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El 4 de febrero de 2017, en la calle Arimon, junto al Centro de Servicios Sociales de Sant Gervasi, tuvo lugar una ceremonia singular alrededor de un árbol. No sé si los barceloneses somos del todo conscientes del alcance e importancia de aquel sencillo gesto de memoria local. En un retazo de la parcela liberada de la presión inmobiliaria, al pie de una medianera rehabilitada por el Instituto del Paisaje Urbano y la Escuela de Diseño y Arte Llotja, Guillermo Aguirre Núñez y las autoridades municipales descubrían una placa donde se lee «Isabel Núñez (Figueras, 1957 – Barcelona, 2012). Escritora y activista social, luchó por la salvación de este azufaifo bicentenario».
Aquella mañana de un sábado cualquiera de invierno éramos muchas las personas que nos apiñábamos bajo las ramas desnudas del azufaifo victorioso. No era la primera vez que veníamos a buscar cómo reconectarnos
Aquella mañana de un sábado cualquiera de invierno éramos muchas las personas que nos apiñábamos bajo las ramas desnudas del azufaifo victorioso. No era la primera vez que veníamos a buscar reconectarnos con el espíritu vital y amplio de Isabel Núñez. Pero esta vez la dimensión del reconocimiento institucional, por quien lo hacía, nos recordó que en Barcelona, además de personas, también se desahuciaban árboles.
Cinco años después de la muerte de Isabel, su lucha todavía es invisible a los ojos de muchos. La reivindicación del arraigo de la naturaleza en la ciudad, de su alianza necesaria con nuestras calles y edificios para configurar el paisaje urbano, aún es imperceptible para la mayoría. La crisis de una contaminación ambiental creciente quizá ayuda a tenerla más presente, pero la lucha de la que hablamos va más allá de la copa de un árbol, de su sombra benéfica, o de los pájaros que pueda acoger. Va de justicia poética. De dar a quien da vida el espacio para que crezca. Más allá de calcular las medidas de los alcorques en torno a los troncos de los árboles, de proteger toda su raigambre cuando las excavadoras remueven la tierra para hacer los cimientos de las construcciones. Va de que ha sido la voluntad de una sola mujer la que ha salvado el destino de un azufaifo bicentenario.
Supe de la lucha de Isabel para salvar este azufaifo cuando yo era concejala del Ayuntamiento de Barcelona. Era «desde dentro», durante las sesiones mensuales del equipo de gobierno. La responsable del área de Medio Ambiente nos iba informando de las negociaciones, y de sus movimientos ante la presión ciudadana. De repente, en medio de aquellas reuniones monótonas, aprobando extenuantes expedientes de proyectos de edificación, la maquinaria engrasada del urbanismo se detenía ante el soplo de aire fresco de una reivindicación genuina: clemencia ante el asesinato de un árbol y la destrucción del paisaje urbano de una calle de la ciudad. Aquello, por inesperado y poco frecuente, me resultaba increíble. Abría los ojos y sonreía por dentro. Tomé buena nota: alguien iniciaba ahí fuera la reVuelta.
Llegó el día de mi dimisión y el final de mi trabajo como concejala de Ciutat Vella. Incapaz de influir en el resto de los miembros del equipo de gobierno y detener los planes para levantar un hotel junto al Palau de la Música, acepté que había de poner fin al intento de trabajar «desde dentro». Desde allí era muy difícil hacer micropolítica. Política concreta de las pequeñas cosas. Así lo llamaba Isabel Núñez en su libro «La plaza del azufaifo» (Melusina, 2008). Para ella la micropolítica era la única manera de salvar la ciudad de Barcelona de los analfabetos de la democracia.
Poco después, la editorial Comanegra y la familia Cirici me dieron la oportunidad de restaurar y actualizar la guía de Alexandre Cirici Pellicer, «Barcelona palmo a palmo» (Comanegra, 2012). En el momento de diseñar la portada de mi anexo «Para no perder pie», conté con la colaboración fotográfica de su nieto, Hug Cirici, que me pidió que hiciera llegar personalmente el libro a su tía Isabel Núñez. Tuve, de la mano de Hug, la suerte de poder visitarla en su casa, donde estaba confinada por la enfermedad que había de llevarla al quirófano el mes siguiente. Le regalé el libro mientras buscaba la aprobación silenciosa del resto de los libros de su biblioteca, verdadera piel de la casa. Pasamos tres horas hablando del amor por Barcelona que Cirici, ella y yo compartíamos. También pude darle noticias de cómo su lucha había logrado sacudir hasta la raíz el funcionamiento ordinario de las reuniones de gobierno de la ciudad. Reíamos. Le agradecí su victoria. Se la agradecí porque me hacía más dulce mi derrota. Le dije que el azufaifo era para mí el símbolo de la reVuelta, y que era imposible que ella muriera ahora que el «desde dentro» y el «desde fuera» del Ayuntamiento se habían unido para continuarla.
Después de aquel día seguí mi diálogo con ella a través de las fotografías del recorte de cielo que veía desde su casa, y que iba publicando en su bitácora. ¿Ella moría y el árbol sobrevivía? El día 4 de febrero de este año, cuando hacíamos el gesto micropolítico colectivo de leer su nombre en una placa, pude resolver el enigma. Estábamos ante la metamorfosis de una escritora en árbol. Entendí que las fotografías de los cielos que nos regalaba eran su última escritura. Su último mensaje para que la reconociéramos hecha árbol, al ver de nuevo el cielo enmarcado por aquellos edificios a su alrededor. Estábamos ante la última traducción que ella nos hacía de la savia que sube y toma la forma de los frutos rojos en las ramas. Transmutados en raíces aéreas del azufaifo-mujer, autoridades, amigos y familiares fuimos abandonando el hortus conclusus de la calle Arimon. Guardé en los bolsillos un puñado de frutos, con el compromiso firme de plantarlos en macetas y en todas partes como símbolo de todas las luchas que deberemos seguir haciendo desde la calle.
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