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Verá usted, hace bastantes años que
me interesan los problemas de la movilidad.
En este país hay un documento histórico que
es imprescindible para su estudio.
Es el Informe Subercase, un resumen de lo que sabían sobre ferrocarriles y trenes los mejores técnicos del país en noviembre de 1844. Lo leí, como todo el mundo, buscando piedras para lapidar a los autores por no haberse dado cuenta de las ventajas del ancho Stephenson. El caso es que el Informe despacha la cuestión del ancho de vía en unos pocos párrafos. Casi todo el texto está dedicado al análisis de los aspectos financieros, a sopesar detenidamente las ventajas y los inconvenientes de la gestión pública o privada del servicio… Es ante todo un trabajo de Economía con mayúscula. Como es natural, le recomiendo la lectura del Informe completo. Siguen algunas citas.
«… prescindiendo de las circunstancias particulares que pueden facilitar más o menos la formación de las compañías, o bien hacer necesaria la cooperación del Gobierno en todo o en parte, y considerando la cuestión de una manera abstracta y general, la comisión opina que donde quiera que el Gobierno tenga su crédito bien sentado es preferible ejecutar los ferrocarriles por cuenta del Estado».
«No caben aquí, como ya se ha dicho, las muchas razones en que puede apoyarse esta opinión; por consiguiente, prescindiendo de la conveniencia de que este resorte poderoso de acción administrativa, tanto en lo político como en lo militar, esté en las manos del Gobierno y sin detenernos en referir los abusos y vejaciones que han hecho sufrir al público la codicia y prepotencia de compañías poderosas, sólo diremos que la construcción por cuenta del Estado es el único medio de que los ferrocarriles produzcan completamente el efecto que de ellos se debe esperar; porque sólo de este modo se podrá conseguir que los transportes de personas y mercaderías se reduzcan al mínimo precio posible».
«Jamás se podrá llegar a este resultado por medio de las compañías; las cuales precisamente han de ganar algo después de satisfechos aquellos gastos; y su tendencia naturalmente egoísta es y será siempre la de obtener las mayores ganancias posibles dentro del máximo de tarifa que se les haya concedido. Alguna vez para conseguir este objeto les convendrá rebajar el límite señalado, pero será siempre para hacer pesar sobre la generalidad de la industria la mayor contribución posible en recompensa del beneficio que realmente la hacen, aunque sin cuidarse mucho de que éste sea grande o pequeño; porque a la verdad, su incumbencia no es cuidar de los intereses de los pueblos, sino de los suyos propios».
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Ya ve usted que el Informe desarrolla una sólida teoría sobre los inconvenientes de la gestión privada… para terminar recomendando un sistema de concesiones, al que nos vimos forzados por «nuestras circunstancias particulares y desventajosa posición económica».
En 1844, Isabel II tiene catorce años y el Estado no tiene fondos para tender ferrocarriles. Punto y aparte.
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Demos un salto en el tiempo hasta el año 2000, fecha de publicación de una novela de Lorenzo Silva titulada «El alquimista impaciente», y veamos -gracias a un caso ficticio- a dónde nos ha llevado eso de las contratas de gestión de los servicios públicos.
Bevilacqua está hablando con Egea…
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Egea arrugó la frente y alzó la vista al techo.
– Si le digo la verdad, no muchas, en el campo inmobiliario -respondió-. Se va a reír. Sobre todo, anduvimos dedicados a los concursos de basuras.
– ¿Concursos de basuras?
– De los ayuntamientos. Pagan un buen canon por la recogida. Se compran unos pocos camiones, se contrata gente barata y se recicla lo útil. A nada que haya un mínimo de toneladas, las cuentas pueden salir muy bien.
– Ya veo -dije, procurando hacer como que no había oído lo de la gente barata-. ¿Y qué aportaba en eso el señor Soler?
– Su buena cabeza. Y su virtuosismo para preparar ofertas. A los de los ayuntamientos los dejaba literalmente deslumbrados. Ganábamos los concursos de calle. Bueno, casi todos. A veces el pescado está vendido, ya sabe.
– No, no sé -repuse, sin poder aguantarme.
Egea me observó con una sonrisita sardónica.
– Pues nada, que a veces el concejal es amigo de alguien -explicó-, o le acaban de hacer un chalé en la sierra.
– Ustedes no hacían chalés a nadie -aventuré, en tono inocente.
La sonrisa de Egea se ensanchó por completo.
– Me niego a contestar esa pregunta. Es decir, no.
Para mi gusto, Egea se había relajado demasiado en el curso de la conversación. Era un signo evidente de que nos habíamos desviado a su terreno, donde se sentía sobrado y en posesión de una capacidad dialéctica superior. Tal vez la tuviera, aunque yo no fuera libre de expresar mis pensamientos. En cualquier caso, debía regresar a donde pudiera apretarle.
– Muy bien, señor Egea. Creo que con esto nos hacemos una idea del tipo de actividades a que se dedicaban usted y el señor Soler.
– Lo dice como si se tratara de pornografía infantil -observó, con dudoso humorismo-. Son actividades que contribuyen al bienestar de la comunidad, y en las que se obtiene un legítimo beneficio.
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Apliquemos esta teoría a otros servicios públicos. Por ejemplo, los aeropuertos. En este país, casi todos son de interés general. Los controla la sociedad mercantil de participación estatal AENA, que gestiona directamente algunas actividades y contrata otras con diferentes empresas. Sus cuentas cuadran mejor si cada año se subastan a la baja cosas que son necesidades permanentes de las instalaciones, como el mantenimiento, la limpieza… o la seguridad. No piense usted que los criterios para las adjudicaciones tengan nada que ver con lo que nos decía Subercase en 1844, ni mucho menos con el caso imaginario que nos plantea Lorenzo Silva en el marco de una novela policíaca… porque, visto lo visto, podríamos creer que las cosas van bastante peor.
Empecé a redactar este, digamos, ejercicio de historia con minúscula cuando los trabajadores de la contrata que llevaba la limpieza del aeropuerto de Ibiza iniciaron una huelga porque no cobraban sus salarios. Y he pensado que puede ser útil ofrecerle estas citas y los cuatro párrafos que las enmarcan para que haga usted sus propias previsiones sobre lo que puede pasar si Julio Gómez-Pomar Rodríguez, que era el presidente de Renfe cuando ocurrió el funestísimo accidente de Angrois, aterriza en Barcelona. Allí, una empresa privada que tiene un contrato vigente con AENA ha de conseguir que sus empleados acepten unas condiciones económicas y laborales ajustadas al céntimo para cumplir su parte. Obteniendo, cómo no, un legítimo beneficio. Es lo que dice Bevilacqua: «procurando hacer como que no había oído lo de la gente barata».
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Uno de los problemas de este país es que falta decencia. Según el DLE, es “aseo, compostura y adorno correspondiente a cada persona o cosa”, “recato, honestidad, modestia” y “dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”. Al parecer, la Real Academia pone el acento en las conductas privadas. En cuanto a las públicas, aquí tiene usted el último párrafo del Informe Subercase:
“La comisión cree haber explanado suficientemente los principios que sirven de fundamento al pliego de condiciones generales que propone para las empresas de ferrocarriles. En ellas ha procurado conciliar los intereses del Estado y del público con los de las compañías particulares, asegurando en lo posible la moralidad que debe servir de base a las concesiones que les otorga el Gobierno”.
Pues eso…
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