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El 16 de enero de 1832, mientras bordeaba el archipiélago de Cabo Verde a bordo del «Beagle»,
Charles Darwin observó que el cielo se oscurecía con un polvo rojizo y apenas podía ver el horizonte.
«La causa era la caída de un polvo fino e impalpable, que dañaba ligeramente los instrumentos astronómicos», escribió.
Intrigado por aquel fenómeno, que parecía proceder de la costa de África,
Darwin recogió muestras de polvo y se las envió al profesor Christian Gottfried Ehrenberg en Berlín para que las estudiara.
Aquello, pensó, podría constituir una vía por la que los organismos podían viajar de un lado a otro del océano hasta nuevas tierras.
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