Ultima Hora,  ## de julio de 2007

Tengo pendiente de leer
un libro de Donna Leon
que se titula «Líbranos del bien».

Según una reseña publicada en el «Daily Mail»,
esta escritora tiene una capacidad impresionante
para retratar las complejidades sociales de Venecia,
donde la corrupción es
tan antigua, profunda y traicionera
como los canales.

El leitmotiv es una variación sobre un tema muy viejo:
«El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones».

Verá usted, nuestra relación con las administraciones se rige por un complicado andamiaje legal. La multiplicidad de los organismos públicos, la cantidad de normas y reglamentos que emiten a diario y su inveterada costumbre de ignorar a conciencia las actividades de los demás entes hacen que sus procesos de toma de decisiones sean, en el mejor de los casos, muy despaciosos. De estos hechos indiscutibles, unidos al extendido vicio de no dar ningún valor al tiempo de los ciudadanos, resulta que todos hayamos buscado en un momento u otro de la vida algún «enchufe», normalmente a través de un funcionario que sea familiar o amigo, para «puentear» tal o cual bucle burocrático, «saltarnos» una cola, etcétera. Cuando se trata de algo a lo que tenemos derecho, no hay mayor problema. Lo habríamos conseguido igual, más tarde o más temprano. Si es algo graciable o discrecional, como una concesión administrativa o un contrato público, entran en juego intereses económicos que pueden ser muy importantes y la cosa se complica. Los tratos de favor a familiares, amigos o compañeros del servicio militar se vuelven irregularidades punibles. Las más graves están tipificadas como delito, especialmente si se ofrece o exige dinero para «arreglar» la cosa. El cohecho suele ser muy difícil de probar, porque nadie firma recibos por los sobornos. Por lo tanto, procede castigar severamente sus resultados visibles: el permiso para unas obras ilegales, la falta de diligencia en corregir infracciones de las ordenanzas, etcétera. Hay cosas que se pueden explicar por la incompetencia, la pereza o la desidia de tal o cual funcionario, pero algunas sólo se entienden si pasa dinero, y bastante, por debajo de la mesa.

Desde el punto de vista económico, no hay grandes diferencias entre el soborno y otras formas de lucro ilegal. Alguien saca provecho de un cargo público, obtenido por elección o por designación, para aumentar sus magros emolumentos, para hacerse un pequeño peculio o para «forrarse». Para las grandes empresas puede ser un coste más, que repercutirán oportunamente a sus clientes. Para los particulares, que sólo pueden cambiar de administración pública emigrando al territorio de otra, es una pesadilla. Y para las empresas pequeñas, es un verdadero infierno.

Durante la última campaña electoral hemos oído varias historietas sobre el enriquecimiento ilícito de algunos políticos. A unos se les acusaba de cobrar «comisiones». A otros, de favorecer a sus familiares en la adjudicación de contratos públicos. A última hora se habló de uso indebido de información privilegiada. Alguno de estos casos ha derivado en proceso penal. Independientemente de que todo eso sea cierto o no, ¿cuál es el nivel de corrupción aceptable en las administraciones públicas?

A juzgar por los resultados de las últimas elecciones, numerosos votantes piensan que los niveles actuales son adecuados y correctos. Esto se explica porque creen que los beneficios particulares que obtienen superan los costes directos que soportan. Se han hecho cómplices del sistema. Olvidan o desconocen las enormes deseconomías generales que introduce la corrupción en las cosas públicas. En esta isla tan pequeña hay bastantes personas cuyo proyecto vital consiste en alquilar sus fincas rústicas como alojamientos turísticos clandestinos. Han sido, son y serán ilegales, porque tienen que serlo: si no lo fueran, los gastos de todo tipo, y especialmente los impuestos, se les comerían toda la rentabilidad. Son los protagonistas de la «cançó d’en Pere Bambo«. Como dice Isidor Marí, «podré anar amb s’esquena dreta… que treballi es fameliar». Sus negocios exigen que haya cada vez más asfalto y más cemento por toda la isla. Y ya veremos qué hacen en las próximas elecciones generales, que están a la vuelta de la esquina.

En cuanto a la abstención, sólo podemos especular sobre sus causas. Tal vez los electores que no votan sean tan amantes de la limpieza en la gestión pública que rehúsan perder un minuto de su tiempo en legitimar este sistema de cosas. Quizá no sepan lo que pasa por ahí; o puede ser que no les preocupe… Cuando se les pregunta si es peor la ignorancia o la indiferencia, muchos ciudadanos responden sin dudarlo un segundo: «Ni lo sé, ni me importa».

Y ya ve usted… Ciudadanos que no tolerarían que el administrador de su comunidad de propietarios se embolsara el más mínimo porcentaje de las facturas contemplan impávidos cómo se evaporan los euros a millones de las cuentas públicas, a base de martingalas como el «peaje en sombra» y demás maravillas de la «ingeniería financiera».

Aquí y ahora, hay recursos legales de sobra para terminar con las irregularidades, pero ha faltado la voluntad política de usarlos. A primera vista, el resultado de las elecciones da más poder a los que «volem un canvi». Pero, como dice concisamente Pilar Bonet, «aquí también hay un mundo formal con sus instituciones (el Consell Insular, los ayuntamientos, los partidos políticos que gobiernan y los de la oposición) y una estructura de fondo, que es la que verdaderamente cuenta. En esta estructura de fondo se ha producido una alianza entre quienes no han superado la mentalidad primitiva de tipo feudal y miembros de las nuevas generaciones que, debido a una comprensión limitada del mundo, identifican el progreso con el cemento y el dinero inmediato».

Por ejemplo, algunos hoteleros de estas islas han puesto en práctica ambiciosos planes de expansión a otros destinos turísticos. Son del todo coherentes con esa elemental prudencia de los inversores: no hay que poner todos los huevos en un solo cesto. Lo curioso es que la mayor parte de esas instalaciones se hayan hecho en países que ocupan lugares altísimos en la escala de corrupción de «Transparency International«. El índice se confecciona midiendo la probabilidad de que un funcionario público exija un soborno por hacer cosas que a veces son simplemente parte de su trabajo, a veces son legales pero discrecionales y a veces son directamente ilegales… según las propias leyes del país, que no tienen por qué ser especialmente duras. Al parecer, dichos hoteleros se mueven como peces en el agua por los laberintos burocráticos de unos lugares donde la corrupción es la norma. Tal vez se hayan acostumbrado a esas formas de «lubricar» el papeleo… La pregunta obvia es si eso nos conviene a los demás, y si decidimos que no, qué estamos dispuestos a hacer para impedirlo. No se trata de que Eivissa funcione como una república bananera más, sino de promover la honestidad en todas las administraciones del mundo. Se lo pregunto de nuevo: ¿cuál es el nivel de corrupción aceptable en las administraciones públicas?

Volviendo al principio, «El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». A grandes males, grandes remedios. Ya no es hora de debatir en foros anónimos con o contra los «nicks» fantasmales de los que quieren «librarnos del bien». Es hora de dar la cara y organizarse para hacer trabajos productivos. Por ejemplo, para cambiar un modelo de movilidad que es al mismo tiempo efecto y causa de los modos de proceder de las administraciones.

Otro día, si le parece bien, hablaremos de cómo se aplican estas teorías al aparcamiento del baluarte de Santa Llúcia.

Mientras tanto, le espero en la PTP-Promoción del Transporte Público.

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