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Hace doscientos años,
en los albores de la era ferroviaria,
la noción del tiempo de cualquier persona era
mucho menos precisa que en la actualidad.
Para empezar, ni siguiera existían los relojes de pulsera y los de bolsillo eran un auténtico artículo de lujo. Fabricados de forma manual por hábiles artesanos, su coste era muy elevado ya que el precio de los más baratos podía fácilmente suponer la suma del salario de más de seis meses para un trabajador medio.
Por tanto, al inicio del siglo XIX eran muy pocas las personas que disponían de un reloj propio y mucho menos las que contaban con un reloj portátil, ya que la mayoría de los existentes eran grandes relojes de péndulo que adornaban la estancia principal de sus casas. De este modo, era prácticamente imposible conocer cual era la hora exacta y la gente se orientaba, de forma aproximada, mediante la observación de la posición del sol o al escuchar las campanas de la iglesia más próxima. La percepción de la hora era muy imprecisa, algo absolutamente incompatible con el medio de transporte que revolucionó el mundo en esa centuria; el ferrocarril, cuyos trenes solo podían funcionar gracias al estricto cumplimiento de los horarios previamente establecidos.
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2012/09/
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