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Ibiza, 2003
Damos la bienvenida a quien se atreve a escribir en la prensa sobre asuntos habitualmente silenciados por «inconvenientes». Porque, no por «inconvenientes», son menos urgentes y actuales. Así, hemos podido leer con gusto un artículo sobre la muerte y el más allá, titulado «Conviene pensarlo así». ¿Acaso la preocupación actual por la amenaza de guerra podría justificarse, en el fondo, si estas cuestiones no estuvieran respondidas?
Sin duda, el valor que reconozcamos en la vida humana depende de lo que pensemos de la muerte. El profesor de filosofía Ignacio Sánchez Cámara, escribiendo sobre el enmudecimiento actual acerca de la muerte, citaba al filósofo Max Scheler, que recordaba unos versos alemanes tradicionales: «Vivo, y no sé cuánto; muero, y no sé cuándo; marcho y no sé adonde; no me explico la razón de la alegría».
Pero creer en la inmortalidad (mejor que «creer en el más allá») no es un acto de simple voluntad o de fidelidad ciega a la tradición religiosa. Pensadores, artistas y poetas, que, como dijo María Luisa Brey, periodista, más que decir el misterio, el misterio se dice por ellos, tienen ojos para descubrir en el ser humano innegables huellas de eternidad. Me sorprendió comprobarlo tan sincera y bellamente en nuestro Marià Villangómez. Me atrevo sugerir, incluso, que aquel «Pero conviene pensarlo así» de Sócrates refiriéndose a la inmortalidad del alma, no fue quizá un consejo pragmático contra la razón pensante, sino un afirmar: «la inmortalidad es lo conveniente, lo coherente, lo apropiado a la vida humana que conocemos».
El compositor Franz Liszt dijo que «nuestra vida no es sino una serie de preludios a esa sinfonía desconocida y misteriosa, cuyo primer movimiento es la muerte». Aquí el preludio, allá la gran sinfonía. Le damos la razón si observamos experiencias en las que el ser humano alcanza cumbres de plenitud de ser y sentido, como, pongamos por caso, la experiencia del amor. Recordemos la tan citada afirmación del filósofo Gabriel Marcel: amar es decir al otro, «al menos tú no morirás jamás». Y es que el amor humano lleva consigo la huella indeleble de eternidad. El poeta Vicente Aleixandre dejó un testimonio conmovedor en una carta que escribió a su amigo Dámaso Alonso con motivo de la muerte de su madre. Después de evocar la transparencia del ser de aquella mujer por su capacidad de fortaleza y alegría en la compasión y el sacrificio, escribió: «Pero no es esto; es todo lo demás, lo del minuto y el afán diario, lo del perdón y la compasión y el amor más puro, lo que no puedo definir, pero es lo que siento y me grita en el corazón. ¿No habrá más vida? Cuando la miraba tan pura y tan serena, me apenaba horriblemente la duda de que esté definitivamente muerta. ¿Nunca más? ¿Jamás en otra parte? ¿Muerto definitivamente aquel espíritu que era mío en mí y que ya no es nada?…»
Ciertamente el amor superficial y barato no despierta ninguna inquietud. Pero quien haya entrado en la profundidad del amor humano tarde o temprano descubrirá la huella de eternidad. Es más, sufrirá por ello, como se sufre en todo lo que es verdaderamente humano. Lo dijo el gran teólogo Hans Urs von Balthasar: «El amor personal (humano), tal como se lo juran en los momentos sublimes los que se aman, tiene sentido definitivo más allá de la muerte, aunque un amor eterno en el tiempo es una contradicción; está lleno de promesas, es siempre un incoativo que no puede pasar jamás por sí mismo a un modo indicativo…» Algunos creemos que el amor ha sido redimido y liberado de esa contradicción, justamente a través de aquél que murió amando y por amor. Desde entonces las puertas de la inmortalidad están abiertas.
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