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Última Hora, 5 de Julio de 2004

Revisado el 16 de Abril de 2017

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De un tiempo a esta parte
se han vuelto a poner de moda
en todo el mundo
lo que se ha dado en llamar
«macroproyectos».

Antes eran cosas como el canal de Suez, el de Panamá o el Transiberiano. Aquí y ahora, el ejemplo más notable quizá sea el Nuevo Acceso Ferroviario a Andalucía (NAFA), el AVE Madrid-Sevilla, una obra de dimensiones colosales que se hizo como se hizo para evitar que esa región quedara al margen de la red ferroviaria de ancho europeo. Y se hizo por voluntad de muy pocas personas, tal vez de un solo hombre, y tuvo un coste económico exorbitante… es decir, que le hace salir a usted los ojos de las órbitas cuando se lo dicen. El juicio de la historia nos dirá si es la prueba de la clara visión de futuro de aquel o aquellos profetas, si es sólo un suburbano carísimo para que los ejecutivos de Madrid puedan vivir en Ciudad Real, o si es simplemente un despilfarro. Sea lo que fuere, es de dimensiones colosales, eso sí.

La moda de los «macroproyectos» ha llegado a esta isla de unos quinientos kilómetros cuadrados, que se puede cruzar cómodamente en bicicleta, incluso a pie. Ahora vemos cómo las numerosas autoridades competentes presentan un día sí y otro también diversos prodigios de la tecnología del siglo XXI, o del XIX para el caso, que van a resolver todos nuestros problemas en un periquete. Algunos están hechos por ingeniosos ingenieros que no se han molestado en pasar por aquí a ver cómo es el famoso paisaje mediterráneo. Otros resultan desesperadamente pueblerinos. Sólo pueden parecer grandes si se miran con ópticas irremisiblemente miopes. Como esas mismas visiones de campanario bajito sirven para todo, todos esos proyectos, pequeños o grandes, son rápidamente tildados de «faraónicos» por los ciudadanos que desean descalificar a quienes los promueven. Me pasa hasta a mí, cuando digo lo del puente de Santiago Calatrava para ir en Aerobus a Formentera.

Deberíamos usar los adjetivos con más mesura. Yo no he estudiado en serio las civilizaciones del Nilo. Es más, mi libro favorito sobre estos particulares resulta ser «Sinuhé el egipcio». Lo escribió Mika Waltari entre 1935 y 1945. De acuerdo, era finlandés. Pero el mérito de las obras literarias no reside en su historicidad, sino en su aplicabilidad, como ha demostrado Tolkien más allá de cualquier duda.

Hoy podemos hablar de otra novela histórica menos conocida. Es del polaco Boleslav Prus, se titula «Faraón» y fue publicada hacia 1895. Hay una traducción castellana de Roberto Mansberger Amorós, editada por el Círculo de Lectores, con ISBN 84-226-6268-X. También hay una adaptación cinematográfica de Jerzy Kawalerowicz. No la he visto, y probablemente vale la pena verla. El libro está escrito antes de que los gringos impusieran a todo el mundo los criterios de Hollywood sobre qué historias vale la pena contar o no. Y la película fue rodada en Polonia hacia 1965. Es posible que contenga ilustrativos puntos de vista sobre el poder político en aquel lugar y en aquel momento. Ya hablaremos de eso cuando la veamos.

Para mi gusto, «Sinuhé» es más interesante. Pero «Faraón» no es mala. Está escrita en una época en que los lectores leían sin prisa. Las novelas por entregas cumplían el papel de entretenimiento sin pretensiones que desempeñan hoy -mucho peor- otros productos. Y el desarrollo de la trama resulta premioso… según los criterios de Hollywood, claro. Pero el libro contiene bastantes párrafos de apreciable calado teórico. Como muestra, aquí tiene usted parte de una conversación entre el heredero del trono, el futuro Ramsés XIII, y el sacerdote Pentuer, mientras contemplan las pirámides de Giza:

«… estas pirámides son una prueba secular del poderío sobrehumano de Egipto. Si alguna persona quisiera erigir una pirámide para sí misma, colocaría un diminuto montón de piedras y después de unas cuantas horas dejaría de hacer su trabajo tras preguntarse: ¿qué me proporcionará esto? Unas diez, cien o mil personas apilarían muchas más piedras, las agruparían en desorden y también dejarían de hacer su labor después de haber pasado unos cuantos días. Porque, ¿para qué les serviría ese trabajo? Pero cuando el faraón egipcio, cuando el país egipcio, se propone apilar un montón de piedras, esto involucra a decenas de miles de personas que trabajan hasta varias decenas de años, hasta que el trabajo queda terminado. No se trata de saber si las pirámides eran necesarias o no, sino de que la voluntad del faraón, una vez pronunciada, sea cumplida.

Sí, Pentuer, la pirámide no es el sepulcro de Keops, sino su voluntad. Una voluntad que posee tantos ejecutores como ningún rey en el mundo, y tal orden y duración en su ejecución como la de los dioses».

Qué, ¿eh? Esta cita está sacada de contexto. Hay una versión algo más amplia en el site. Aunque lo suyo es leer todo el libro. Mejor si lo complementa mirando en alguna enciclopedia en qué situación estaba Polonia en 1895… ocupada por unos amables vecinos que la habían borrado del mapa, y se habían repartido su territorio con la misma tranquilidad con la que usted y yo podríamos manducarnos una bandeja de pastas a la hora del té.

Tal vez la explicación que nos da Prus sobre los motivos de los constructores de las pirámides sea materialmente errónea. Sin embargo, «se non é vero, é ben trovato». Somos libres de especular ad nauseam sobre el asunto, pero a falta de informes fidedignos sobre su función y finalidad podemos partir de algunos datos materiales, que buscaremos en «The Ancient Engineers», de L. Sprague de Camp, y otras fuentes.

La pirámide de Keops se compone de unos dos millones trescientos mil bloques de piedra que pesan dos toneladas y media cada uno. La base del edificio es un cuadrado -casi- perfecto de cuatrocientos cuarenta codos de lado, unos doscientos treinta metros. El error de construcción es de unos dieciocho centímetros. Para hacer los techos de las cámaras sepulcrales, aquellos chicos morenos subieron a más de cien metros de altura un buen número de losas de granito de cincuenta toneladas cada una.

Por otra parte, las pirámides se caracterizan por una perdurabilidad poco frecuente. Según los egiptólogos, la de Keops se hizo hacia el año 2557 antes de Cristo. Por lo tanto, el inmueble lleva en pie la friolera de cuarenta y cinco siglos. Y por lo que sabemos, no padece aluminosis y no se caerá mañana. El mes que viene, tampoco. Un detalle importante: las auténticas obras públicas de los faraones fueron los canales de riego, que hicieron posible el excedente de producción agrícola que alimentó a los constructores de pirámides.

Por todo lo expuesto, habremos de economizar el adjetivo «faraónico» y usarlo sólo para cosas que lo merezcan. El NAFA sí entra en la definición. Es una obra de función y finalidad inexplicables. El sentido común nos dice que un ferrocarril de ancho Stephenson ha de empezar en la frontera francesa, porque el ancho Stephenson está ahí. Como decía Rommel, si usted quiere cazar patos, tiene que ir a donde están los patos. Cuando se produjo el cambio de administración de 1996 parecía que esta verdad evidente iba a llegar hasta las meninges de los nuevos poncios. Pues ya lo ha visto usted: la nueva línea internacional ha partido de… Sevilla, naturalmente. Y es que el pensamiento faraónico no es patrimonio de tal o cual grupo, partido, bandería o taifa. Las propias estructuras de los aparatos de poder están impregnadas hasta la médula de esa lógica testicular. Esto se hace ya y se hace así, porque hemos ganado las elecciones y ahora nos toca cortar el bacalao durante cuatro años, y punto. Los argumentos son paupérrimos.

Ante el ejercicio de una responsabilidad histórica, los que amamos la buena oratoria esperamos una dialéctica que esté, al menos, al nivel que se puede exigir de un profesor de literatura. Por eso he escrito este artículo con cierta voluntad de estilo, como si fuera a presentarlo a un concurso de redacción. Ya sabe usted que no tengo el más mínimo afán de meterme en polémicas, pero… el debate está a la altura del asfalto. Trabajemos todos por elevarlo un poco.

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