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Ultima Hora, FDS,

15 de marzo de 2002

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Hace tiempo que eso

que llaman «cultura occidental»

descubrió eso otro

que llaman «espiritualidad oriental».

Como con tantos términos genéricos,

convendría empezar definiendo

lo que yo creo que son esas dos cosas.

«Cultura occidental», hoy por hoy, es sobre todo la mercancía ideológica que expende la industria norteamericana. En la época de Kipling era el conjunto del pensamiento de las razas llamadas «blancas» o «europeas». Sus raíces están en la versión cristiana del judaísmo, reciclada como religión de Estado por los emperadores de Roma y Constantinopla, con miles de interpolaciones procedentes de los lugares más insospechados. Sucesivas reformas y revoluciones la habían convertido en un cuerpo doctrinal que postulaba las bondades del capitalismo y del progreso técnico. También contenía buenas dosis de machismo y racismo. Por eso reservaba las libertades políticas sólo a los varones blancos… y servía para justificar el colonialismo y el imperialismo. Mi planteamiento, como es natural, es simplificador en extremo. Si quiere saber lo que pensaba Kipling, lea su poema «The White Man’s Burden», la carga del hombre blanco.

En cuanto a la «espiritualidad oriental», es aún más difícil saber de qué rayos estamos hablando. En lo que nuestra eurocéntrica geografía ha dado en llamar el Extremo Oriente hay muchas escuelas de pensamiento. Todas nos resultan bastante extrañas. Sólo en las partes de la India de que nos habla «Kim» hay musulmanes, hinduistas, budistas, jainistas, sikhs… Como es natural, los europeos que aparecen en el libro tampoco son de una sola confesión religiosa.

«Kim» empieza cuando tres chicos ven a un Lama tibetano entrando en la Ajaib-Gher de Lahore (la Casa de las Maravillas, el nombre del Museo en urdú). Allí se entrevista con el Conservador, y nos enteramos de lo que hace un Lama por allí. Está buscando un río sagrado que brotó en el punto donde fue a dar una flecha disparada por Buda en cierto momento de su vida. Tiene una gran virtud: quienes se bañan en sus aguas quedan libres de la Rueda de las Cosas. Los budistas creen que estamos atados a este mundo. Nos vamos reencarnando en diferentes seres vivos, animales, personas, etcétera… hasta reunir los méritos suficientes para dejarlo. El Lama peregrina en busca del Río de la Flecha porque quiere llegar al Nirvana al fin de su presente ciclo vital. Kipling y yo pensamos que es una aspiración sumamente razonable.

Volvamos con los chicos que jugaban a la entrada del Museo. Uno de ellos se llama Kim, y no es indio, sino europeo. Es hijo de un militar irlandés. Cuando sus padres murieron, se quedó solo en el mundo y aprendió a buscarse la vida para no acabar en un orfanato. Su herencia consiste en tres papeles que lleva en una bolsa colgada del cuello, como un talismán. Su padre le dijo que los guardara bien, porque algún día cambiarían su suerte.

Kim entabla conversación con el Lama cuando sale del Museo. Le coge el cuenco de limosna y le consigue alimentos. Uno de los amigos de Kim es Mahbub Alí, un tratante de caballos afgano. Naturalmente, es musulmán y aborrece a todos los infieles que no creen en Alá. Tiene un trabajito para Kim. Consiste en ir a Umballa y entregar un papel a cierto militar inglés. Kim se marcha con el Lama hacia Benarés, que es la siguiente etapa de su viaje. De camino, hace el recado de Mahbub. Hoy en día este trayecto es muy difícil, porque Lahore ha quedado separada de la India por la frontera de Pakistán.

Kim, como es natural, no entiende ni poco ni mucho de religión, ni de filosofía, ni de política: tiene unos catorce años y no ha ido mucho a la escuela. El artificio literario de Kipling es que lo veamos todo a través de sus ojos. Son los de un niño europeo que se ha criado en el arroyo. Han de explicarle muchas cosas sobre la «espiritualidad oriental», y gracias a eso también nos vamos enterando nosotros, a pesar de toda nuestra «cultura occidental».

Como dice Tolkien, hay que tener cuidado al poner un pie en el camino: no sabe usted a dónde le puede llevar. Cuando Kim sube al tren con el Lama, emprende un viaje que cambiará su vida… y la nuestra: al acabarlo ya no veremos el mundo con los mismos ojos. En mi opinión, ésa es la mayor virtud de la buena literatura. Nos hace vivir experiencias que de otra manera no tendríamos nunca. Cuando lea este libro, cuénteme lo que ha aprendido…

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