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De «Hombres a la aventura», Aymá, Barcelona, julio de 1953

Original francés: «A l’aventure», La table ronde, 1952

Traducción de Víctor Scholz, con ligeras modificaciones de Juan Manuel Grijalvo

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Guatemala. El más poblado de los pequeños países que forman la América Central: 3.250.000 habitantes. El 60 por ciento de los indios son de piel oscura, descendientes de los antiguos mayas; el 30 por ciento, mestizos; el 5 por ciento, blancos; y el 5 por ciento, negros que están orgullosos de darse el nombre de «Indios Caribes». Café, plátanos y chicle. Tres volcanes de más de 4.000 metros de altura.

Sobre la bandera, los escudos de armas, la moneda y los sellos de correos de Guatemala hay un pájaro que muchos jóvenes filatélicos – ¡y Dios sabe cuántos hay! – toman por un loro. Si quieren ustedes ofender a un guatemalteco digan loro al hablar del quetzal.

 

Quetzal

El quetzal, o curucú, es un pájaro trepador, realmente magnífico: de cabeza fina, garganta tornasolada, vientre encarnado y cola espléndida alargada por dos plumas verde esmeralda, cuatro veces más largas que su cuerpo. Curucú es el nombre moderno, quetzal el nombre maya.

En Guatemala, capital de Guatemala, lo primero que se ve cuando se visita el Palacio Nacional es un quetzal gigante, de bronce, que sirve de lampadario. Es fácil procurarse un quetzal, un ejemplar verdadero, disecado, y si uno se aventura por la gran selva del país, lo que ya no es tan fácil, ya que no existe otra en la tierra que sea tan impracticable, podrá disfrutar de la visión de muchos quetzales vivos.

Este pájaro fue elegido como emblema de la República, la cual data del 15 de septiembre de 1821, porque no puede vivir en el cautiverio y, además, porque aparece ya como pájaro-símbolo de los sacerdotes y grandes personajes mayas de la época precolombina, esculpido sobre monolitos, altares, paredes de templos…

Domina el aroma del café; en cuanto al color, es el rojo. Nueve de cada diez conversaciones que se celebran en el país se relacionan con el café. El Gobierno recomienda a los turistas que se lleven todo el café que puedan. En cuanto al color rojo, se le ve por todas partes: las chaquetas de la mayoría de los indios son encarnadas, o lo fueron, sus pantalones y camisas tienen franjas rojas, sus pañuelos y cinturones son del mismo color. Las mujeres indígenas llevan una blusa blanca, pero con una basquina encarnada y en la cabeza una cinta de siete metros de largo plisada en forma de aureola. En realidad, este vestido y este tocado constituyen casi un uniforme. He contado hasta veinticinco mujeres y muchachas, de entre treinta, que iban vestidas y tocadas del mismo modo. Sin embargo, como queriendo hacer alguna concesión a la coquetería, cada una de ellas tenía «su» modo especial de llevar este uniforme.

Llevan los pies descalzos y los cabellos, largos y negros, recogidos por una cinta. Llevan siempre sobre la cabeza todo lo que acaban de comprar o lo que piensan vender. Todo, excepto los sellos de correos. Es ésta una alusión al divertido espectáculo que se observa con frecuencia en el África negra: una indígena que lleva pegado un sello de correos sobre la frente.

Los hombres transportan las mercancías sobre su frente y sus espaldas. Para ello se sirven del cacaste: una gran cesta con cuatro pies, en la cual amontonan la alfarería, tapices, gorrines, maíz, fajos de caña dulce…; colocan, además, una cafetera, una lámpara de metal, una cacerola, víveres y el indispensable petate, estera de caña que sirve de cama y de impermeable. La cesta está rodeada por un sólido cordel cuya parte alta es fijada a una venda. El porteador en cuestión coloca el cacaste sobre la espalda y apoya la venda contra su frente. El promedio del peso es de unos cincuenta kilos. El porteador, indio o mestizo, recorre de 60 a 70 kilómetros diarios. Y esto aun en el caso de que el terreno sea accidentado. Se ayuda, para caminar, de un largo bastón. Cuando, por el camino, quiere descansar un poco, se hinca de rodillas hasta que los pies de la cesta descansan en el suelo.

Al llegar la noche, se detiene en el lugar donde se encuentra y prepara su comida. Duerme sobre su estera y, al amanecer, reemprende la marcha.

El país comprende tres zonas: las vastas llanuras que se extienden entre las costas del Atlántico y del Pacífico, zona tórrida donde crecen plátanos en todo lo que alcanza la vista: exportación, cien millones de racimos por año; los Altos, de mil a dos mil metros de altura, zona templada donde se encuentran las ciudades, y la Cordillera o Sierra Madre, una alta cadena de montañas que constituye un enlace entre las Montañas Rocosas de la América del Norte y los Andes de la América del Sur: zona fría. En este país se encuentra el clima que cada uno puede desear: basta con subir o descender por las montañas.

Guatemala se encuentra a 1.600 metros de altitud. Existen otras capitales situadas a similar altura: Addis Abeba (Abisinia), Kabul (Afganistán), La Paz (Bolivia), Lhassa (Tibet) y otras. Posee bonitas avenidas, algunas de las cuales tienen todavía las losas con que los españoles las cubrieron hace de ello más de tres siglos; varios grandes edificios, entre los cuales destaca el Palacio Nacional y la vieja Catedral, vieja para la joven América, pues solo cuenta dos siglos de existencia. Hay establecimientos modernos, sociedades recreativas, cines, cafés… y millares de pequeñas mansiones de color rosa, azul o amarillo, de tejado plano. Un espeso bosque rodea la ciudad, muchos edificios religiosos han sido destinados a otros fines. El edificio principal de Correos es el antiguo monasterio de San Francisco, el colegio de los Jesuitas se ha convertido en un Instituto nacional y una destilería ocupa en la actualidad el colegio de Santo Domingo.

El tráfico es sumamente pintoresco: carromatos tirados por bueyes, caravanas de asnos y mulos, automóviles, porteadores indígenas y soldados indios, con brillantes uniformes, que caminan con los pies descalzos. A veces, pasa por la calle un venerable cacique, un jefe indio llegado de una lejana aldea, vestido con ropas bordadas con los colores de su tribu y llevando en la mano un cetro imponente.

– No deje de ir a ver a La Antigua, la vieja capital, y el lago Atitlán – me habían recomendado.

«La Antigua» fue destruida en gran parte por un temblor de tierra, en 1773, y reconstruida un poco más lejos; la nueva capital fue asolada por un seísmo en 1918, pero fue reconstruida en el mismo lugar.

«La Antigua», una joya española del nuevo mundo, es una verdadera reliquia del pasado. Existen todavía varios antiguos edificios, entre los que destaca el palacio del Capitán General, con sus nobles arcadas, sus grandes portales de madera claveteada, flanqueados de columnas torneadas y leones heráldicos, y la Merced, la catedral, que se ha conservado casi intacta. Sin embargo, ¡cuántas iglesias y suntuosos palacios en ruinas! Diez conventos, veinte monasterios y cincuenta iglesias han desaparecido por completo.

Pero la vida prosigue: helechos y flores crecen entre las piedras derrumbadas, plantas trepadoras forman los capiteles de las columnas decapitadas. Entre los escombros del famoso claustro de los capuchinos unos indios venden frutas y mantas multicolores, tejidas con sus propias manos. Sobre un campanario, medio derruido, crecen unos cactos.

Lo que resta de las suntuosas estancias antiguas ha sido recubierto de azulejos, esos bonitos y frescos cuadros de loza barnizada, tan típicos en Andalucía. En su tiempo debían ser la expresión de un mundo romántico, puesto que muchos de ellos llevan amorosas inscripciones: «Muero de amor», » ¿Por qué te escondes?», «Volveré, a pesar de todo», «¡Oh, mi querida tentación!», «Acuérdate de mí», «Soñemos, querida mía»…

Se ven muchas fuentes, estanques, pilones. Las flores crecen por doquier, los niños juegan, una mujer mece a su hijita en sus brazos mientras canta una suave canción del país… «La Antigua» continúa siendo joven y graciosa entre los escombros.

El lago Atitlán, el Lugar del Agua, es magnífico, pero casi inaccesible. ¡Qué penosos esfuerzos hay que realizar para alcanzarlo!; pero ¡qué recompensa a estos esfuerzos cuando, por fin, se ofrece ante la vista!

Creía conocer ya los más bellos lagos de nuestro planeta: Ourmiah (Persia), Biwa (Japón), Dal (Cachemira), Kivu (Congo), Toba (Sumatra) y, desde luego, los lagos italianos. Pero el Atitlán merece ser visto, aunque sea necesario llegar a él a pie.

El «Lugar del Agua» es una vasta estepa de un azul deslumbrante, dominado, de un lado, por unas montañas cortadas casi a pico que bañan en él sus pies, y bordeado, del otro, por campos de cañas de azúcar, grandes naranjales y praderas sembradas de flores blancas en forma de estrellas.

En este paraíso se encuentran algunos poblados indios. Como todos los turistas, muy raros aquí por cierto, fui recibido de un modo conmovedor y me colmaron de obsequios… recogidos en las laderas del Atitlán, donde el altivo pino domina todo el paisaje: dulces de azufre, piedras pómez, grandes como los puños, y fragmentos de obsidiana de un bello color negro reluciente con aristas cortantes… Se sabe que los sacerdotes mayas se servían de pedazos de obsidiana para abrir el pecho de las víctimas, para los sacrificios a los dioses, y arrancarles el corazón.

Me ofrecieron también obsequios que no procedían del volcán: incienso de Copal, azúcar moreno en pequeños bloques e, incluso, un armadillo… Es éste un pequeño mamífero cubierto de conchas superpuestas, que nosotros llamamos tatú. Un animal bastante repugnante, con sus orejas de murciélago, y sus ojos saltones, pero su carne es suculenta, incluso para un europeo. En Guatemala se hace un gran consumo de esta carne. En todos los mercados los indios los venden por docenas, sosteniéndolos por el rabo, muertos, claro está.

Nos dirigimos al norte del país y penetramos en la selva, donde no es posible morirse de hambre, ya que, si bien se encuentran allí muchos jaguares y serpientes, también se pueden cazar muchos pécaris, pequeños cerdos salvajes de gruesa cabeza, y muchos pavos. Pero hay que seguir siempre los senderos trazados por los indios. Es imposible avanzar por donde no existe pista sin servirse incansablemente, día tras día, de un machete o sable para abrirse paso: tuve la suerte de que me acompañaran unos indios y mestizos que iban en busca de unos árboles llamados zapotes.

Esos árboles se encuentran por millares en la selva virgen de Guatemala, pero nunca juntos. La ley prohibe formalmente talar un zapote, pero éste puede sangrarse una vez cada cinco años. El látex que mana de la herida se llama chicle por lo que, a los que lo extraen se les ha dado el nombre de chicleros. Cuando el indio tiene una buena provisión de chicle, lo hace hervir en un caldero, lo vierte en un molde y lo deja enfriar. Estos moldes de chicle se transportan al centro más próximo y, de allí, en avión, a los Estados Unidos. Guatemala vende por muchos millones de dólares anuales, ya que con el chicle se fabrica el famoso chewing-gum, la goma de mascar, de la que, al parecer, no pueden prescindir los americanos, hasta el punto de que no faltaba la misma en las «raciones individuales» de los soldados estadounidenses durante la segunda Guerra Mundial.

Si los hallazgos arqueológicos de la civilización de los antiguos mayas han obtenido tan brillantes resultados en el curso de los últimos veinte años (se han descubierto en la jungla de Guatemala una treintena de ciudades mayas), es gracias a los chicleros. Mientras se dedicaban a la búsqueda de árboles zapotes, encontraron vestigios de monumentos erigidos por sus antepasados y comunicaron sus descubrimientos a las autoridades. Bendigamos, pues, el chewing-gum, aunque nosotros no lo usemos.

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En Guatemala hay sirenas

No me refiero, en este sentido, a mujeres fatales, sino a la «sirena mamífera», que en francés llamamos lamantin y que llaman dugongo o «vaca marina» en el Océano Índico y en las costas Norte de Australia y de Formosa, peixe-boi en el Brasil y manatí aquí. Puesto que hay sirenas en Guatemala, vamos a estudiar cómo son.

Según me informaron, se encuentran en el lago Izabal, que comunica con el mar de las Antillas, no lejos de Portobarrios.

Mi guía, un indio que chapurreaba un poco el español, me condujo hasta allí en su barca.

– ¿Por qué llevas ese arpón tan largo? – le pregunté.
– Señor, manatí bueno para comer.

Le dije que no era mi intención ir de pesca, sino que deseaba simplemente ver de cerca un «hombre marino», o una «mujer marina». El indio pareció disgustarse. Los tiempos eran duros, los manatíes cada vez más raros, la carne era cara, si un honesto indio no podía matar un manatí, en el caso de descubrir alguno, la vida resultaba estúpida. Un bonito ejemplar de manatí medía fácilmente de dos a tres metros, su carne era alimenticia, el aceite bueno y la piel útil…

La promesa, por mi parte, de darle una buena propina, le calmó en cierto modo.

La suerte nos sonrió, ya que a las dos horas de navegación silenciosa entre las plantas acuáticas, a lo largo de la orilla, vimos un enorme lomo grisáceo y reluciente dirigirse hacia tierra. Los manatíes sólo se alimentan de hierba y durante la noche.

Atracamos. Saltamos a tierra y arrastrándonos llegamos bastante cerca de donde se encontraba aquel curioso animal acuático y herbívoro. Se parecía a una foca muy grande, pero la cola, larga y horizontal, recordaba la de las ballenas, y el hocico achatado, con sus gruesos labios, el de un perro de presa. No tenía orejas y los ojos eran redondos.

Era un manatí hembra. De vez en cuando, giraba la cabeza hacia donde estábamos nosotros, pero, por lo general, nos volvía la espalda y se inclinaba hacia algo que nosotros no podíamos ver. El indio murmuró: «¡Chico!»

Dimos un rodeo para acercarnos del otro lado y vimos una hermosa cría manatí. La madre lo amamantaba y lo abrazaba con sus aletas natatorias, y entonces comprendí el origen de la leyenda de las sirenas…

En nuestra infancia hemos leído tantas y tantas historias de pieles rojas y estamos tan acostumbrados a imaginárnoslos desnudos hasta la cintura, luciendo vistosas plumas en la cabeza, ataviados con pantalones de piel de gamo, y el tomahawk en la mano… que al recorrer Guatemala nos cuesta admitir que los millares de hombres de piel cobriza que transitan por las calles de sus ciudades, vestidos aproximadamente como nosotros, sean indios de pura raza. Y todos esos pieles rojas son cristianos, no dejan nunca de cumplir con sus obligaciones religiosas y permanecen de rodillas en las iglesias durante horas enteras.

Sin embargo, todos ellos practican todavía ciertos ritos misteriosos de sus antepasados, hacen caso de los hechiceros y creen en los espíritus…

En la pequeña población de Quetzaltenango, oí cómo un indio rezaba en alto voz a la sombra de una iglesia. Se dirigía al Todopoderoso en español, sin duda por temor a no ser comprendido si se expresaba en su dialecto salvaje. He aquí, textualmente, lo que decía aquel indio: «Escúchame, Padre Celestial, óyeme de una vez para siempre: creo en Ti, yo no soy más que polvo, y Tú, Tú sabes más magia que todos los hechiceros y sacerdotes juntos. No quiero discutir, pero estoy sumamente apenado. Por cinco veces te he pedido un pequeño favor y te he ofrecido un cirio para que me lo concedieras. Pero Tú no me has hecho caso. Sinceramente, esto no puede continuar así. Es muy injusto por tu parte… Te suplico humildemente que no me tomes por un imbécil a pesar de que no sé nada de nada. Pero, sobre todo, no te enojes conmigo, Padre Eterno, y te ruego que te pongas en mi lugar. Escúchame bien, voy a ofrecerte otro cirio. Tú que todo lo sabes, debes saber también que los cirios cuestan dinero y que yo soy pobre. Al ofrecértelo, te pediré nuevamente el favor que hasta el momento no te has dignado concederme, pero esta vez, Dios Todopoderoso, procura ser razonable. ¡Amén!».

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