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Creo útil empezar este trabajo
citando algunos artículos
de la Declaración Universal
de Derechos Humanos,
hecha en 1946. Hoy todavía
es un proyecto de futuro.
El primero dice que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos
y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
El tercero, que «todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona».
Y el quinto, que «nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes».
Estas palabras parecen bien claras. De ellas se desprende que ni tortura ni pena de muerte, en tanto que lesivas de los Derechos Humanos, pueden aplicarse en los Estados miembros de las Naciones Unidas.
Pero la realidad es muy diferente. Según los informes que publica «Amnesty International», muchos de ellos están violando en mayor o menor medida los derechos proclamados en la Declaración. Algunos pasan por ser los más civilizados del planeta.
Comenzaré por lo más general.
Tortura y pena de muerte son dos de las formas más extremas de la violencia. Hemos de preguntarnos por la causa del constante recurso a la coacción en las relaciones entre individuos y grupos sociales. Prescindiendo de las innumerables formas en que se legitima o racionaliza, mi idea es que la agresión tiene una base biológica, y tuvo en el pasado un valor de supervivencia. Esa utilidad para la especie dejó de existir hace ya siglos, desde que se inventaron los métodos de destrucción en masa. Pero persiste, aún sin ser una parte indisociable de la naturaleza humana, que se compone tanto de instinto como de aprendizaje y cultura. Los comportamientos se pueden educar, y la instrucción puede hacer mucho para limitar las reacciones violentas.
Hoy hablaremos de la tortura y la pena de muerte, dos de los medios más extremos de que disponen los aparatos de poder para imponer sus criterios a los opositores o discrepantes.
Cabe hacer algunas precisiones.
La primera, que éstas son sólo dos de las armas de la panoplia represiva. Hay otras, no menos inhumanas, como el confinamiento solitario, la «desaparición» entre comillas, el encarcelamiento en condiciones degradantes, los trabajos forzados, el destierro, la mutilación de miembros; para qué seguir…
Y la segunda, que si bien organizaciones como «Amnesty International» se ocupan especialmente de los llamados «presos de conciencia», es decir, aquellos privados de libertad por Gobiernos a causa de sus ideas, origen étnico, convicciones religiosas, etcétera, sin haber empleado la violencia ni haber siquiera abogado por ella, los Derechos Humanos son universales. A nadie pueden negársele; tampoco a los delincuentes comunes, criminales, homicidas e incluso a los propios torturadores y verdugos. A tales efectos no caben distinciones, que podrán y deberán hacerse al calificar sus delitos, en juicios con garantías de procedimiento y defensa para todos los acusados.
Hagamos un poco de historia. Sabemos que tortura y pena de muerte existen desde hace tiempo inmemorial y prácticamente en todo el planeta. No es infrecuente hallarlas combinadas en los llamados suplicios, que son métodos de ejecución en que se quita la vida al reo causándole el mayor sufrimiento posible. Será superfluo describirlos y hasta enumerarlos, pues dudo que usted no sea capaz de citar una docena de ellos sin hacer apenas un esfuerzo de memoria.
En el pasado, la tortura tuvo dos finalidades. La una punitiva, como pena de delitos, y la otra, por así decir, de averiguación judicial. Hoy la primera tiende a ir desapareciendo de los textos legales, pero la segunda ha conocido un auge sin precedentes. Nunca se ha torturado tanto ni tan horriblemente como en nuestros días. Cierto es que la Inquisición, por no dar más que un ejemplo, practicaba tormentos atroces. Pero era toscos e ineficaces al lado de los que se emplean ahora en muchas partes del mundo.
Por más que tendamos a asociar la tortura con una violencia física que llega a desfigurar a la víctima, hay que decir que la llamada tortura «blanca», «sin sangre» o «psicológica» es tan cruel, inhumana y degradante como la material, si no lo es más. El objetivo del tormento es quebrar la voluntad de la víctima, lo que se consigue incluso mejor con métodos que atacan directamente a su psique, sin dejar marcas ni lesiones dictaminables por un forense. Y también causan sufrimientos espantosos, y secuelas que duran toda la vida.
Otra consideración importante es que ningún Estado puede tolerar su práctica sin perder legitimidad. Por más que en el pasado se aplicara el tormento ante los jueces instructores, los progresos del humanitarismo han logrado que no aparezca, al menos, en la legislación. En Portugal, durante la dictadura, las leyes prohibían los malos tratos a los detenidos, pero no se aplicaban. El Gobierno surgido del 25 de Abril pudo, pues, procesar y condenar con toda normalidad a los verdugos de la PIDE, de acuerdo con el Código Penal vigente en el momento de la comisión de los delitos juzgados. Incluso los regímenes más opresores y cínicos adornan con referencias a los Derechos Humanos las exposiciones de motivos de los estados de excepción.
Si un Gobierno, por una «razón de Estado» mal entendida, consiente la tortura o encubre a los que la cometen, borra la diferencia que lo separa de los enemigos del orden social a quienes se propone combatir, sean éstos delincuentes comunes, políticos o de cualquier otra descripción. No caben medias tintas en este terreno. En él, vacilar es caer.
La pena de muerte ha visto un proceso paralelo al de la tortura. Al menos a nivel de leyes y reglamentos, se va hacia la abolición o la ocultación. Por regla general, los Estados que la mantienen la aplican casi clandestinamente, en fuerte contraste con las ejecuciones públicas de antaño, y mediante artefactos que, al menos en teoría, reducen al mínimo el sufrimiento del reo. Está por demostrar que esto sea realmente cierto, pero qué duda cabe de que ha habido un progreso respecto a situaciones anteriores. Los Estados tienen «vergüenza» de eliminar físicamente a sus enemigos de todas clases, aunque la cosa vaya cubierta por la oportuna pantalla jurídica. Lógicamente, recurren al asesinato extrajudicial, a la «desaparición», a la «ley de fugas», a los «incontrolados», a los «escuadrones de la muerte» e incluso al «suicidio» de los detenidos en prisión, hasta en las llamadas «de máxima seguridad». Estas cosas ocurren con una frecuencia alarmante, pero no tienen gran eco público porque no son noticia para los medios de comunicación de masas.
La existencia de tortura y pena de muerte implica la de sus ejecutores materiales, los verdugos. ¿Cómo se llega a tomar semejante oficio? Hay que pensar que, según estudios serios, los torturadores no suelen ser sádicos ni enfermos, sino gente que, aparte su profesión, no se distingue en casi nada del resto. ¿El verdugo nace o se hace? Es bien conocido el experimento del psicólogo Stanley Milgram sobre la obediencia a la autoridad, incluso cuando ésta ordena cosas inmorales. Consiste en poner a dos personas, «maestro» y «alumno», en un «laboratorio de aprendizaje». El primero debe formular una serie de preguntas al segundo y, si no contesta correctamente, aplicarle una descarga eléctrica cuya intensidad va creciendo. Se trata, en apariencia, de medir los efectos del dolor en el rendimiento intelectual. Y en realidad… de ver si el «maestro» se aviene a torturar al «alumno», que es un actor que simula recibir los choques. Los resultados son sorprendentes… o tal vez no. Casi todos los «maestros» aplicaron las descargas más fuertes, pese a los aullidos del «alumno». Si vacilaban, un hombre con una bata blanca les decía: «Debe usted continuar». Y seguían, incluso hasta tensiones letales. Parte de los «maestros» lo hizo sin ningún estímulo. Y algunos parecían experimentar placer antes las reacciones de la víctima. En conclusión, el torturador nace porque todos lo llevamos dentro, y se hace porque sus comportamientos son adquiridos por aprendizaje.
Otro documento de gran valor es «El verdugo», la célebre película de Berlanga, que ilustra la cuestión de modo difícilmente mejorable.
En cuanto a la reacción social ante todos estos hechos, cabe recordar una anécdota. Durante la guerra de Vietnam, los medios de comunicación publicaron incontables noticias horribles sobre lo que pasaba allí cada día, incluyendo fotografías de los bonzos budistas que se quemaban vivos o de las víctimas del napalm, como aquella niña que corría con la carne ardiendo. En Alemania, unos jóvenes que querían protestar contra aquella guerra cogieron un perro, lo llevaron a una plaza pública, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. La reacción fue unánime: una condena vigorosa en todo el país. Sobra todo comentario.
Henos aquí, pues, considerando unas realidades que, de tan oídas y sabidas, ya no nos impresionan. Es como si se nos hubiera vuelto la conciencia de corcho, pues podemos dormir cada noche en el mismo planeta en que ocurren.
Y la pregunta inevitable es lo que debemos hacer ante todo esto. La única respuesta es que cada uno haga todo lo que pueda… Por ejemplo, participar en las actividades de alguna organización como «Amnesty International», sea escribiendo cartas en demanda de libertad para presos de conciencia, sea en otros quehaceres. Le ruego que reflexione un rato y que me dé sus ideas sobre estas cuestiones.
Y es que, como he dicho más arriba, los Derechos Humanos son indivisibles. Mientras en algún lugar del mundo alguien sea torturado, ejecutado o sometido a cualquier violencia, no podremos considerarnos ciudadanos suyos. Y si no se erradican las simientes de la barbarie, nunca estaremos seguros de que no crecerá otra vez hasta alcanzarnos.
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