Última Hora, FDS, 18 de octubre de 2002

 

Verá usted, nací en 1954 y mi estado físico es, digamos, el normal de un varón de mi edad que lleva una vida tirando a sedentaria. De mi salud mental será mejor no hablar hoy. Bueno, hace unos días iba yo andando por la acera de Ignasi Wallis. Pasé por delante de Ca’n Ventosa y, al bajar la rampa para cruzar la calle de Carlos III, di un resbalón. Faltó bien poco para que diera con mis huesos en el negro y duro asfalto. Con una comprensible inquietud, estudié el pavimento en busca de cuerpos extraños, manchas de aceite, chicles, algo. Pero no había nada. Llegué a la conclusión de que el material de la superficie de la rampa no es antideslizante. Detrás de mí venía una señora, que me hizo observar cuán afortunado soy por ser hombre y llevar zapatos bajos. A dos palmos de la rampa hay una boca de desagüe, dispuesta de tal suerte que si una mujer acierta a encajar un tacón en alguna ranura, difícil será que lo retire incólume.

 

Poco después pasé por la calle de Cabrera. Hay allí una empresa de sanitarios y vi que han puesto una rampa en el medio de la entrada. Tiene unas barras curvas a los lados. Aparte su función ornamental, están pensadas para facilitar el acceso a las personas que vengan al local en silla de ruedas. Parece que va calando en la sociedad la idea de que las barreras arquitectónicas nos afectan a todos. Eso del envejecimiento de la población, en abstracto, no quiere decir nada. En concreto, ya ve que será usted, sí, usted que me lee, quien lo tenga cada vez más difícil para moverse a pie por estas ciudades hechas a gusto y conveniencia de los automovilistas.

No importa hacer un inventario de las barreras arquitectónicas que hay en nuestras ciudades para ver que son demasiadas. Pero ya sabe usted que, en mi opinión, el verdadero obstáculo no son los bordillos o las rampas. Son los automóviles, en movimiento o aparcados. Si cambiamos el modelo de movilidad, de pronto se vuelve posible peatonalizar todas las calles. Los bordillos son para defender las aceras contra los vehículos, y las rampas para subir y bajar de las aceras. Sin coches, todo ese dispositivo deviene innecesario. Las calles vuelven a ser superficies planas con el desnivel justo para llevar el agua de lluvia a los imbornales. Mejor todavía, se pueden pavimentar con materiales porosos que la absorben, evitando que se embalse justo frente a su casa o la mía.

 

Ilustración de Pep Tur

Cuando hablo de estas cosas, mis interlocutores suelen manifestar escepticismo. Los automovilistas, dicen, no se bajarán del burro. Pues de eso hablaremos pronto. Lo que se ha dado en llamar la «tercera edad» consiste mayormente en no poder hacer una serie de cosas. Por ejemplo, eso mismo que está usted pensando: no se puede conducir. Aún falta tiempo para que los «mayores» sean la mayor parte de la población. Pero ya queda mucho menos para que sean la mayoría del censo electoral. Y ahí le quiero ver…

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