
Isla de San Martín (Saint-Martin en francés, Sint Maarten en holandés)
Dedicado a mi padre, Juan Grijalvo Valdeón
Ultima Hora, 27 de julio de 2001
Hay quien dice que las islas del Pacífico son el último paraíso que queda en la Tierra. Nordhoff y Hall, los autores del famoso libro sobre el motín de la «Bounty», escribieron también una novela titulada «No more gas». Está traducida al castellano como «Se acabó la gasolina». Nos cuentan la historia de una familia que vive en Tahití, en una época de transición entre las formas de vida antiguas y las modernas. El protagonista del libro se llama Jonás Tuttle, Mamá Ruau es su anciana madre y Vaipopó es su finca. Sigue una cita:
Mamá Ruau interrumpió sus reflexiones.
– Jonás, ¿has notado lo inconscientes que son los jóvenes de ahora? Cada día les importa menos la tierra. Cuando yo era niña, mi padre nos hacía plantar y cuidar a cada uno de nosotros un árbol del pan. Decía que un solo árbol podía alimentar a un hombre todo el año si hacía «tioo».
– ¿Esa pasta fermentada? La juventud de ahora no la comería.
– Ya lo sé, pero hizo hombres vigorosos de nuestros antepasados. Ahora necesitamos pan, azúcar y todas esas cosas que cuestan tanto dinero. Descuidamos nuestras tierras y sólo pensamos en las cosechas que pueden venderse… Me pregunto a veces si tú quieres tanto a Vaipopó como yo.
– Claro que sí, mamá.
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No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita. En Tahití se conformaban con lo que tenían, hasta que el «progreso» les trajo «todas esas cosas que cuestan tanto dinero». Un ejemplo obvio es la gasolina. La usa usted para salir a pescar en lancha, y así puede coger mucho más pescado del que necesita para comer, y venderlo en el mercado a cambio de dinero para comprar más cosas… y más gasolina.
¿Cuánto pescado tiene que vender usted para comprar esa gasolina que le hace tanta falta? En un mercado mundial dominado por unos pocos mayoristas, ha de venderlo todo. El petróleo ha de comprarlo con dólares en un mercado que controlan «las siete hermanas». Los «productores», la famosa O.P.E.P., reciben algo así como el 15% del precio final. Los países del «tercer mundo» lo pagan al mismo precio que los del «primero». Así, cuando se le acaban todas las cosechas que pueden venderse, todo el pescado, y todo lo demás, vende la tierra y se coloca, por ejemplo, en una empresa hostelera.
La hostelería consiste en trabajar de la mañana a la noche, siete días a la semana, haciendo desayunos, almuerzos, comidas, meriendas y cenas para unos forasteros que van a los Mares del Sur porque quieren pasar unas vacaciones en el paraíso. Quieren vivir dos semanas como se supone que vivía usted todo el año, hasta que se inventó el turismo de las narices. Mientras tanto, usted se pregunta cómo puede haber hecho el primo de esta manera.
Y es que cuando va usted a uno de estos sitios, la forma de distinguir a los naturales es porque están menos morenos que los turistas. Ellos no pueden perder el tiempo en tomar el sol para adquirir un saludable bronceado. La temporada es corta y el dinero no se encuentra tirado por la calle. En tres o cuatro meses han de ganar para vivir mejor o peor todo el año. Por supuesto, así no hay forma de hacerse rico; no da para grandes ahorros. Puede usted ordeñar a los turistas, pero no sangrarlos. El año que viene han de volver, y el otro, y el otro. Si los espanta a «cañazos», se lo contarán a sus amigos y conocidos. Y ya sabe que un cliente contento se lo dice a seis, y uno descontento a sesenta y seis. Pocas cosas hay tan difíciles de ganar, y tan fáciles de perder, como la buena imagen. Y los destinos turísticos pasan de moda exactamente igual que los pantalones a cuadros.
A todo esto, no hemos hablado de lo que pasa con las tierras que vende usted cuando se le acaba la gasolina y ya no puede salir más a pescar en lancha. Pues muy sencillo: las compran unos forasteros ricos que quieren venirse a vivir al paraíso cuando se jubilen. Eso es maravilloso, porque es como tener turistas todo el año… Se acabó la miseria, se acabó lo de pasar los meses flacos rezando para que volvieran los pájaros migratorios, como todos los estíos, y dejaran suficiente dinero para aguantar otra temporada. Gracias a los jubilados, puede usted dedicarse al servicio doméstico, y trabajar de la mañana a la noche, siete días a la semana, haciendo desayunos, almuerzos, comidas, meriendas y cenas para unos forasteros que vienen a su país porque quieren pasar sus últimos años en el paraíso. Quieren vivirlos como se supone que vivía usted siempre, hasta que se inventó la segunda residencia de las narices. Y usted se sigue preguntando cómo puede haber hecho el primo de esta manera.
Y lo más curioso de todo es que ese paraíso no ha existido nunca. Antes de la llegada de los europeos a los Mares del Sur, los nativos vivían aterrorizados por religiones espantosas. La palabra «tabú» viene de la Polinesia. Morían muertes horribles por enfermedades que hoy se curan con unas pastillas. En Nueva Zelanda hay poca caza. La forma de conseguir carne era… hacer una guerra cada año. Etcétera. Naturalmente, todo eso – y más -también pasaba en Europa hacia la época del «descubrimiento». Por comparación, entonces sí que era un paraíso. A nosotros nos han llegado esas leyendas a través de nuestros antepasados, que aliviaban el malestar cotidiano leyendo libros de R. L. Stevenson y fantaseando sobre cómo se lo iban a pasar de bien cuando emigrasen a los Mares del Sur.
Como casos de sostenibilidad, los atolones de la Polinesia son ejemplos de libro. Los recursos locales bastaban para una vida sin lujos importados. La población se mantenía dentro de unos límites fijados inexorablemente por el viento, la lluvia o las epidemias. Ahora el dinero foráneo lo ha cambiado todo. Y «la juventud de ahora» ha vendido la lancha para comprar gasolina. Usted mismo…
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¿Paraíso?
(( «Bounty»…
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