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Una amiga visita a la señora Ginsberg y le pregunta por su hija.

– ¿Qué tal su marido?

– Créeme, ninguna chica tuvo nunca un esposo tan maravilloso -, se entusiasma la señora Ginsberg. La trata como a una reina. No le permite poner las manos en agua fría. Mi hija se queda en cama hasta las once de la mañana y a esa hora la mucama le trae una bandeja con el desayuno. A la tarde se va de compras por la Quinta Avenida, y ¡qué ropa se compra! ¡Magnífica! A la noche se encuentra con su esposo en el Ritz, para el aperitivo. ¡Qué decirte! ¡Sólo podemos dar gracias a Dios por la suerte que tuvo!

– ¿Y cómo está Raymond, tu hijo? Oí decir que también él se casó.

El rostro de la señora Ginsberg se altera.

– Ni me lo preguntes – dice hoscamente. – Ojalá tuviera un poco del mazl de su hermana. Se casó con una de esas muchachas caprichosas de la otra parte de la ciudad. Mi pobre Raymond tiene una esposa que no mete la mano en agua fría ni para lavar la menor cosita. Se queda en cama hasta las once, comiendo bombones; necesita una mucama para que le lleve el desayuno al mediodía. A la tarde, en lugar de pasarle el plumero a la casa se va a la Quinta Avenida a comprarse ropa lujosa. Y a la noche, en lugar de recibir a mi Raymond para disfrutar de una comida casera, ¡por mi vida! lo arrastra al Ritz para engullir aperitivos. ¡Oy! ¿Qué pecado habré cometido para que Dios me castigue con semejante nuera?

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