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Cuando, en un cálido día de verano, cruzo a nado el Danubio y me tiendo en la orilla fangosa de un afluente suyo, como un cocodrilo, en un paisaje primitivo, en el que nada, ni el más mínimo indicio, descubre la existencia de una civilización humana, a veces consigo llevar a cabo un milagro que los más grandes sabios orientales persiguen como objetivo supremo: sin que me lo proponga, mi pensamiento se disuelve en la naturaleza circundante, el tiempo se detiene, pierde su significado, y cuando, al ponerse el sol, la brisa vespertina me recuerda que tengo que volver a casa, no acierto a saber si han transcurrido segundos o años enteros. Este nirvana animal es la mejor compensación para el trabajo intelectual, es un auténtico bálsamo para el maltrecho espíritu del hombre moderno torturado por la prisa.
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