Foto de Manuel García Ferrer

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Este artículo fue escrito y publicado en 1994

Archipiélago, número 18-19

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Los automovilistas de un pueblo de la provincia de Nápoles montaron hace algún tiempo en cólera (La Stampa, 20-III-1993) a causa de los atascos y colas que, a su paso por las calles de la población, originó un elefante de considerables proporciones. Según la crónica, al enfado por la congestión del tráfico rodado, evidentemente provocada por la lentitud del mamífero, hubo que añadir también el enojo que debieron motivar las deposiciones del animal que, como se sabe, excreta durante sus desplazamientos, al igual que el buey y el coche y a diferencia del perro o el hombre, que sólo se exoneran parados, en condiciones normales.

Los elefantes caminan con cierta lentitud, como también es sabido, por lo menos si se les coteja con las velocidades que adquieren los coches en los anuncios de coches y en algún sitio más, así que no es difícil representarse los embotellamientos a que daría lugar. Sin embargo, a nadie se le escapa que en la provincia de Nápoles no proliferan precisamente los elefantes (los búfalos sí, pero no los elefantes), de modo que, para no incurrir en inverosimilitudes, tengo que apostillar que el proboscidio cumplía —él también— una función publicitaria, a saber: anunciaba la celebración de un espectáculo circense. Como es de ley, el animal fue multado por infringir las normas de tráfico (el equivalente a cinco mil pesetas) y a su «conductor» se le obligó además a satisfacer a la población con un correctivo más severo y humillante: recoger todos los excrementos que el elefante había diseminado abundantemente por las calles. Las normas son las normas y la reparación puede antojarse efectivamente lícita: el que contravenga, que pague; el que ensucie, que limpie.

En otras latitudes, esta vez más cerca de nosotros y por lo tanto en un caso menos insólito, los habitantes de un pueblo de Ciudad Real han venido mostrando su inquietud, entre otros más que legítimos motivos, por la existencia de corralizas en el interior de su casco urbano y el paso de ganado por sus calles (El País, 16-III-1993), con las consecuentes deposiciones a que dan lugar tales desplazamientos y el consiguiente peligro para cualquiera, sobre todo para los niños que, creyendo recoger aceitunas, lo que en realidad hacen es coger las cagarrutas o sirles del ganado, como atestigua un vecino.

La proximidad de estas dos noticias, casualmente espigadas de la prensa por esos días, y la coincidente y «natural» reacción de la población ante los hechos, me han llevado a intentar salir de mi perplejidad con estas líneas. Como toda persona que se ha criado durante los primeros años de su vida en un pueblo, en una época en que los hombres compartían las poblaciones con los animales y no con los automóviles, no se me oculta la semejanza de los sirles o cagarrutas del ganado lanar y cabrío con las aceitunas negras, análogas unas y otras al fruto maduro del laurel y poco parecidas a los gases y aceites de los coches. Un servidor mismo, sin ir más lejos, también las confundió durante un período de su vida, por fortuna hoy declinado, y creo que hice asimismo partícipe a mi madre de la semejanza sosteniendo alguna de ellas en la mano, como el niño del pueblo de Ciudad Real con que se ejemplifica la segunda noticia. No recuerdo cuál fue la reacción exacta de mi madre, pero es verdad que no volví a repetir la escena ante un público familiar, por lo que supongo que también el niño al que se alude en la noticia, como cualquier otro del pueblo, se habrá hecho ya cargo de lo que sólo es un parecido y habrá desistido de su coprofilia. De niños es aprender, a pesar de muchos de sus maestros.

Más difícil es sin embargo que desista el resto de los habitantes de las poblaciones compartidas con coches de considerar engorroso, molesto y, en resumidas cuentas, artificial, antinatural, la lentitud no sólo de elefantes en sus calles, sino de ovinos o caprinos por ejemplo, lo mismo que de la presencia en ellas de las deyecciones de unos y otros, de los sirles de estos últimos y de las excretas de los primeros que, por ignorancia o a falta de otra palabra mejor, denominaré boñijones o cagañigas, motivando mi elección por la duda de si las deposiciones de los proboscidios se asemejarán más a las del caballo —cagajones—, más esféricas, duras y compactas en condiciones normales, o bien a las del ganado vacuno —las boñigas—, más blandas y pastosas —menos esféricas—, como todo el mundo que tenga curiosidad, o en su defecto un coche, puede comprobar.

Sin embargo, y he ahí la fuente de mi perplejidad, un animal es algo en principio bastante natural y tal vez puedan ustedes convenir conmigo sin mucha dificultad en que, a pesar de los desarrollos de la antropología y lo baqueteado de esa oposición natural-artificial, si algo merece ser tenido todavía como natural no es sino, desengañémonos, cagar. Resignémonos, el organismo del hombre, así como el de los mamíferos, comprendidos los ovinos, cabríos y proboscidios, genera, al final de su metabolismo, esa fea operación y ese material, esa marranada, aunque esté feo el decirlo. Que hayamos decidido no efectuar esa operación a la vista de todos o en plena calle, es otro cantar, o bien es cultural, producto de nuestra cultura, de nuestras decisiones, aunque no dejaría de ser natural. De la misma forma que es asimismo cultural —y también por supuesto una marranada— la presencia masiva de automóviles y excretas de automóviles en las ciudades que éstos comparten todavía con los hombres. Pero a diferencia de las poblaciones citadas, sobre esta presencia, inconmensurablemente más fétida y nociva y, a fin de verdaderas cuentas, más inútil, pocas ciudades y pocos pueblos ponen todavía el grito en el cielo u obligan a sus dueños a subvenir a una reparación satisfactoria, no sólo de las mucho más graves y letales deyecciones de los culos de escape, sino de las miles y miles de muertes y deformidades que generan los coches y del esclavismo moral y estético que provocan.

La presencia totalitaria del automóvil y de las deyecciones del automóvil se ha convertido hoy día —lo han convertido la papana-tería de los individuos y sobre todo los inmensos intereses de los Estados y los grandes complejos industriales— en algonatural en nuestros pueblos. Le han dado carta de naturaleza, le han atribuido —culturalmente, con los más masivos y empedernidos dispositivos— todos los rasgos de inevitabilidad y necesidad que en principio encerraría o podrían corresponder a la noción de lo natural, además de las subsiguientes connotaciones culturales de positividad, belleza y bondad. Por eso las poblaciones protestan por lo artificial y enojoso del paso o de los excrementos de los animales por sus calles, de los que inmediatamente aciertan a percibir, por limitados o esporádicos que sean, su fealdad, su hedor y molestia, y no atinan a darse cuenta de que viven inmersos literalmente en hedor y fealdad y molestia automovilística. Como si estar permanentemente sometidos, asfixiados y confundidos, asqueados y entorpecidos y escarnecidos por los coches, como si haber sido evacuados de nuestras calles, de nuestras plazas y de nuestros lugares, haber sido apartados, exiliados y esclavizados para producirlos y tiranizados para desearlos, para comprarlos y para mantenerlos, como si estar permanentemente ensordecidos, entontecidos, humillados, envenenados, mutilados y torturados y asesinados por los coches que detentan y son los habitantes por antonomasia de nuestros pueblos y ciudades fuese la cosa más natural del mundo, algo así como ir lento, como llegar tarde, como pasear o confundir un sirle o cagarruta de cabra con una aceituna —o un boñigajón o cagañiga de elefante con un terrón o una pella de barro—, como si estar atestados de coches y apestados por ellos fuera tan natural como cagar. No huele pues ni es feo ni molesta lo que naturalmente huele o es feo o molesta, sino aquello a lo que culturalmente nos hemos hecho a sentir y decir que huele, afea o molesta. Una mierda, no nos llamemos a engaño, no exhala un perfume natural, sino cultural, como los coches. Ahora éstos no huelen y aquéllas sí, pero eso es ahora. Mañana muy bien pudiera ocurrir que nos llevásemos las manos a la cabeza con desesperación al pensar que, en un pasado reciente y ominoso, estuvimos compartiendo nuestras ciudades y nuestras casas con coches, lo mismo que ahora nos hacemos cruces de cómo podían antes compartirlas con cabras y vacas y establos. ¡Qué horror no nos podrá producir un día saber que había garajes con coches en el interior de las casas y de las poblaciones!, ¡coches aparcados a ambos lados de las calzadas y calles de doble dirección en donde también circulaban continuamente coches! No quiero ni pensarlo.

Como en esas iglesias o palacios en que, algún siglo después de su construcción, alguien levanta las capas de yeso que recubrían sus paredes interiores y descubre que bajo ellas se ocultaban hermosos y valiosos frescos, ya estropeados en parte o mayormente devastados por la acción modernizadora del recubrimiento, tal vez un día se produzca algo —un cataclismo o un regalo de la razón— que levante los coches de las calles y los aparcamientos de coches en las calles y nos permita contemplar —¡oh, maravilla!— lo que son o fueron o podían haber sido nuestras ciudades, ya deterioradas o mayormente devastadas por el automóvil y sus chóferes.

Yo no sé si los elefantes acostumbran a atropellar a los transeúntes por la calle; de las ovejas, vacas o cabras me extraña —a mí una vez una yegua me propinó una coz—, pero lo que está a la vista de todos por mucho que se persista en no llamar al genocidio por su verdadero nombre es el atropello y el asesinato político diario que ha traído consigo el imperio del automóvil privado. Ciento treinta mil muertos y heridos graves sólo en España en 1992, ciento treinta mil víctimas, que se dice pronto, cuyo sólo gasto originado —y únicamente hablo de dinero— en horas efectivamente perdidas de trabajo (¿alguien ha calculado cuánto vale un muerto?), hospitales, gastos jurídicos, policiales, mecánicos, ambientales, etc., podrían no sólo saldar con creces ese presunto déficit que se empeñan en achacar al ferrocarril vistiéndolo de empresita privada, sino hasta permitirnos unos transportes muy arregladitos de precio.

Atropello pues y muerte física de las personas en número muy superior a cualquiera de las enfermedades, plagas o guerras que nos asolan y de las que continuamente se hacen eco los medios de comunicación (los Medios de Formación de masas, como dice García Calvo, los medios de formación de naturalidades); atropello y muerte de las ciudades y de los lugares de los hombres al convertirlo todo en aparcamiento o carretera, al igualar todo lo que alcanzan y desnaturalizarlo con su naturalidad. Muerte y atropello además de la estética y de los sentidos al elevar el patrón coche a patrón totalitario y elevar el ruido que producen, el hedor que desprenden y el pavor al encontronazo, el regusto a anhídrido carbónico y la injuria de su ubicuidad ante la vista, a condición natural y sine qua non de los sentidos; muerte y atropello, en resumidas cuentas, de la convivencia y la tranquilidad e incluso de la propia y efectiva movilidad que instituyen como concepto totalitario: de la vida en general so capa de una utilidad y una necesidad de las que, si nos ponemos serios, no podremos más que reír, aunque sea amargamente.

¡Qué son las muertes provocadas por cualquiera de los terrorismos políticos o de las guerras o enfermedades o epidemias, incluso el sida o el cáncer, comparadas con los asesinatos políticos que produce la Industria del Automóvil y la Gasolina en un sólo mes, en un sólo puente o fin de semana! Pero se ha convencido a la población de que eso es natural, de que es un sacrificio que hay que satisfacer en todo caso al dios Progreso, que ello mismo es Progreso, adelanto; se nos ha convencido de que soportar los pestíferos y mortales gases de las deyecciones de los coches es normal o natural, y no en cambio oler o pisar una mierda de vaca —o un sirle, un boñigajillo o cagañazo—, que es normal estar acobardados y desquiciados en las ciudades de los coches y no lo es aguardar a que pase un rebaño de ovejas o de cabras —a que pase un elefante—, como es natural y justo que el dueño de un proboscidio tenga que recoger personalmente sus excrementos de las calles —los del proboscidio— o que unos pastores tengan que arreglárselas para desalojar sus rediles del pueblo, y que, por el contrario, ni tengan que pechar con sus letales excreciones ni tengan que evacuar las ciudades los conductores de máquinas mortíferas entre, sobre, bajo, con, ante, para y por las que vivimos.

Curioso desplazamiento de naturalidades, como curioso es también el desplazamiento que se produce cuando al señor Wimckler, que se ocupa de poner un poquitín de orden limitando en algo el tráfico de algunas ciudades agónicas, le llaman el «mago del tráfico», atribuyendo a la cosa más racional del mundo —casi una tautología: si no podemos parar de coches, es porque hay muchos coches y es que sería mejor que hubiese menos— connotaciones mistéricas y mágicas, es decir, irracionales. Si poner esa miajilla de orden como parece poner ese señor es algo tan insólito, pongamos por caso, como ver un elefante en un pueblo de Nápoles —algo tan esotérico y tan mágico, tan propio de un «mago»—, lo otro entonces, lo opuesto, el imperio del coche y la saturación de coches, será consiguientemente lo racional. Así es, todo al revés para que lo entendamos mejor, para que vayamos siempre de cabeza a ver si así se ve y entiende algo, porque intereses tiene la Santa Madre Industria del Automóvil y la Gasolina, y propagandistas y publicidad a su cargo, asoldados para hacérnoslo pasar como necesario, como normal natural y racional, para hacernos pasar miedo, no de la muerte cierta bajo sus ruedas o la ubicuidad de sus aires mefíticos, sino ante su posible crisis de expansión, que han llorado hace poco como si por ello se nos viniese el mundo encima y no fuera quizá un leve síntoma de la posibilidad de lo contrario. Porque siguen los reveses y los despropósitos: el problema del tráfico no es el tráfico, sino el coche, la superabundancia y excrecencia masiva del coche, y todo intento de regulación y toda campaña será inútil mientras no se atente directamente contra el imperio del coche privado y el camión como forma fundamental de locomoción, mientras no se reduzca drásticamente su número y su manía y no se vea qué hay detrás, qué mantiene y justifica la presunta naturalidad de su dictadura en nuestras vidas. (De todos quizá no sea sabido que es receta hitleriana eso de un coche para cada quisque, el volkswagen, el coche para el pueblo, y que por lo tanto la cultura actual del coche es literalmente fascista, como otras muchas de las formas culturales con las que el fascismo, a la chita callando e insidiosamente, se ha incrustado en el fondo de nuestras convenciones).

Yo no soy muy optimista a este respecto —es decir, no soy nada optimista—, pero aun así a veces me digo que, si entre los sirles del pueblo de Ciudad Real y los boñigajones —cagañazos— del elefante del pueblo de Nápoles no hay en el fondo tanta diferencia, porque todo es mierda al fin y al cabo y acaba molestando (lo mismo que la lentitud del proboscidio o el paso del rebaño a los que tienen prisa), qué molestias e impaciencias no acabará trayendo a la postre la mucho más hedionda, estulta, delictiva e insufrible y mortífera mierda del coche y del mundo que representa.

 

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