran excelentes profesionales.

Si hicieron todo lo que hicieron con los instrumentos de cálculo de la época, uno se pregunta qué maravillas habrían hecho con ordenadores. Pues mire usted, yo creo que harían, poco más o menos, lo mismo que los ingenieros de hoy. Tal vez las tecnologías sean neutras, pero hay que enmarcarlas en un contexto social e histórico que determina el uso que se les da.

En Roma, las obras públicas eran monumentos. Servían para perpetuar la memoria del ciudadano que las mandaba hacer. En muchos casos, las pagaba de su propio peculio. Por eso las Termas eran «de Caracalla», el Circo era «Máximo» y la Vía era «Augusta». Las obras tenían que ser duraderas, porque el prestigio social que conferían al promotor lo heredaba su familia.

Las limitaciones de los ingenieros de hoy no son tanto técnicas como presupuestarias. Ya no basta que un puente cumpla el pliego de condiciones, que sea útil y robusto, etcétera, porque lo hacen los constructores que pidan el precio más bajo. Son precisamente los procedimientos de cálculo actuales, los ordenadores, etcétera, lo que les permite presentarse a las licitaciones con cifras ajustadas al céntimo de euro.

Aunque salga más caro, estará usted de acuerdo conmigo en que un puente ha de resistir la máxima carga previsible y la máxima riada posible. Sobre eso, conviene añadir un factor de seguridad razonable y, como los ingenieros suelen ser extremadamente cautos, incrementarlo un poco para estar más tranquilos. A pesar de todo, algunos puentes se caen.

Esta «teoría del puente» es un buen símil para plantear otros problemas. En Eivissa tenemos algunos servicios que están infrautilizados en invierno y colapsados en verano. Por ejemplo, los centros de urgencias sanitarias, los hoteles, los restaurantes, los autobuses, los taxis, los coches de alquiler, la red de carreteras… en una palabra, todo.

Si se dotan de los medios necesarios para cubrir la mayor demanda posible, no se saturarán. Pero no resulta económico por dos meses al año. Es inmovilizar recursos e incurrir en costes fijos que son inaceptables para las empresas y para los contribuyentes.

Siguiendo con el símil, hay una serie de medidas que son útiles para limitar los efectos de las riadas. Por ejemplo, construir presas, limpiar los cauces, impedir que los particulares edifiquen en lugares inadecuados, etcétera. El paralelo sería que nos conviene desestacionalizar la oferta turística, que está distorsionando todo lo demás.

Algunas medidas quedan muy bien el día de su publicación en el Boletín Oficial de la autoridad que las promulga. Pero, a efectos prácticos, vienen a ser como prohibir la lluvia por decreto. Hay cosas que los seres humanos no gobernamos. Son los datos del problema. Muchas veces son constantes físicas, como la aceleración de la gravedad. Podemos cambiar las variables que dependen de nosotros, que no son muchas. La cantidad de lluvia que cae es variable y está fuera de nuestro control. Cuando tenemos todos los datos podemos hacer un modelo matemático, ir tanteando con los valores y ver los resultados. La idea es hacer el mejor puente posible con los recursos que tenemos.

El modelo de movilidad de ahora mismo consiste en facilitar el acceso en coche a todas partes. Ya no sirve en verano, y tampoco se puede decir que funcione en invierno. Si aplicamos la «teoría del puente» sin miramientos, procede construir las autopistas de cuatro, seis u ocho carriles que los técnicos en la materia crean precisas para resolver el problema de todas las temporadas, y ya está. Es la «receta Barcelona». Aunque no tuviera otros inconvenientes, el coste económico es prohibitivo. De manera que hay que buscar otras cosas.

La «receta Disneylandia» vendría a ser la prohibición por decreto de la circulación de automóviles. Es una solución, pero no se puede hacer. En las circunstancias más extremas,, siempre hay alguien que se las ingenia para mantener su coche en marcha. Basta recordar los famosos gasógenos de la posguerra. Por otra parte, los automóviles cumplen muy bien ciertas funciones. Pero no sirven para que todo el mundo vaya a los mismos sitios al mismo tiempo.

Y la «receta Bilbao» es destinar una proporción creciente de la inversión pública al transporte público. En Eivissa, es montar un sistema nuevo que sea una alternativa real al automóvil privado. Otro día, si usted quiere, podemos seguir hablando de los datos del problema. Plantearlo correctamente ya es la mitad de la solución.

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