Página XXI, número 9 – Diciembre de 1996
Las Fiestas, Nochebuena, Navidad, Año Nuevo son componentes de vibrante y siempre renovada exaltación; fronteras de un año; parcelas y lindes del tiempo. El pasado es ya una roca que no podemos mover y del futuro, más aullante y desfallecido cada día, no podemos esperar gran cosa.
Llegados esos días, ajenos a manías y torpes hábitos, lo importante, además de vivirlos, es sentirlos. Acaba un año de limitaciones para comenzar otro con ilusiones renovadas. La nieve, cuando hay, borra un poco la aridez y los sofocones del año que culmina para sugerirnos esperanzadores caminos ds felicidad y contentarnos con lo que tenemos.
Ya veremos lo que se da. Nos apoyamos en nuevos propósitos, pero nos sentimos como cazador por caminos inexplorados. Las fiestas son los pinares y la frescura de la vida. Son días silenciosos y solitarios. Se percibe un villancico distante en la inmovilidad de las horas, como si fuera la majestuosa suntuosidad de las creencias, del mensaje excelso de Nazaret.
En torno a la mesa, en ese gran día de Navidad, se hablará de las grúas, del endemismo de algún partido, de autonomías y mercados, de caballos y de barcos, del «Belén» que cada año sale diferente; la cueva parece desmoronarse, pero existe todavía por muchos años que hayan pasado. No sabemos qué tendrán los años, que se han hecho tan cortos, tan torcidos y transmiten tanta jaqueca. Al poco de haber transcurrido, nos los miramos como si fuera un caimán disecado. Aguas pasadas.
Y, traspasada la «nit de maitines», el suceso reviste síntomas de normalidad y la crónica vuelve a ceñirse a la estupefacción cotidiana, al «contragolpe» futbolístico, a la fiebre inversionista. La común curiosidad suscita los temas más diversos, los sucesos imprevistos, la inusitada confidencia, chisme de las gentes, tan diferente del que se oyera hace cien años.
Hablar, simplemente hablar, crea un universo nuevo en sensaciones.
Con tal de que en un modesto rincón haya una mención a la Natividad y en la puerta se haya prendido una ramita dorada y una pompa fulgurante, una burbuja plateada, queda garantizada una fe y un proyecto de paz.
El año, cuando concluye, nos hace sentir estremecidos como una puerta cristalera y vapuleada y arremetida por una inesperada ráfaga de aire.
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La tradicional «Salsa de Nadal»
Se seguirá hablando de la evolución social, de los convenios y no ha de faltar el tema de la catequística y difícil «Salsa», que con su color de león supone el verdadero acantilado de nuestras primorosas y hábiles cocineras como de nuestros muy diestros y fantásticos cocineros, que también hacen divinidades con su gramática parda.
Se disertará acerca de los raviolis, de las gambas, sobre el salmón y la mantequilla de Holanda. Oiremos allí a las mejores maestras en el arte de cocinar, incluidas las recetas de Arguiñano y sus imitadores. Entre nuevas técnicas para transformar el milagroso pollastro saldrá a la palestra, mezclada con los negocios públicos que escandalizan hoy, la tradicional «Salsa» y el punto supremo, crítico y culminante de su elaboración; su grado de espesor, su justo color.
La «Salsa» -y hay que ver lo que fascina para citarla en mayúscula- es todo un fantasma, un embrollo, una maravillosa selección de cuanto un día produjera Ibiza y de la que bien podemos sospechar el comentario que le dedicaría en su momento Néstor Luján, aquel águila de la gastronomía, que tanto supo de golosinas y churrascos, de pucheros y estofados.
Parece que la «Salsa» es el síntoma y el resultado de un modo de ser, cumplido y generoso. Se hace mejor por tradición y conseja que por recetario, que no es más que un inseguro compendio de fundamentos teóricos. Nuestra «Salsa» está incluso reñida con la misma doctrina jurídica de la cocina y del parlamento culinario, si vamos a fijarnos. ¿Qué temperamento crítico sería capaz de enfrentarse a una dama de corazón de almendra y azúcar, labios de miel, ojos abrillantados con especias del lejano Oriente, y todo ello anegado y cocido en caldo do buey, pollo y carnero serrano? Sólo el olor, que nadie ignora y que es como la mejor de nuestras sales voláticas, resucitaría a la señora marquesa de Pompadour. Se ha dicho a veces si nuestra «Salsa» es un invento de los místicos medievales, pero, con tal de llevar por una vez la contraria, yo diría que fué impuesta por Adán, Noé, Abraham y transmitida por otros del mismo instituto en cursos sucesivos.
Hasta hoy la «Salsa» se ha salvado de corrupciones miserables y abyectas por su naturaleza bondadosa, bendita y compleja. El descalabro le vendrá en cuanto la conecten al Internet; le van a sobrar «megabytes», el sistema Warp y el Software; le habrá llegado la hora del holocausto.
A nuestra «Salsa» podemos llegar a verla hasta con pantalones «vaqueros» después de pasar por un obsceno «strip-tease». Terrible porvenir le espera cuando caiga en la contradanza del ordenador y pierda el cucharón de madera que la remueve en tanto se hace.
Mientras tanto, sin valorar cualidades, queda aquí nuestro «rendibú» a la «Salsa», que seguirá siendo signo de grandísimo talento, de admirable distinción y de refinado paladar.
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