Mapa político de España en 1854

Barcelona, enero de 2006

A propósito del ampliamente comentado y debatido Estatut de Catalunya, se ha explicitado de forma más intensa que de costumbre una convicción enraizada en muchas mentes españolas tradicionales. Según ésta, la unidad del Estado Español (al que ellas llaman Patria) es una cuestión no discutible, escrita al parecer en las estrellas y que de ningún modo se puede poner en cuestión.

Para otros la convivencia de diversos pueblos en la forma sociojurídica llamada Estado es puramente una cuestión convencional, definida por el puro deseo de los pueblos así agrupados, y desde luego es revisable, si no en cualquier momento, sí en cuanto se den unas circunstancias apropiadas. El problema, como el de todas las definiciones más o menos genéricas, consiste en descender a la realidad y ver cuándo y en qué forma se dan estas condiciones.

Aplicando lo dicho al caso español, sorprende la simpleza de esa convicción de “unidad e inviolabilidad” (uno más de los latiguillos heredados de la Revolución Francesa), especialmente cuando el propio Estado ha sufrido constantemente cambios territoriales a lo largo de la historia.

De hecho el Estado Español empieza en 1716, con el Decreto de Nueva Planta promulgado por Felipe V tras el final de la Guerra de Sucesión Española, en el que se definieron unos territorios y un régimen jurídico uniforme para los territorios peninsulares (salvo, incluso entonces, algunas excepciones). Sin embargo, una leyenda históricamente perpetuada pretende que la llamada “unidad de España” se remonta a los Reyes Católicos. Bueno será pues dedicar unas líneas a este mito.

Hasta el matrimonio de Isabel y Fernando el territorio peninsular se halla dividido en varios reinos. De Occidente a Oriente y de Norte a Sur:

– Reino de Castilla.

– Reino de Navarra, con territorios a ambos lados de los Pirineos.

– Corona de Aragón, formada por la confederación de varias entidades soberanas: reino de Aragón, principado de Cataluña (forma convencional de agrupar los condados de Urgell, Barcelona, Girona, Besalú y alguno más), reino de Cerdeña, reino de las Dos Sicilias, Valencia y Baleares. Obsérvese que la Corona de Aragón desbordaba ampliamente el territorio peninsular.

– El principado de Andorra, rincón olvidado de los Pirineos que sabría mantener su independencia de facto a través de los siglos.

– Reino de Portugal.

– Reino de Granada.

Desde el primer momento los Reyes Católicos se afanan por alcanzar la “unidad peninsular”, ya por el pacto o por la fuerza de las armas. Tras larga guerra, anexionan a Castilla el reino de Granada. El 1512 invaden la parte cispirenaica de Navarra, que será igualmente anexionada a Castilla poco después. Intentan, por la vía del matrimonio (que la muerte frustra) la unión con Portugal. En 1525 Castilla incorpora el ducado de Milán y otras posesiones francesas efímeras. Y durante todo el siglo se va extendiendo el dominio de Castilla sobre los territorios trasatlánticos, que se constituyen en calidad de virreinatos.

Pero Castilla y la Corona de Aragón permanecen jurídicamente separadas, bajo un monarca común, y durante siglos la relación entre ambas entidades se limitará a esta unión dinástica, aunque con un predominio claro de Castilla. Ambas conservarán sus propias fronteras, leyes, monedas, sistemas de impuestos, etc. De hecho, es la misma situación que se da unos años respecto al Imperio alemán, cuyo titular, Carlos V (I de España) compartirá también todas estas coronas hasta 1556, formando una “tenaza” que Europa ve con alarma por la rotura del equilibrio político europeo que supone.

En 1580, por la vía de la herencia, se amplía el número de monarquías bajo un solo monarca. Felipe II (I para los portugueses y aragoneses) pasa a ser rey de Portugal, siempre con la misma independencia jurídica mencionada. Por esa misma época incorpora los Países Bajos.

Sin embargo, ya desde el primer momento, Castilla manifiesta su hegemonía tratando gradualmente a sus monarquías asociadas como “provincias”. En 1591 Aragón pierde sus fueros como reacción a una situación de rebeldía contra Felipe II. En 1607 se perderá una importante parte de la población, especialmente en el reino de Valencia, con la expulsión masiva de los moriscos. Las guerras en los Países Bajos contra la dominación castellana son constantes, y acabarán con la emancipación de éstos.

La situación se agudiza en las guerras de 1640 de Castilla con Francia, en las que el conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV, pretende involucrar a Portugal y la Corona de Aragón mediante exacciones y levas. Ambos asociados protestan y Portugal consigue emanciparse. Cataluña, uno de los territorios de la Corona de Aragón, tras haberse incorporado brevemente a Francia, es finalmente sometida, y la Monarquía castellana cede a la misma potencia, sin el permiso de Cataluña, sus territorios transpirenaicos, el actual Rosselló.

Llega 1700 y la cuestión del sucesor del fallecido Carlos II provoca una auténtica guerra europea, en la que se pone en cuestión el equilibrio continental. Tras largas vicisitudes, se impone el candidato francés, Felipe V, frente al austracista Carlos, en 1714. A raíz de esta victoria, se diseña un nuevo Estado, como se ha dicho al principio. Se trata, de hecho, de una incorporación a Castilla, aunque la nueva entidad recibirá el nombre de España, que de hecho ya se había usado, a nivel peninsular, desde mucho antes. Por vía de ejemplo, el Derecho Común de Castilla es aplicado a todo el Estado, aunque subsisten algunas excepciones (“fueros”) en el País Vasco y Navarra.

Pero hay que hacer notar una grave pérdida: los territorios italianos transpeninsulares (no así las Baleares) son enajenados en aras del equilibrio continental europeo, y vivirán desde entonces una existencia independiente, aunque algunas guerras posteriores conseguirán situar en ellos monarcas afectos a España.

Vemos, pues, que si por España se entiende lo surgido tras los Reyes Católicos, no sólo habría que explicar en qué consistía esa entidad, sino cómo es posible que la “patria” sufriera, hasta 1716, tantos aumentos y disminuciones, en población y en territorios. Pero no es éste el caso: ya hemos establecido en que lo que se entiende actualmente por España (hasta entonces entidad geográfica, no política) no surgió hasta dicho año.

Aun así subsisten graves problemas. En todo caso hay que observar que en el momento en que nace el actual Estado Español, lo hace sin Gibraltar ni Menorca, ambas en poder de los ingleses y cedidas formalmente en el Tratado de Utrecht (1714). En cambio, comprende también las plazas africanas de Ceuta y Melilla, tradicionalmente asociadas a Castilla, aparte de los territorios americanos y oceánicos, que forman de hecho unas entidades “asociadas” a la Península, dotadas de leyes y normas de funcionamiento distintas de ésta.

Sigamos avanzando en el tiempo. Desde ese momento, la estabilidad peninsular se mantiene a grandes rasgos, si bien con distintos regímenes, como pone de manifiesto el presente mapa, elaborado en 1854. Observemos que en él se distingue entre distintas entidades. La “España uniforme” o “puramente constitucional” es Castilla, en el redactor del mapa es la “España verdadera”, anexionadora de las restantes sucesivamente, preferentemente por vía militar.

Durante la guerra contra Francia de 1808-1814 (llamada “de la Independencia”), Cataluña fue anexionada manu militari nuevamente a Francia de forma efímera, sin que este hecho, puramente jurídico, dejara huella en el país. En la misma época España experimentó otra anexión, Menorca, que tras varias idas y venidas quedó incorporada definitivamente en 1802, por la paz de Amiens. Pero no ocurrió lo mismo en Gibraltar. En 1839, a consecuencia de una guerra civil (la llamada “Carlista”) una parte de España (Euskadi) perdió sus derechos forales. Más tarde, en 1898 sobrevino la pérdida de la “España Colonial” situada en las Antillas y en el Pacífico, aunque las Islas Canarias continuaron formando parte del Estado Español.

Por esa época se desarrollaron, siguiendo la corriente europea, corrientes sociológicas que elevaban el nivel de Estado (que hasta 1716, confusamente, se había venido asimilando a los “territorios regidos por un monarca”, al que se prestaba juramento de fidelidad) a la idea de “patria”, que sobrepasaba con mucho la tradicional, limitada al lugar de nacimiento. Esta nueva concepción exaltaba la idea de “hecho convivencial”, y contribuyó a cohesionar al Estado y a justificar las acciones que presuntamente se realizaban en su favor, desde la defensa contra el enemigo hasta la exposición y aun la pérdida de la propia vida en aras de esa idea superior, que algunos trataron de justificar abstractamente no como una unidad territorial, sino “de destino”.

Ya entrado el siglo XX, las empresas coloniales africanas motivaron un fuerte descontento en España, que ocasionaría episodios tan lamentables como la Semana Trágica en Barcelona, cuando una explosión de ira popular partió de la protesta contra las levas de soldados que se llevaban no a defender esa “unidad de destino”, sino unos intereses estratégicos (y económicos). De todos modos, durante el dominio consiguiente sobre la zona marroquí, nunca llegó ésta a ser considerada como formando parte de esa “unidad de destino”.

Más grave fue lo ocurrido en 1957. Como reacción contra la agresividad fronteriza marroquí sobre los territorios de Ifni y Río de Oro (o Sahara Español), fue decretada, un tanto atolondradamente, la incorporación de éstos a la “unidad de destino”. Por un breve período, España constó de 53 provincias, y su extensión aumentó en un 60 %.

En 1968 una de estas nuevas “provincias” ganaría la independencia: la actual Guinea Ecuatorial es desde entonces un nuevo Estado. En 1959 Ifni fue “retrocedido” a Marruecos. Y finalmente en 1975, con Franco agonizante, bajo la presión de la “Marcha Verde” organizada por el mismo Estado magrebí, se perpetró el poco responsable abandono de la última provincia, que, con algunos eufemismos, fue cedida en la práctica a Marruecos, para quien se ha convertido en un incómodo problema.

Recapitulemos, pues: si la “patria” no es un territorio o una población sino una idea o principio, habrá que convenir en que éstos subsisten aunque se desprendan o incorporen a ella nuevos territorios y poblaciones. De hecho, estamos viviendo un proceso de inmigración que en pocos años ha hecho crecer la población en valores del 10%, y dudosamente esos nuevos llegados participan en ninguna idea relativa a esa “España abstracta” a la que se trata de reducir el Estado Español.

Parece más conveniente, por tanto, limitarse un poco más a la realidad, convenir en que el territorio nacional es, sin más, una entidad creada por y para la conveniencia de sus habitantes, y, desde luego, aceptar que las distintas partes de ella tienen unos derechos que desde luego pueden incluir la independencia de esa unidad política cuando un número suficiente de sus constituyentes no se sientan cómodos en ella.

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