Cuando abrí los ojos, vi un indicador que avisaba de la proximidad del meridiano de Greenwich. A tres mil metros, anunciaba. Minuto y medio más tarde lo cruzábamos. Habían construido sobre la autopista un arco de color claro que la sobrevolaba de extremo a extremo, para señalar el punto exacto por el que pasaba aquella divisoria imaginaria entre el oriente y el occidente. Nunca lo había pensado: aparte de otras cosas, a Barcelona y Madrid las separaba esa línea que venía a situarlas en distintos hemisferios y les asignaba coordenadas opuestas. Miré la pantalla del GPS, donde ahora mandaba la E, en lugar de la W. Como en mi corazón golpeaba el pasado, en vez del presente.
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