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Eivissa, a 21 de septiembre de 2004

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Podemos definir el terrorismo como el uso de la violencia
sin fines individuales, como puede ser el lucro, la pasión o la venganza.
Requiere una «coartada» ideológica, una «causa superior»
que valga más que la vida humana, ajena o propia.
Esto lo distingue de la delincuencia organizada, tipo Mafia,
que pretende un lucro colectivo,
excluyendo el de los simples «hombres de honor».
La violencia sirve para amedrentar al adversario.
Ante la agresión, tiene que rebajar sus planteamientos y desviar parte de su energía
para defenderse y legitimar su propia posición violenta… cosa que no suele ser fácil.

Es evidente que la violencia es eficaz, y frecuentemente se logran los objetivos buscados. Pero hoy trataremos de su justificación moral. De entrada diré que para mí no es justa en ningún caso. Después iré matizando esta afirmación genérica.

Entrando en el análisis del terrorismo, está claro que la violencia no está justificada cuando se convierte en un fin en sí misma, o cuando se pierden las finalidades originales, y el grupo armado se convierte en una banda de extorsionadores que chantajean a otros como medio de vida, por ánimo de lucro… o porque no pueden cambiar de oficio.

A efectos de simplificar, y sin pretensión de ser exhaustivo, citaría tres clases de terrorismo, según sus finalidades declaradas:

– social, político, etcétera…

– de Estado

– nacionalista

El primero sería el que se ejerce por motivos ideológicos, de clase, partido, religión, etcétera. Suele ser resultado de una impotencia para actuar eficazmente por otros medios. Es el caso de los grupúsculos de «iluminados», incapaces de convencer por la fuerza de la razón, que recurren a la razón de la fuerza. Está claro que el fin no justifica los medios, y también que los medios desvirtúan el fin. En «El Señor de los Anillos» de Tolkien, la tentación del Poder, con mayúscula, corrompe inexorablemente a los ambiciosos. El uso de la violencia es peligroso, aunque sea como reacción a otra anterior. El que combate a un monstruo con sus mismas armas acaba por volverse otro monstruo, ni mejor ni peor que el primero. A nivel de principios, no hay bien presente o futuro que compense el mal real y mensurable de la pérdida de vidas humanas.

En cuanto al terrorismo de Estado, puede ejercerse descaradamente o de modo encubierto. La violencia es connatural al Estado. Su empleo, incluso en las formas más extremadas, no lo hace cambiar de naturaleza. Simplemente, deja de ser un Estado de Derecho. La razón de ser de ejércitos y fuerzas de seguridad es imponer la autoridad del Estado por la violencia. Por eso podemos decir que todo uniformado es potencialmente un terrorista de Estado.

Un Estado, por muy democrático que sea o parezca, puede ir cambiando de formas hasta volverse irreconocible. No hay más que leer los informes de Amnistía Internacional sobre países que pasan por ser los más civilizados del planeta. Frecuentemente, el terrorismo de Estado viene precedido y/o seguido por acciones violentas de grupos diversos. Ello no puede justificarlo en ningún caso.

En cuanto al terrorismo de raíz nacionalista, es sin duda el más, digamos, vidrioso. Se trata de grupos que surgen en un territorio controlado por un Estado, con la pretensión de lograr su independencia política, basándose en razones étnicas, históricas, lingüísticas u otras. Se han dado muchísimos casos. Entran en esta categoría los frentes anticolonialistas de liberación, los grupos que han aparecido en las nacionalidades históricas de los Estados modernos, los que se crean en los grupos étnicos desplazados violentamente y los más propiamente llamados movimientos de resistencia, que aparecen para recuperar un Estado invadido por otro. La «Résistance» por antonomasia es la francesa, en tiempos de la ocupación alemana. Todos ellos ponen en segundo plano la «cuestión social», las diferencias entre ricos y pobres, centrándose en conseguir un Estado nacional sobre un territorio irredento y dejando para después de la independencia cualquier otra consideración.

No cabe duda de que los movimientos de resistencia son, con mucho, los más fotogénicos… porque basan su violencia en la aplicación de una legalidad heredada del Estado preexistente. Sin embargo, sus métodos son forzosamente los mismos que usan los otros: bombas, atentados, sabotajes, etcétera. Causan víctimas inocentes, pero están santificados por la «causa superior» de la recuperación de la legalidad o, por contraste, por las atrocidades de los invasores. La prueba de cuán codiciable es el «status» de resistencia es la rara unanimidad con la que todo tipo de grupos violentos se autodenominan con esa «marca». A nivel internacional, resulta mucho más presentable. Así, el mismo grupo, según qué periódico estemos leyendo, es una banda terrorista o un movimiento de resistencia, «nacional» o «popular», según los gustos.

Los ejemplos abundan. Durante la guerra civil, se habló de resistencia nacional frente a la invasión germano-italiana. El «maquis» se justificó en buena medida por esto mismo. En las postrimerías de la dictadura, el Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico, más conocido por su sigla FRAP, se representaba a sí mismo como un movimiento de resistencia que luchaba contra la invasión yanqui y sus cipayos locales. Tenían incluso una patria espiritual: Albania. En menor grado, otros grupos políticos se han teñido de nacionalismo extranjero, siendo notorios los casos de los comunistas ortodoxos y la URSS, los maoístas y China, e innumerables los de aquellos que han adoptado como segunda o primera patria interior a los Estados Unidos de América.

Así, vemos que incluso la noción de «resistencia» resulta bastante relativa. Viene definida por el «lado» en que se sitúa el opinante. La distancia nos permite cierta objetividad, que decrece en función de los kilómetros que nos separan del lugar de los hechos, el número de afectados por la situación con quienes tengamos relaciones familiares o amistosas, el «lado» en que se hallen éstos, etcétera.

Qué duda cabe de que la noción de «resistencia», en abstracto, difiere sensiblemente de la de «terrorismo». Basta un enemigo para iniciar una guerra. Los que no tienen espadas pueden igualmente morir bajo sus filos. Sin embargo, el siglo XX asistió al raro e inédito espectáculo de varios movimientos de resistencia no violenta, que destacan entre la jungla de salvajismo como rayos de esperanza para el porvenir. Bien pudiera ser más práctico que un país, amenazado por sus vecinos a causa de sus riquezas naturales o de otro tipo, diese a conocer que ha desviado todo su presupuesto de defensa al minado de las vías de comunicación, fábricas, instalaciones de posible uso militar, etcétera, y que lo volará todo en caso de invasión. Los candidatos a ocupantes perderían interés por el negocio. Si añadimos una población entrenada en la no-violencia, que puede ser muy irritante, uno se pregunta cómo una alternativa tan práctica puede estar fuera de los planes de estudio de las Academias militares. «Si vis pacem, para bellum», decían. Varios miles de años más tarde, está claro que si quiere usted la paz, tiene que preparar la paz. Ya hay demasiados trabajando por la guerra. Bien está que se resista al invasor, pero no con sus mismos métodos, generalmente atroces. Hace siglos que se habla de la paz perpetua. Tengo pendiente la lectura del libro de Kant, y también «De la guerra permanente a la paz universal», del conde Richard de Coudenhove-Kalergi.

Recapitulando: creo que debemos repudiar siempre la violencia, sin atender a «colores», «lados» o «coartadas», incluso si se presenta como alternativa a otra mayor y/o anterior. No se trata de propugnar el «pasteleo», sino de agotar de veras los medios pacíficos para resolver conflictos, que son mucho más variados y numerosos de lo que quisieran hacernos creer tantos antropófagos con frac y chistera como circulan por esos mundos. Incluyen todas las formas de coacción que no pongan en peligro, directa o indirectamente, la vida o la integridad física del contrario. Basta un poco de imaginación.

El terrorismo y la resistencia, en abstracto, no existen. Son etiquetas convenientes, que pueden aplicarse, y de hecho se aplican, a la misma cosa, dependiendo del punto de vista. Hemos de prescindir de tales rótulos y estudiar la realidad con nuestros propios ojos. Y no ser demasiado rápidos en juzgar y condenar, porque el que esto escribe, por más que intelectualmente abomine la violencia, no está -ni mucho menos- libre de culpa en cuanto a apologías, justificaciones y condonaciones de hechos violentos… Siempre es arriesgado tirar la primera piedra, pero en estas materias, aún más.

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Probablemente, a usted le parecerá que este texto

está escrito hace poco tiempo, porque el tema es de actualidad.

Pues mire, se trata de una revisión de un artículo mío inédito,

fechado el 21 de septiembre de 1986.

Sólo he tenido que hacer algunas modificaciones sin importancia.

El fondo de la materia sigue exactamente igual.

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Filosofía…

Guerra y movilidad…

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