Trucos Jedi…

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Dedicado a Jota

(Ultima Hora, 3 y 4 de julio de 2005)

Hace años que esperaba ver el tercer episodio de «Star Wars», es decir, el sexto y último… por ahora. Ya sabe usted que soy bastante crítico con los guionistas de Hollywood, que responden bastante bien a lo que nos dice Bertolt Brecht en un poema de 1942 titulado precisamente «Hollywood»:

Para ganarme el pan, cada mañana
voy al mercado donde se compran mentiras.
Lleno de esperanza,
me pongo a la cola de los vendedores.

Casualmente, Brecht estaba trabajando… lo adivinó usted: en Hollywood, de guionista cinematográfico.

En el caso que nos ocupa, se trata de un montaje que gira en torno a un conflicto político e ideológico situado en una galaxia muy, muy lejana. Los partidarios de la democracia combaten contra una dictadura emergente.

Sabemos muy poco sobre el contenido práctico de dicha democracia. En el primer planeta que vimos, Tatooine, es de suponer que el derecho al voto, si lo hay, empiece y acabe en una élite dirigente compuesta por una sola etnia, raza o especie, los Hutt. Su fortuna e influencia están basadas en el control de las carreras de vainas… y de las apuestas y otros flujos económicos que generan, naturalmente. Anakin Skywalker es esclavo, como su madre, y la República y el dinero de la República no valen medio comino para su amo, el chatarrero Watto. Al parecer, Jabba el Hutt tiene derecho a dar muerte a cualquier habitante de su territorio, como un señor feudal de horca y cuchillo. Los transeúntes molestos, como Han Solo o Luke Skywalker, pueden y deben ser petrificados en carbonita si Jabba cree que van a quedar decorativos en su salón. En otro caso, servirán de pienso para los guardias gamorreanos, el rancor o el sarlacc.

Varias películas más tarde nos enteramos de que este mundo bárbaro cae muy lejos del centro de la galaxia y de su muy democrática capital. Por eso no hubo nunca partidos políticos, elecciones ni senador planetario. Formulamos esas hipótesis en el cuarto episodio, es decir, el primero, cuando exhiben ante nosotros el curioso sistema constitucional de los seres humanos del planeta Naboo. Al parecer, lo han colonizado, relegando a los nativos Gungan a una especie de reservas. Naturalmente, no tienen ni voz ni voto para nada, y la famosa democracia es compatible con un «apartheid» que sólo acaba cuando Jar Jar Binks y sus congéneres se alistan como carne de cañón en el ejército de los Buenos.

Cuando la reina Amidala va de visita a Coruscant nos enseñan las sedes centrales del poder: el Senado galáctico, el despacho de Palpatine y el Consejo Jedi. La élite de la democracia es una orden esotérica. Se compone de caballeros Jedi, unos tipos que son mitad monjes y mitad soldados (¿le suena de algo?) y tienen, por ejemplo, voto de castidad. Ingresan en la orden a edad temprana, mucho antes de la madurez sexual. Funcionan con el acreditado esquema de pareja maestro-discípulo. Van armados con espadas de luz y un arsenal de «gadgets» inspirado en las películas de James Bond, el célebre agente 007. También tienen licencia para matar. En nombre de la democracia, naturalmente.

Poco a poco se va desplegando el conflicto. Una simple pareja de Jedis, con unos aliados de fortuna, pone en jaque al inmenso ejército de androides de guerra de la Federación de Comercio, y el único que les hace sombra es Darth Maul. Que es, para mi gusto, el mejor espadachín de toda la serie. Es una lástima que los guionistas lo expidan al Otro Lado con tanta presteza, porque habría podido dar mucho más juego que el hierático Darth Sidious. Lo mismo se puede decir del guaperas Liam Neeson. Por lo que se ve, ha avanzado poco por el camino iniciático: como no se desmaterializa al morir, hace falta incinerar su cadáver.

En los siguientes episodios, los progresos de la animación por ordenador y el crecimiento desaforado del presupuesto para efectos especiales de Mr. Lucas le permiten pasearnos por Coruscant hasta llenarnos la vista y la cabeza con cantidades ingentes de imágenes espectaculares. Pero acabamos la serie sabiendo más o menos lo mismo sobre el contenido material de la democracia galáctica que al principio. Es decir, nada de nada.

Por fin triunfan los Malos. La élite de la dictadura es una orden esotérica. Se compone de caballeros Sith, unos tipos que son mitad monjes y mitad soldados (¿le suena de algo?) y tienen, por ejemplo, voto de castidad. Ingresan en la orden a edad temprana, mucho antes de la madurez sexual. Funcionan con el acreditado esquema de pareja maestro-discípulo. Van armados con espadas de luz y un arsenal de «gadgets» inspirado en las películas de James Bond, el célebre agente 007. También tienen licencia para matar. En nombre de la dictadura, naturalmente.

La gran diferencia es que los Sith cultivan el Lado Oscuro de la Fuerza. En palabras de otro autor, «Él está conmigo dondequiera que vaya… Yo era un joven tonto, lleno de ridículas ideas sobre el mal y el bien. Lord Voldemort me demostró lo equivocado que estaba. No hay mal ni bien, sólo hay poder y personas demasiado débiles para buscarlo…»

Visto lo visto, convendrá usted en que los principios, medios y fines de los Jedis son tan, pero que tan esotéricos, que es posible que los esclavos de Tatooine no sean capaces de distinguirlos de los Sith.

Y ahora, vamos a por la espina que tengo clavada en el cerebro desde la primera escena del primer episodio, es decir, del cuarto. Desde el punto de vista militar, la saga entera es poco verosímil. Se supone que las guerras las ganan los ejércitos cuyos generales emplean sus recursos con más tino. En su defecto, la fuerza bruta también sirve. Y tener la razón en abstracto o la única fe verdadera no resulta relevante en el campo de batalla. La formulación clásica de dicho principio es «Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos».

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Y es que todo ello es una enorme injusticia. Los Malos han hecho los deberes. Fomentan la investigación científica pura, financian correctamente su esfuerzo militar, reclutan ejércitos, crían cientos de miles de clones, los arman hasta las cejas, construyen inmensas flotas de naves de guerra y transporte, acopian municiones de boca y guerra, organizan una logística impecable, establecen una cadena de mando a prueba de rebeldes… en fin, todo. Han de ganar porque lo exigen la lógica, la física y el sentido común. Cuando la cosa parece decidida, los guionistas de Mr. Lucas se sacan de la manga al Skywalker de turno y lo envían, a bordo del equivalente espacial de una piragua artillada, a por el único punto vulnerable de la gigantesca nave de guerra de los Malos. En la primera entrega de la serie, o sea, en la cuarta, la cosa tiene unos mínimos visos de verosimilitud, porque el talón de Aquiles de la Estrella de la Muerte ha sido descubierto tras un concienzudo análisis de los planos del artefacto, birlados «ad hoc» por unos espías con toda la suerte del mundo, y transportados por el robot bajito… La gloria de esa hazaña se la lleva Leia. Por cierto, ¿ha leído usted «Peter’s Evil Overlord List», de Peter Anspach? Fíjese en el punto 50. Volviendo a lo nuestro, en la cuarta entrega, o sea, en la primera (ufff… qué condenado lío), Anakin Skywalker destroza a tiros un objeto cualquiera, y la nave de mando de la Federación de Comercio resulta estar tan mal diseñada que se va a pique por unas averías que, como dice Luis Jar Torre, el «Titanic» hubiera encajado sin pestañear. Pura chamba… cada vez lo mismo, y se salvan de milagro hasta la próxima entrega.

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En teoría, ésta es diferente. El Mal derrota al Bien, y «his victory will be swift and complete: so complete that none can foresee the end of it while this world lasts». Su victoria será rápida y completa: tan completa que nadie puede prever su fin mientras dure este mundo. Los Jedis son exterminados de un plumazo. Me pregunto cómo es posible que unos tipos con tantos poderes paranormales, que leen las mentes de los demás como si fueran libros abiertos, que controlan las patrullas imperiales de Tatooine moviendo las manos, con esos «trucos Jedi» que no valen con el amigo Watto… se dejen pillar así, con el culo al aire, como vulgares aprendices de brujo. La razón es que han sido traicionados por los guionistas de Mr. Lucas.

La película termina, como no podía ser de otra manera, juntando los extremos de una especie de cinta de Moebius. La futura Leia Organa y su hermanito, el insustancial de Luke, son confiados a unos padres putativos hasta que se cumpla su glorioso destino. Dicha trayectoria vital viene predeterminada por la elevada concentración de midiclorianos en su organismo, igualito que la de su padre. Mejor dicho, de su «Vader». Me pregunto cuándo nos ofrecerán cereales de desayuno con midiclorianos. El «merchandising» de la serie ya nos ha vendido cosas extraordinarias. Por cierto, ¿usted ha oído hablar de las «Aguas de la Vida» de los Fremen?

Y ahora le cocinaré un postre a base de la «especialidad de la casa», comparando «Star Wars» con las obras de Tolkien. Se ha repetido hasta la saciedad que hay vínculos entre las dos cosas. Luis Miguel Rebollar Flecha ya se hizo eco del clamor en el número uno de «Halifirien», publicado en 1988. Naturalmente, dicha relación es unidireccional. Tal vez Mr. Lucas haya leído «El Señor de los Anillos», pero al Profesor no le hubieran interesado ni poco ni mucho unas películas cuya aplicabilidad se puede escribir entera en una cuartilla. Si hace usted la letra pequeña, en el dorso de un sello de correos medianito. Así que despacharé el tema diciendo cuatro cosas obvias.

De pequeño, Anakin se parece a Frodo. De joven quiere ser Aragorn, pero deriva a Boromir. Y termina haciendo de Gollum, encartuchado en el uniforme de las SS.

Palpatine es un plagio tan descarado de Sauron que los herederos de Tolkien deberían demandar a los guionistas de Mr. Lucas. Darth Sidious es Sauron en Númenor, y sus lamentables diálogos con Anakin están fotocopiados de las historietas que le coloca al pobre Ar-Pharazôn. Eso sí, le han aguado tanto el vino que cuesta reconocerlo.

Han Solo tampoco es Aragorn: es Harrison Ford haciendo de Harrison Ford, igual que Indiana Jones es Harrison Ford haciendo de Harrison Ford. Generalmente da el pego, pero basta recordar cómo lo echa de la pantalla Sean Connery en aquella bazofia que hizo Spielberg sobre el Santo Grial para verlo en su verdadera dimensión. En esta serie pasa lo mismo. Cada vez que sale un actor de verdad eclipsa a todos los secundarios que los azares del «casting» han puesto en primer plano. Los ejemplos son obvios: Alec Guinness, Peter Cushing o Christopher Lee.

Otros ejemplos de esa jibarización generalizada serían el Balrog y el rancor, que son respectivamente una encarnación del Mal metafísico y una especie de mascota con bastante mala leche… como un «gremlin» gigante. Y qué me dice usted de la Galadriel del libro junto a Padmé-Amidala, o de Arwen Evenstar al lado de Leia Organa. Es como aquella película en que la chica termina casándose con el caballo, y tienen elefantitos. La prueba definitiva del asunto llega cuando compara usted a Yoda con Gandalf. Incluso con el de Mr. Jackson, que ya está bastante lavado a la piedra…

En fin… He pasado buenos ratos en el cine, admirando los frutos del innegable ingenio visual de Mr. Lucas. Pero no resiste la comparación con Tolkien. Ni siquiera con lo que ha quedado después de las intervenciones de los guionistas de Mr. Jackson, que ya es decir. En mi opinión, lo más memorable de «Star Wars», lo que todos recordaremos siempre, es la música de John Williams. Y será, con toda justicia, la marcha de los Malos.

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