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Caín mató a Abel por celos,

porque no pudo comprender

por qué sus ofrendas

en forma de verduras de la huerta

no complacían al Señor

como el corderito

que le ofreció su hermano en sacrificio

(tema de debate: ¿los vegetarianos han de ser ateos?).

Desde entonces ha llovido mucho: un diluvio, bastantes tormentas, unos cuantos huracanes, chirimiris, orvallos y cuantos nombres se les pueda dar a las caídas de aguas.

Y el crimen sigue fascinando.

Se identifica popularmente con el hecho de matar a alguien, probablemente porque es el crimen que más cautiva o desazona (cualquiera de nosotros podría ser una víctima ¿o un asesino?) y quizá por eso da tanto juego literario, con crímenes y criminales para todos los disgustos.

Algunos ejemplos de variedad. “A sangre fría”, a caballo entre la literatura y el periodismo, supuso una revolución inquietante. El protagonista de “El perfume”, un asesino en serie obsesionado por la búsqueda del perfume sublime, repugna y atrae al mismo tiempo. Más cercana resulta la novela de Cela, “La familia de Pascual Duarte”, un relato descarnado, violento y perturbador. Aunque podemos contrarrestar tanta sangre con la refrescante lectura de una serie de microrrelatos que llevan por título “Crímenes ejemplares”, de Max Aub.

“—¡ANTES MUERTA! —me dijo. ¡Y lo único que yo quería era darle gusto!”

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En las novelas anteriores, el foco de interés se encuentra en la personalidad del criminal y sus motivos para el crimen. Sin embargo, tanto en la novela policiaca como en su subgénero, la novela negra, el protagonista es el investigador y en ocasiones, más recordado que su creador. Me atrevería a decir, sin ningún estudio riguroso que lo avale, que es mucho más conocido Perry Mason que Erle Stanley Gardner, Kurt Wallander que Henning Mankell, el comisario Brunetti que Donna Leon e incluso Sherlock Holmes que sir Arthur Conan Doyle.

Estos investigadores, ya sean abogados, policías (como Maigret), detectives privados (como el maniático, egocéntrico y remilgado Hercule Poirot) o criminalistas aficionados (como la apacible y venerable Miss Marple), demuestran una capacidad de deducción muy aguda. Tranquilicémonos, entonces, los listos están del lado de los buenos.

Es cierto que son menos los policías y más los que actúan por cauces privados, lo que les permite en algunos casos moverse por la franja borrosa que separa lo legal de lo que no lo es. Philip Marlowe, por ejemplo, tiene incluso un cierto regusto a gánster con pocos escrúpulos. Es invariablemente decadente y cínico, aunque posee un sentido moral propio según el cual prevalece su sentido de la justicia en medio de un mundo corrupto. Es casi la reencarnación del pistolero del western, duro y cargado de testosterona. Poirot y Miss Marple, como personajes literarios, son planos. Aun con sus diferencias son siempre lógicos, razonables y analíticos. Sucede que Agatha Christie, como otros novelistas del género, suele volcar su destreza narrativa en la trama, que en sus novelas se ambienta en un mundo británico refinado y elegante, aunque a veces sus relatos se trasladen a Oriente, que ella misma tan bien conoció.

Uno de nuestros detectives autóctonos es el gourmet Pepe Carvalho y si con él identificamos fácilmente el entorno en el que se mueve, con otros podemos descubrir realidades sorprendentes. Es el caso de Henning Mankell, cuyo protagonista nos acerca a una sociedad sueca mucho más rota que la visión idealizada que a menudo se tiene de los países escandinavos. O el de Anastasia Kaménskaya (alter ego de Alexandra Marínina), que nos descubre la Rusia postsoviética donde las mafias actúan con crueldad y la vida cotidiana es, a menudo, arriesgada y peligrosa.

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Lo curioso es que estos investigadores, aun siendo los protagonistas, suelen tener una escasa, nula o desastrosa vida privada. De hecho tenemos que llegar a los más modernos, a los creados a partir de finales del siglo XX para que se hable incluso de una vida privada que pueda llegar a ser cambiante, aunque no satisfactoria. Salvo el comisario Brunetti con su familia feliz, la mayoría son solitarios. Son más frecuentes los casos como Kinsey Millhone (la protagonista de las novelas del alfabeto de Sue Grafton), que pasa por varios divorcios, o el melancólico Kurt Wallander, quien para tragar el suyo se acerca peligrosamente al alcoholismo.

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En cualquier caso, en estas novelas, llega el fin cuando se pilla al asesino, respiramos aliviados porque el bueno ha vencido y se ha salvado y contamos con que el criminal rendirá cuentas ante la justicia, recibirá su merecido. Curiosa expresión, pues “recibir su merecido” difícilmente encaja con merecer algo bueno.

Pero ¿qué pasa con los criminales que escapan a la ley? La atormentada Patricia Highsmith creó a Mr. Ripley, un asesino amoral, frío, culto, listo y sin remordimientos. Y más recientemente, Jeff Lindsay creó a Dexter, incapaz de sentir empatía, un individuo aparentemente correcto, elegante y educado que siente un gran placer matando y descuartizando. Y lo comprendemos y lo perdonamos pues para satisfacer sus deseos busca como víctimas aquellos individuos que escapan inmerecidamente de la justicia y se convierte en verdugo, en el cruel asesino de asesinos crueles, pederastas reincidentes y otra escoria igualmente deleznable. Parece que llega el vengador a suplir las carencias del sistema judicial. Y nos cae simpático, porque solo castiga a los malos, y nos cae simpático (y nos da escalofrío) incluso cuando se dispone a guiar a unos niños por la senda que él mismo ha escogido. Y sin problemas de conciencia. Con ellos el orden se trastoca.

Sin embargo, fueron los remordimientos los que llevaron a Raskólnikov a entregarse. Han pasado unos 150 años desde que se publicó “Crimen y castigo” y su lectura me sigue pareciendo imprescindible. Pues bien, en esta novela soberbia, a pesar del convencimiento del protagonista de que ha matado a un mal bicho, a una usurera sin piedad, no puede soportar la voz de su conciencia y se entrega para expiar su pecado. ¡Ay! ¡Mecachis! Ya he confundido las palabras. Se trata de recibir el castigo correspondiente a su crimen. No es el momento de indagar sobre el sistema de pecados-virtudes de muchas religiones como código legislativo para regular la conducta de las personas en una sociedad compleja.

Aplicamos el castigo. Se escuchan voces que reclaman justicia (¿soy solo yo quien percibe en ocasiones un acercamiento de este término al de la venganza?), que piden que el criminal pague por su delito y algunos reclaman la pena de muerte como castigo merecido para cierto tipo de crímenes. No voy a reflexionar acerca de qué tipo de crímenes exactamente merecerían la muerte ni por qué acaba siendo la habilidad de los juristas la que establezca la frontera. Solo me pregunto cuántos de los que están tan convencidos de la necesidad de la pena capital verdaderamente estarían dispuestos a aplicar por sí mismos el castigo y aceptar las consecuencias que su propio Pepito Grillo les dicte. Al fin y al cabo, ojo por ojo, todos ciegos.

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Recomiendo la revisión de “El verdugo”, de Berlanga.

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