Septiembre de 1998
Había sido una sorpresa para todos. Nadie hubiera esperado nada como aquello, ¡tan fuerte y sano como parecía! Pero, al fin y a la postre, la muerte no hacía distinciones. Tampoco él lo hubiera esperado, tan seguro como estaba de sí mismo, hasta el punto de vivir al límite, sin dar cuartelillo a su corazón, aparentemente tan en forma, y que no estaba dispuesto a otorgarle ni un minuto más de lo que tenía marcado, optando por pararse a la mínima ocasión propicia. Para buscarla, tan estricta víscera ni siquiera esperó una situación airosa y, a ser posible, más o menos épica; ni siquiera una acción digna de ser recordada. No, eligió una situación banal para dar a su propietario una muerte prosaica y anodina. Fue tras una corta carrera para coger el autobús cuando, tras unos cortos estertores, se detuvo. De nada sirvieron los loables esfuerzos de un médico que pasaba por allí y que le prestó los primeros auxilios. Tampoco le sacaron del “pozo” el bien hacer de una dotación del SAMUR que aplicó, con maestría y diligencia, el desfibrilador y los masajes cardíacos.
Sus deudos acudieron con diligencia al centro sanitario al que le habían trasladado para cumplir las formalidades de rigor, antes de desplazarse hasta el Tanatorio de la M30 para cumplir con la inevitable burocracia y entrar en contacto con alguna de las empresas de servicios que ayudan a que morirse sea, a veces, más caro que vivir. Afortunadamente, el finado había sido previsor y había comprado hacía años una “parcelita” en el Cementerio de Fuencarral, en la cual, apretándose un poquito, cabían cinco cuerpos. Si bien la mencionada sepultura se hallaba al borde del “overbooking”, aún quedaba espacio para un último difunto.
La primera en ocupar un lugar fue la tía Remedios, una vieja solterona hermana del padre del osiso que había fallecido ocho años antes víctima de un coma etílico, es decir, de “una intoxicación, por algo que habría comido”, según explicó la familia entonces, aunque todos sabían que era una dipsómana que no había estado totalmente sobria desde que probó el “anisette” cerca de los treinta años.
El siguiente fue Enriquín, un joven calavera al que, a pesar de haber cumplido los treinta y dos años, no habían ascendido aún a Enrique. La verdad es que, a pesar de morir joven, no podía decirse que no hubiera vivido, ya que antes de cumplir los treinta había disfrutado por catorce. Murió al estrellarse su coche contra un camión una madrugada en que regresaba de la despedida de soltero de uno de sus muchos amigos. Hizo, pues, honor al refrán ¡Genio y Figura hasta la sepultura!
El tercero fue el tío-abuelo Fulgencio, que murió de lo que terminan muriendo todos los que no lo hacen de otra cosa, es decir, de viejo. El pobre había llevado una vida de lo más puñetera, ya que después de luchar en la Guerra Civil se exilió en Rusia, donde combatió contra las tropas de Hitler hasta el final de la guerra, estableciéndose después en una pequeña localidad de los Urales donde trabajaba en una fábrica mientras se consumía de nostalgia. A pesar de todo, sobrevivió a todas las penalidades que hubo de pasar, posiblemente para poder regresar a morir algún día a su país. Y así lo hizo. Cuando pudo volver, a principios de los años 90 era ya muy viejecito y tan sólo sobrevivió unos pocos años. A pesar de ser un pariente un tanto lejano, dadas las especiales circunstancias y su grado de pobreza, le habían dado alojamiento en la sepultura familiar.
El cuarto cuerpo había pertenecido a un niño maravilloso y alegre al que una traicionera meningitis había dado fin a sus pocos años. Ninguno de los fallecimientos anteriores habían conmocionado tanto a la familia como aquél. Posiblemente, reflexionaban ahora todos, fue el dolor de aquella pérdida la que mayor desgaste aportó al corazón de su padre, que muy pronto, apenas en pocas horas se reuniría con él, cerrando la capacidad de aquella sepultura.
El día del entierro, familiares y amigos se habían congregado en la entrada del cementerio, esperando la llegada del cuerpo. Nada más llegar el coche fúnebre, seguido por el cortejo, fue detenido por un responsable del camposanto, que – demudado de color – se dirigió al coche de respeto preguntando por algún representante de la familia, al que rogó que le siguiera a su despacho. Se detuvo el cortejo fúnebre y tres familiares muy próximos del finado siguieron al empleado municipal.
– Me temo – dijo – que se ha cometido un error. La sepultura de su familiar está completa. Comprendo su equivocación, pues en unos momentos tan difíciles es justificable, pero alguien de la Empresa Mixta no ha registrado correctamente el enterramiento del quinto cuerpo y, casualmente, ustedes tampoco han grabado su nombre en la lápida. No puedo explicármelo, pero ha ocurrido. ¡Estoy desolado!
Los familiares habían escuchado esta introducción perplejos, pensando que el único error era el que sufría aquel hombre.
– No se preocupe, hombre. Sin duda se trata de un error – intentó tranquilizarle un hermano del fallecido -. Han debido abrir otra sepultura, porque la nuestra sólo contiene cuatro cuerpos, ¡se lo aseguro!
– ¡Ojalá! Como comprenderán, apenas me comunicaron que la sepultura estaba completa, me apresuré a comprobarlo y lamento tener que decir que, desgraciadamente, no hay error en ese punto.
– Pero, no puede ser. ¡Tiene que haber una equivocación!… ¿No habrán enterrado ustedes a alguien en una sepultura equivocada?.
– ¡Hombre!, no puedo asegurarlo al cien por cien, pero lo veo muy difícil. Como pueden comprender hay una serie de filtros – habló funcionarialmente el empleado – que hacen casi imposible el error. Además, algún familiar habría reparado en la equivocación y nos habría detenido… ¡Vamos, digo yo!
– Bien, mientras se aclara el tema, ¿qué podemos hacer?. Supongo que no pensará usted que nos vamos a volver a llevar el cuerpo.
– No, de ninguna manera, ¡por Dios! Verán, he pensado que, provisionalmente… insisto, provisionalmente, podríamos efectuar la ceremonia depositándolo en una de los nuevos enterramientos en tanto se soluciona el asunto.
– Bueno, supongo que por el momento no hay otra opción – se resignaron los familiares del difunto -.
– Comprendo su contrariedad, pero no he encontrado ninguna otra satisfactoria.
Así se hizo, ante el asombro y perplejidad de familiares y amigos cuando fueron informados de tan anómala situación. Precisamente, entre el grupo de amigos se encontraba un periodista de televisión que dirigía un espacio sobre sucesos insólitos y extravagantes, con lo que aquello fue como citar a una ninfómana en la puerta de un cuartel. Le faltó tiempo para llamar a su equipo y, apenas salía el último asistente al entierro cuando entraba el equipo de televisión con sus cámaras, sus micros y su “miajilla” de mala leche sensacionalista. Con un poquito de información y un mucho de imaginación produjeron sesenta minutos de “show”.
Aún no había salido a antena el programa cuando ya el diario “El Mundo”, por mediación de uno de sus redactores de sucesos, publicaba un llamativo titular a tres columnas: “APARECE UN MENDIGO-COBAYA DEL CESID”. En la información, sin encomendarse a Dios ni a San Francisco de Sales (patrón de los periodistas), se daba cuenta del hallazgo de un cuerpo desconocido, al que el redactor atribuía en “base a indicios” (según afirmaba) la condición de mendigo, usado por algún misterioso Dr. Mengele a sueldo del CESID para inyectarle una droga de nuevo diseño que pensaban utilizar con algún etarra para trasladarlo a España, siempre a instancias del Gobierno de Felipe González.
Tras la emisión del programa de televisión sobre el caso, no se hablaba de otra cosa en España, difundiéndose multitud de teorías sobre el origen de aquel cadáver misterioso. La Justicia tomó cartas rápidamente en el asunto y un Juez ordenó abrir el ataúd, por otro lado absolutamente sencillo y desprovisto de lujos. Apenas fue levantada la tapa, la perplejidad se pintó en el rostro de todos los presentes, acentuada en el de los propietarios de la sepultura, citados para la ocasión. En el interior de la caja yacía el cuerpo de un joven, aún en bastante buen estado de conservación, cuyas orejas lucían varios aros de plata y su rostro diversos piercing en las cejas y labio inferior. Vestía una camiseta negra y una chupa de cuero del mismo color, ambas casi completamente decoradas con pegatinas e inscripciones del movimiento Okupa; sus pantalones vaqueros – igualmente negros y rotos en diversas partes – eran muy ajustados y terminaban dentro de unas viejas botas militares.
La conclusión fue obvia. Se trataba de un Okupa; sin duda una nueva versión de ese movimiento nunca vista hasta el momento. El Juez, ante lo insólito de la situación decidió volver a tapar el féretro y dejarlo donde estaba hasta analizar con calma la situación y dictar una resolución definitiva. La noticia corrió como la pólvora y pronto el cementerio se llenó de jóvenes del movimiento okupa, dispuestos a defender el descanso eterno de su colega, al que, según se supo, sus amigos le habían enterrado allí para cumplir su última voluntad, eligiendo al azar una sepultura y amparados en la oscuridad y la inclemencia de una noche de “perros”. Como es “tradición”, acudieron los antidisturbios para desalojar al okupa, pero, para asombro de todos, aquellos policías, duros pero con sentimientos, le habían dicho a su capitán que no intervendrían; que si había que partirle la cabeza a algún okupa vivo que contara con ellos, pero que echar a un okupa muerto les daba “yuyu”.
Así pues, la situación se encontraba en punto muerto, con el país dividido entre los que estaban a favor y en contra del desalojo. Dada la alarma social, o sea, el interés inusitado en el tema por parte de la nación entera, la solución habría de ser política. El Presidente del Gobierno llamó al Alcalde de Madrid y le urgió a encontrar una solución satisfactoria en un plazo muy breve. Este reunió al consistorio en Pleno y, entre todos, se pusieron a buscar una salida, que fue oscilando desde “la expulsión sin contemplaciones, con reparto de hostias a los colegas del okupa”, propuesta por el sector más derechista de la Corporación Municipal, a “mandar a tomar por la sepultura a sus propietarios legítimos por turbar el descanso de un joven marginado en la vida y en la muerte”, propuesto por el sector más izquierdista. La solución la aportó un concejal independiente, que podríamos situar en el centro conciliador y que tuvo una idea genial: “si el Ayuntamiento dotaba de alojamiento a la población marginal viva, por qué no habría de hacerlo con la población marginal muerta”. Total, se trataba de destinar unas pocas parcelas en los cementerios para estos casos. Una solución barata y políticamente correcta. Ni que decir tiene que la propuesta fue aprobada casi por unanimidad y con el entusiasmo de casi todo el consistorio, pues el sector radical de derecha seguía inclinándose por las “hostias”, ya que entendían que otra cosa era una claudicación vergonzante.
Dos días después, el cuerpo del okupa era sacado a hombros por sus colegas y depositado en su nueva morada, como primer inquilino, en un recinto apartado del cementerio al que se accedía por una pequeña puerta bajo el rótulo K.O. (Kolegas Okupas). Por su parte, el hombre que había suscitado con su muerte aquel pitote pudo ocupar por fin su lugar en la sepultura familiar y descansar en paz.
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