Kon-Tiki
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Dedicado a M.C. y Unni Irene Rull Bjornevoll
Verá usted, uno de mis héroes de toda la vida es Thor Heyerdahl. Nació en Larvik, Noruega, el 6 de octubre de 1914. En 1935 estuvo en Fatu Hiva, una de las islas Marquesas, haciendo investigaciones científicas. Allí vio unas estatuas de piedra, similares a las de América del Sur y la isla de Pascua, y decidió estudiar antropología. Su tesis era que hubo una migración por mar desde el Perú hasta la Polinesia. Con eso se daría razón de una serie de coincidencias lingüísticas y culturales.
Los alemanes invadieron Noruega en 1940. Durante la guerra, Heyerdahl fue paracaidista y conoció a Knut Haugland, un experto en eso que se llama ahora «operaciones especiales». En otro lugar coincidió con Torstein Raaby, el operador de radio que había enviado partes sobre los movimientos del acorazado «Tirpitz» durante diez meses, conectando su transmisor clandestino… a una antena de los alemanes, ¿cómo si no? Los bombarderos aliados habían conseguido hundirlo gracias a sus informes. Al final de la guerra, Heyerdahl ya había demostrado tener… lo que hay que tener.
Entonces se fue a Nueva York en busca de una editorial para su libro «Polinesia y América. Un estudio sobre relaciones prehistóricas». Pero nadie le hacía caso. Nos relata el siguiente diálogo con una de las mayores autoridades en la materia:
«- Es verdad que Sudamérica ha sido la sede de algunas de las más extrañas civilizaciones de la antigüedad, y que nosotros no sabemos ni quiénes fueron sus hombres ni por dónde desaparecieron cuando los incas se apoderaron del país; pero sí sabemos una cosa con certeza, y es que ninguno de esos pueblos de Sudamérica llegó a las islas del Pacífico.
Me miró inquisitivamente y continuó:
– ¿Sabe usted por qué? Por una razón muy simple: ¡porque no tenían barcos!
– Tenían balsas – le objeté con cierta vacilación -. ¿Sabe?, balsas de maderos acoplados.
El viejo se sonrió y dijo con toda calma:
– Bueno, si quiere puede intentar un viaje del Perú a las islas del Pacífico en una balsa.
No encontré nada que decirle…»
Entonces se le ocurrió la idea, peregrina en todos los sentidos de la palabra, de construir una, con los materiales y medios técnicos de que podían disponer los habitantes de América del Sur hace un par de miles de años y… hacer la travesía, para demostrar que era factible. Aquella noche se fue a cenar con su amigo Carl. Comentando la conversación en el museo, Heyerdahl le dice:
«Estoy tan seguro de que los indios cruzaron el Pacífico en sus balsas, que ardo en deseos de construir yo mismo una de la misma clase y cruzar el mar, justamente para probar que es posible.
– ¡Está loco! Lo tomó a broma: la idea le divertía y asustaba a la vez. – ¡Está loco! ¿Una balsa?»
Alumbrar una idea, en sí, no tiene ningún mérito. Sin ir más lejos, a usted se le han ocurrido cosas bastante más raras. Pero Heyerdahl se puso a buscar patrocinadores. Según los cálculos de su amigo Wilhelm, la duración del viaje iba a ser de noventa y siete días… si todo marchaba según lo previsto. Así que mejor ir contando con cuatro meses, por lo menos. En un restaurante conoció a un ingeniero noruego, Herman Watzinger, que se apuntó a la cosa de un modo un tanto impulsivo.
Heyerdahl consiguió los patrocinadores y se puso a reclutar el resto de la tripulación. Habían de ser seis, para repartir las guardias en turnos de dos horas. El tercero fue un amigo suyo de la infancia, Erik Hesselberg, que tenía estudios náuticos. Y Heyerdahl se dijo que Knut y Torstein se estarían aburriendo en Noruega. Los invitó a dar una vuelta en balsa por el Pacífico… y los dos aceptaron.
La siguiente etapa del viaje fue ir con Herman al Ecuador a cortar los troncos de balsa en medio de la selva, hacer una almadía con ellos y bajarlos por el río Guayas hasta Guayaquil. De ahí había que llevarlos en barco hasta El Callao, donde Heyerdahl consiguió que le dejasen construir la balsa en el arsenal de la Marina. Eso dice mucho sobre su habilidad para las relaciones públicas…
Aún le faltaba el sexto tripulante. Cierto día, Heyerdahl recortó del periódico una noticia sobre la llegada de una expedición sueco-finlandesa que había remontado el Amazonas en canoa. Uno de sus componentes vino a visitarle y se produjo el diálogo que sigue:
«- Bengt Danielsson – dijo el sujeto, presentándose.
«Ha oído algo sobre la balsa», pensé, y le invité a sentarse.
– Acabo de oír algo sobre sus planes – dijo el sueco.
«Y ahora viene a echarme abajo la teoría, porque él es un etnólogo», pensé.
– Y ahora he venido a preguntarle si puedo ir con ustedes en la balsa – dijo el sueco apaciblemente -. Estoy interesado en la teoría de la migración.
Yo no sabía nada de aquel hombre, excepto que era un investigador y que acababa de llegar de las profundidades de la selva. Pero un sueco solitario que tenga ánimos para ir en una balsa con cinco noruegos no puede ser muy remilgado, y la verdad es que ni siquiera su imponente barba bastaba a ocultar su plácida bondad y su natural buen humor».
En 1947 esto debía tener bastante mérito, porque Noruega se había hecho independiente de Suecia en 1905, después de noventa años de «unión». Esas cosas suelen dejar, digamos, mal recuerdo.
La balsa se llamó «Kon-Tiki», el nombre del mítico antepasado de los polinesios que vino del Este.
El 28 de abril de 1947 zarparon por fin de El Callao. Sólo Erik Hesselberg tenía experiencia náutica, pero no en una balsa precolombina, por supuesto. Así que aprendieron a gobernarla… en medio de la corriente de Humboldt, y sin profesor. Eso se hace con una espadilla a popa. Se trata de un remo muy grande, que transmite la fuerza del timonel al agua… y la de los golpes de mar a sus manos, naturalmente. Así que iban con más hematomas que Lucas Grijander. Muchas semanas después de zarpar, descubrieron casualmente que bastaba mover las tablas que llevaban caladas entre los troncos de la balsa, a modo de orzas, para cambiar y mantener el rumbo. Lástima que no lo hubieran sabido antes…
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Kon-Tiki
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El viaje estuvo repleto de anécdotas. Y es que «el mar contiene muchas sorpresas para quien tiene el piso al nivel de su superficie y va navegando lenta y silenciosamente. Un cazador que se abra camino a través de la maleza en la floresta, puede regresar y decir que no se ve ninguna pieza. Otro, en cambio, si se sienta a esperar en un tronco, es posible que pronto empiece a oír rumores y crujidos de hojas y ramas, y a ver asomarse ojos curiosos. Así es también el mar. Generalmente lo cruzamos con rugientes motores y golpes de pistón, levantando olas de espuma con la proa. Luego regresamos diciendo que no hay nada que ver en el océano».
Siguen tres ejemplos entre docenas. «En varias ocasiones pasamos deslizándonos sobre grandes masas obscuras…»; «varias veces, cuando el mar estaba en calma, el agua negra alrededor de la balsa se poblaba súbitamente de redondas cabezas de casi un metro de diámetro, que se quedaban quietas mirándonos con sus grandes ojos fosforescentes»; uno de tantos descubrimientos curiosos fue que el Gempylus, un pez abisal, sube hasta la superficie por la noche y, si le parece oportuno, es capaz de saltar fuera del agua. Si quiere saber lo que pasó luego, lea el libro.
A los noventa y siete días llegaron a la isla de Angatau, pero la corriente les impidió tocar tierra. Curiosamente, era el plazo mínimo que había calculado aquel amigo de Heyerdahl sobre una carta náutica…
Cuatro días más tarde, contra todo pronóstico, la «Kon-Tiki» arribó por fin al atolón de Raroia, en el archipiélago de las Tuamotu. Era el 30 de julio de 1947. Después de ciento un días en la «Kon-Tiki», Heyerdahl registra la agradable sensación de poner los pies en tierra como sigue:
«- El purgatorio estaba un poco húmedo – dijo Bengt -, pero el cielo es más o menos como yo me lo había imaginado.
Confortablemente tendidos en el suelo, sonreímos a las blancas nubes que los vientos alisios llevaban siempre hacia occidente. Ya no seguiríamos más a su merced. Ahora estábamos en una isla firme, inmóvil, en Polinesia. Y mientras yacíamos y nos estirábamos, las rompientes allá fuera seguían con su estruendo como un tren que fuera y viniera, una y otra vez, a lo largo de todo el horizonte. Bengt tenía razón: esto era el paraíso.»
Bengt Danielsson volvió a Raroia en 1949. Puede leer usted la crónica de su estancia en «La isla de la Kon-Tiki», publicada por la editorial Juventud. No es en absoluto el libro de texto que cabría esperar de un etnólogo.
Para mí, «La expedición de la Kon-Tiki» ha sido siempre una fuente de inspiración. Demuestra que el valor y el espíritu de aventura llevan al éxito en las empresas humanas, por difíciles que parezcan. Y la gran importancia de tener siempre presente que todos vamos en el mismo barco.
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Thor Heyerdahl
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Por todo lo dicho, y por otras razones, no me ha gustado ni poco ni mucho oír que Thor Heyerdahl ha muerto el 18 de abril de 2002. Tenía 87 años de edad. Ya no podré ir a verlo al Parque de las Pirámides, que está en Güimar, Tenerife. Ni preguntarle dónde estaba la Atlántida. Ni hacerle llegar este artículo. Lo hubiera escrito antes, pero lo que sabía de él es que estaba como una moto, siempre de viaje, haciendo cosas por ahí. Este fin inesperado me ha dado una sorpresa. Y un gran disgusto.
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Otros libros de Thor Heyerdahl, publicados en castellano por la editorial Juventud :
– Fatu-Hiva: Retorno a la Naturaleza
– Aku-Aku
– El hombre primitivo y el Océano
– Ra
– La Expedición Tigris
– En busca de los orígenes
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Fernando del Alamo – La expedición de la Kon-Tiki…
Todos vamos en el mismo barco
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