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Excerpted from «The Conservative Tradition in European Thought»

Copyright 1970 by Educational Resources Corporation

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Aquí llegamos al aspecto formal del Estado -la cuestión de monarquía frente a república- que se discute mayormente desde puntos de vista muy emocionales, y no racionales. El debate se hace con argumentos ad hominem. Los republicanos enumeran unos cuantos ocupantes indignos de tronos reales, y los presentan como ejemplos de la monarquía en abstracto. Los defensores de la monarquía no son mejores. Apuntan algunos políticos profesionales corruptos, que los hay en suficiente cantidad, y deducen que son la consecuencia necesaria de una constitución republicana. Ninguno de los dos argumentos es racional. Ha habido monarquías buenas y malas, repúblicas buenas (como Suiza), y otras que están a niveles muy inferiores.

Cada institución humana, después de todo, tiene aspectos buenos y malos. Mientras este mundo esté habitado por hombres y no por ángeles, seguirá habiendo crímenes y errores… Los republicanos suelen decir que un régimen monárquico implica que gobierne la aristocracia. Los monárquicos, por su parte, apuntan a las dificultades económicas, las cargas fiscales y la interferencia del Estado en la vida privada que se dan en las repúblicas de hoy, y comparan este estado de cosas con la libertad y el bienestar económico bajo las monarquías, antes de 1914. Ambos argumentos son especiosos. Usan el viejo truco propagandístico de comparar los efectos de causas totalmente disímiles. La única comparación honesta es entre las monarquías de hoy y las repúblicas de hoy. Cuando la hacemos, salta a la vista que la aristocracia de nacimiento no ocupa una cuota mayor de cargos públicos en las monarquías que en las repúblicas, y que los graves problemas de hoy afectan por igual a todos los Estados. La forma de gobierno no influye ni poco ni mucho.

Los republicanos aducen con frecuencia que la monarquía es una forma de gobierno superada por los tiempos. El futuro, dicen, es del republicanismo. El más somero estudio de la Historia basta para rebatir esa idea. Ambas formas de gobierno han existido desde tiempo inmemorial (aunque los períodos monárquicos suelen durar bastante más que los republicanos). En cualquier caso, es engañoso decir que una institución que ya hemos encontrado en la antigüedad, en Grecia, Roma y Cartago, es la forma de gobierno del futuro.

En cualquier examen objetivo, también debemos asignar a la cuestión el lugar que le corresponde en nuestra escala de valores. No es por nada que hablamos de la «forma» de gobierno. Hay una gran diferencia entre la «forma» y el «contenido» -el propósito- del Estado. Que es su «raison d’être» esencial, su verdadera alma. La forma es accidental, como el aspecto exterior de un ser vivo. Ninguna de las dos puede existir sin la otra, pero en una escala de valores sana el alma ocupa un lugar más elevado que el cuerpo.

El propósito esencial del Estado, su «contenido», está arraigado en el Derecho natural. El Estado no es un fin en sí mismo; existe para sus ciudadanos. Por lo tanto, no es la fuente de toda ley (una tesis que todavía tiene demasiada aceptación), ni es todopoderoso. Su autoridad está circunscrita por los derechos de sus ciudadanos. Es libre de actuar sólo en los campos que no cubra la libre iniciativa humana. Por consiguiente, el Estado ha de cumplir en todo momento la ley natural. Su tarea es poner en práctica esta ley; nada más.

Si la misión del Estado es la realización práctica de la ley natural, la forma de gobierno es un medio por el que la comunidad intenta alcanzar este objetivo. No es un fin en sí mismo. Esto explica la importancia relativamente escasa de toda la cuestión. Sin duda, la elección de los medios correctos tiene gran importancia, porque determinará que el fin se consiga o no. Pero lo único duradero en la vida política es la ley natural. Todo intento de realizar esta ley en la práctica habrá de tener en cuenta las condiciones de hoy. Hablar de una forma de gobierno válida para toda la eternidad, correcta en todas las circunstancias, demuestra ignorancia y presunción.

De lo dicho parece seguirse que cualquier intento de determinar -casi siempre desde premisas filosóficas erradas- el valor objetivo de una u otra forma de gobierno es improductivo. El debate sólo se volverá fructífero si no perdemos de vista el fin que todas las formas de gobierno deben servir. Por consiguiente, la cosa no consiste en investigar qué valores intrínsecos damos a monarquías o repúblicas. Lo que debemos preguntarnos es qué forma ofrece la mayor probabilidad de salvaguardar la ley natural en las condiciones de hoy.

Una vez que hemos aclarado este punto, podemos proceder al estudio de otros dos problemas. Con frecuencia los encontramos mezclados en este debate, y amenazan con envenenar toda la atmósfera. Hay una controversia constante sobre la relación entre el monarquismo, el republicanismo y la democracia. Aquí hallamos de nuevo el pensamiento confuso que caracteriza nuestra era de consignas y propaganda. El concepto de democracia ha devenido infinitamente elástico. En Rusia es compatible con las liquidaciones en masa, la policía secreta y los campos de trabajo forzado. En América, por otro lado -y ocasionalmente en Europa- muchos analistas políticos son incapaces de distinguir entre republicanismo y democracia. Otrosí, ambas palabras se usan para designar conceptos y características que están fuera del campo de lo político, y pertenecen a las esferas de la economía o la sociología. Por todo ello, debemos decir claramente que, en principio, democracia es el derecho del pueblo a tomar parte en las decisiones que afecten a su propio desarrollo y a su futuro.

Si aceptamos esta definición, veremos que ninguna de las dos formas clásicas de gobierno está vinculada por naturaleza con la democracia. La democracia puede existir bajo las dos formas, del mismo modo que existen repúblicas y monarquías autoritarias. De hecho, los monárquicos suelen decir que la democracia funciona mejor bajo una monarquía que bajo una república. Si contemplamos la Europa de ahora mismo, ciertamente hay una parte de verdad en este argumento, aunque su validez pueda restringirse en el tiempo y el espacio. También cabe señalar que en ciertos Estados pequeños con tradiciones fuertemente arraigadas, como Suiza, democracia y republicanismo pueden coexistir con éxito.

Las cuestiones del monarquismo y el socialismo, y el republicanismo y el socialismo, se discuten con más calor todavía. La causa más importante de estas controversias es que los partidos socialistas oficiales en los países de lengua alemana son, muy mayoritariamente, de ideas republicanas. Por lo tanto, encontramos entre las mentes estrechas y sin educación la creencia de que el socialismo y el monarquismo son incompatibles. Esta creencia se debe a una confusión básica. El socialismo -al menos en su presente forma- es esencialmente un programa económico y social. No tiene nada que ver con la forma de gobierno. El republicanismo de algunos partidos socialistas no se deriva de sus programas de actuación, sino de las creencias personales de sus dirigentes. Esto se demuestra por el hecho de que la mayoría de los partidos socialistas europeos realmente poderosos no son republicanos, sino monárquicos. Es el caso en Gran Bretaña, en Escandinavia y en Holanda. En todos estos países no sólo encontramos excelentes relaciones entre la Corona y los socialistas, sino que no se puede escapar a la impresión de que las monarquías ofrecen un campo de cultivo mejor que las repúblicas para los partidos de la clase trabajadora. En cualquier caso, la experiencia demuestra que los gobiernos socialistas duran más con las monarquías que con las repúblicas. Uno de los grandes líderes del Partido Laborista británico lo explicaba por la influencia a favor de la moderación y el equilibrio de la Corona, que permitió a los socialistas llevar adelante su programa más lentamente, más razonablemente, y por lo tanto, también con más éxito. Al mismo tiempo, un gobernante que está por encima de los partidos representaba una garantía suficiente para la oposición, de manera que nunca necesitó recurrir a medidas extremas para recuperar el poder. Podía contemplar los acontecimientos con más calma.

Tanto si esto es cierto como si no, los hechos demuestran que no está justificado trazar una línea divisoria artificial entre el monarquismo y el socialismo, o entre el monarquismo y la democracia clásica. Lo mismo se aplica al republicanismo. Y debemos mencionar otro punto. Es la confusión muy frecuente, sobre todo entre quienes están poco versados en las ciencias políticas, entre la monarquía como forma de gobierno y tal o cual dinastía; en otras palabras, la confusión entre el monarquismo y el legitimismo.

El legitimismo, una vinculación especial con una persona o una dinastía, es algo que no se puede analizar en términos razonables y objetivos prácticamente nunca. Es una materia de sentimientos subjetivos, y por lo tanto, es defendido o atacado con argumentos ad hominem. Por lo tanto, en cualquier examen racional de los problemas de hoy se debe hacer una distinción clara entre monarquismo y legitimismo dinástico. La forma de gobierno de un Estado es un problema político. Por consiguiente, debe plantearse con independencia de la familia o persona que estuvo, o está, a la cabeza del Estado. Incluso en las monarquías hereditarias se producen cambios dinásticos. En cualquier caso, la institución tiene más importancia que su representante; éste es mortal, y aquélla, históricamente hablando, es inmortal.

Hablar de una forma de gobierno mirando sólo a su actual representante lleva a resultados grotescos. Porque así las repúblicas tampoco deberían ser juzgadas por sus méritos políticos, sino por la actuación de sus presidentes. Cosa que sería, por supuesto, el colmo de la desvergüenza.

Cabe añadir que hay relativamente pocos legitimistas entre los protagonistas del monarquismo en la Europa republicana. El rey Alfonso XIII de España dijo que el legitimismo no puede sobrevivir más de una generación. Tiene valor donde existe una forma tradicional de gobierno, fuertemente establecida, con la que la mayoría de los ciudadanos están satisfechos. Pero podemos encontrar este tipo de legitimismo en las repúblicas, igual que en las monarquías. Se puede hablar de legitimismo republicano en Suiza y los Estados Unidos, igual que se puede hablar de legitimismo monárquico en Gran Bretaña y Holanda. En la mayoría de los países de Europa, por supuesto, ha habido tantos cambios profundos en el transcurso de los siglos que el legitimismo es menos frecuente. Bajo tales condiciones, es particularmente peligroso recurrir a argumentos emocionales.

Ahora estamos en condiciones de definir lo que entendemos por una monarquía y una república. Monarquía es aquella forma de gobierno en la que el Jefe de Estado no es elegido, basa su oficio en una ley superior, y postula que todo poder deriva de un origen trascendente. En una república, el más alto dirigente del Estado es elegido, y por lo tanto, su autoridad deriva de sus electores, es decir, del grupo particular que lo eligió.

Dejando de lado las consideraciones puramente emocionales, hay buenos argumentos a favor de ambas formas básicas de gobierno. Los más importantes en pro del republicanismo se pueden resumir así: en primer lugar, las repúblicas son, con pocas excepciones, laicas. No necesitan recurrir a Dios para justificarse. Su soberanía, la fuente de su autoridad, deriva del pueblo. En nuestros tiempos, que cada vez se alejan más de los conceptos religiosos, o cuando menos los relegan al reino de la metafísica, los conceptos constitucionales laicos y una forma de gobierno laica tienen mejor aceptación que una forma arraigada, en última instancia, en ideas teocráticas. Por lo tanto, también es más fácil para una república abrazar una versión laica de los Derechos Humanos. Al parecer, esta forma de gobierno ofrece la ventaja de estar más cerca del espíritu de nuestros tiempos y, por lo mismo, de la gran masa de la población.

Además, la elección del Jefe de Estado no depende de un accidente de nacimiento, sino de la voluntad del pueblo o de una élite. La duración del mandato presidencial es limitada. Puede ser cesado, y si se revela incapaz es fácil sustituirlo. Como es un ciudadano ordinario, está en contacto más próximo con la vida real. Y es de esperar que, con una educación mejor, las masas estarán cada vez más capacitadas para elegir a la persona más idónea. En una monarquía, por el contrario, cuando ha ascendido al trono un mal gobernante, es casi imposible deponerlo sin derribar el régimen entero. Y, por último, se postula que si cada ciudadano puede, al menos en teoría, llegar a presidente, se promueve un sentido de responsabilidad política y se ayuda a la población a madurar políticamente. El carácter patriarcal de la monarquía, por el contrario, lleva a los ciudadanos a confiar en el gobernante, y a echar sobre sus espaldas todas las responsabilidades políticas.

Los siguientes argumentos son presentados a favor del monarquismo: la experiencia demuestra que la mayoría de los reyes gobiernan mejor, no peor, que los presidentes. Hay una razón práctica para ello. Un rey nace para su oficio. Crece dentro de él. Es, en el sentido más verdadero de la palabra, un «profesional», un experto estadista. En todos los aspectos de la vida se considera que el experto plenamente cualificado es superior al aficionado, por brillante que sea. Particularmente en las materias de gran dificultad técnica -¿y cuál es más difícil que el Estado moderno?- el conocimiento y la experiencia aventajan a la mera capacidad intelectual. Existe el peligro cierto de que un incompetente acceda al trono. Pero ¿no fue un Hitler elegido como líder, y no fue elegido presidente Warren Harding? En las monarquías clásicas de la Edad Media, casi siempre era posible sustituir a un sucesor evidentemente incapaz por otro más adecuado. Sólo en la decadencia del monarquismo, en la edad del despotismo cortesano de Versalles, desaparecieron estos mecanismos correctivos. Nada sería más apropiado en una monarquía moderna que la institución de un tribunal judicial, que podría intervenir para cambiar el orden de la sucesión al trono, si fuera necesario.

Más importante todavía que la calificación «profesional» del rey es el hecho de que no está vinculado a ningún partido. No debe su posición a un cuerpo de votantes, ni al apoyo de poderosos intereses. Un presidente, por el contrario, siempre está en deuda con alguien. Las elecciones son caras y difíciles de disputar. El poder del dinero y de las grandes organizaciones de masas siempre se hace sentir. Sin su ayuda, es casi imposible llegar a jefe del Estado de una república. Ese apoyo, sin embargo, no se da a cambio de nada. El jefe del Estado sigue dependiendo de los que le han ayudado en su carrera política. De ello se sigue que el presidente, por lo general, no representa al pueblo entero, sino sólo a los grupos que lo ayudaron a alcanzar el cargo. De esta manera, los partidos políticos o los grupos de presión pueden controlar los más altos puestos de mando del Estado, que ya no pertenecen a todo el pueblo, sino que, temporal o permanentemente, se convierten en el dominio privilegiado de uno u otro grupo. Por lo tanto, existe el riesgo de que una república deje de custodiar los derechos de todos sus ciudadanos. Los monárquicos destacan que este peligro es particularmente grave ahora mismo. Porque hoy los derechos de los individuos y de los grupos minoritarios están más amenazados que nunca. Las concentraciones de poder financiero y las organizaciones grandes y poderosas en general amenazan al «hombre de la calle» por todas partes. Particularmente en una democracia, es muy difícil que pueda hacerse escuchar, ya que esta parte de la población no se puede organizar fácilmente y no es de gran importancia económica. Si se entrega el más alto pináculo del Estado a los partidos políticos, no habrá nadie a quien los débiles puedan pedir ayuda. Por otra parte, el monarca -según se postul – es independiente, y está a disposición de todos los ciudadanos por igual. Sus manos no están atadas frente a los poderosos, y puede proteger los derechos de los débiles. Especialmente en épocas de profundas transformaciones económicas y sociales, es de la mayor importancia que el jefe de Estado esté por encima de los partidos…

Y, por último, la Corona aporta a la vida política esa estabilidad sin la cual no se pueden resolver los problemas. En una república, falta una base firme. Quienquiera que esté en el poder debe conseguir éxitos «publicitables» tan pronto como sea posible; si no, no será reelegido. Esto lleva a las políticas a corto plazo, que no servirán para hacer frente con éxito a problemas históricos de alcance mundial.

Antes de que podamos responder a la pregunta de qué forma de gobierno servirá mejor a la comunidad en el futuro, debemos considerar otro punto. En términos generales, las repúblicas democráticas están dominadas por el poder legislativo, mientras los regímenes autoritarios son dominados por el poder ejecutivo. El poder judicial no ha tenido la primacía desde hace mucho tiempo, como hemos indicado más arriba. Halló su primera expresión en las monarquías cristianas. Con frecuencia se olvida que el verdadero gobernante siempre ha sido el guardián de la ley y la justicia. Los monarcas más antiguos -los reyes de la Biblia- procedían de las filas de los jueces. San Luis de Francia consideraba la administración de la justicia como la más noble de sus tareas. El mismo principio se puede ver en muchos «Palatinados» alemanes, puesto que el conde palatino (Palatinus) era el guardián de la ley y la justicia como delegado del Rey-Emperador. La historia de las grandes monarquías medievales nos muestra que el poder legislativo del rey -incluso el de un rey tan poderoso como Carlos V- se vio fuertemente limitado por las autonomías locales. Lo mismo se puede decir de la función ejecutiva del gobernante. Carlos V no fue, en primer lugar, un legislador o un jefe del ejecutivo; fue un juez. Todas las demás funciones estaban subordinadas a la judicial, y se ejercían sólo en la medida necesaria para hacerla efectiva.

La razón de este arreglo institucional está clara. El juez debe interpretar el sentido de la ley y la justicia, y para ello debe ser independiente. Es fundamental que no deba a nadie su cargo ni sus funciones. El juez supremo, por lo menos, debe estar en esta posición. Esto sólo es posible bajo una monarquía. Porque en una república, incluso el máximo guardián de la ley deriva su posición de otras fuentes, ante las que es responsable y de las que sigue dependiendo en alguna medida. Esta situación no es satisfactoria. Su tarea más importante no es dirimir los conflictos de orden jurídico real, sino vigilar los altos fines del Estado y el cumplimiento de la ley natural. Por encima de todo, la tarea del juez supremo es supervisar toda la legislación y comprobar que se ajusta a los principios fundamentales del Estado, es decir, al derecho natural. La prerrogativa real de vetar leyes aprobadas por el parlamento es un vestigio de esta antigua función…

La forma futura del Estado será algo totalmente nuevo, algo que representará los principios de validez eterna en la forma adecuada para los tiempos venideros, sin los errores del pasado…

El carácter hereditario de la función del monarca no encuentra su justificación sólo en la instrucción «profesional» del heredero al trono. Tampoco se trata simplemente de garantizar la continuidad en la cumbre de la jerarquía política sin más, aunque esa continuidad sea muy conveniente cuando se trata de planificar para las generaciones futuras. Su justificación más profunda radica en el hecho de que el gobernante hereditario no debe su posición a uno u otro grupo social, sino a la voluntad de Dios. Éste es el verdadero significado de esas palabras frecuentemente mal entendidas, «por la gracia de Dios», que siempre significan un deber y una tarea. Sería un error que el gobernante por la gracia de Dios se considere a sí mismo como un ser excepcional. Por el contrario, las palabras, «por la gracia de Dios», deberían recordarle que no debe su posición a sus propios méritos, sino que ha de demostrar cada día su aptitud con esfuerzos incesantes a favor de la justicia.

Si bien hay mucho que decir a favor de una transmisión hereditaria de la posición suprema del Estado, existe también un grave inconveniente, que ya ha sido mencionado. Si la sucesión se produce automáticamente, es posible que el trono sea ocupado por un incompetente. Éste es el mayor riesgo del sistema monárquico. Por otra parte, este peligro data sólo de la época en que entró en vigor el inflexible legitimismo de Versalles, y las salvaguardias presentes de una forma u otra en la mayoría de las monarquías clásicas desaparecieron. Por lo tanto, tales salvaguardias tienen que ser incorporadas en cualquier Constitución monárquica futura. Sería un error asignar esta tarea a cualquier cuerpo político, ya que ello abriría la puerta a intereses privados. La decisión debería dejarse a un tribunal judicial. El rey, como supremo juez constitucional del Estado, no puede ejercer su función en un vacío. Tendrá que ser asistido por un cuerpo colegiado que represente la máxima autoridad judicial, de la cual él forma la cabeza. Es este organismo el que debe pronunciarse sobre si una ley o un reglamento son constitucionales, es decir, de conformidad con los fines del Estado. Cuando el gobernante muere, los demás magistrados siguen en sus cargos. Su deber sería pronunciarse sobre la idoneidad del presunto heredero, y, de ser preciso, sustituirlo por el siguiente en el orden sucesorio.

Sin duda, la actividad del Jefe de Estado irá más lejos del campo puramente judicial. Tendrá que controlar al poder ejecutivo, ya que su deber es velar para que las decisiones del poder judicial se lleven a la práctica. No obstante, todas estas tareas seguirán siendo de importancia secundaria. La principal justificación de un monarca en el siglo XX es su función judicial.

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