Lo escribí para mi primo Vicente Santolaria Grijalvo hacia 1992

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-Buenos días, dijo el principito.

-Buenos días, respondió el guardagujas.

-¿Qué haces aquí?, dijo el principito.

-Reparto los viajeros, en paquetes de a mil, dijo el guardagujas. y expido los trenes que los llevan, tanto a la derecha, como a la izquierda.

Y un rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la caseta del guardagujas.

-Tienen mucha prisa, dijo el principito. ¿Qué buscan?

-El propio maquinista lo ignora, dijo el guardagujas.

Y rugió, en sentido inverso, un segundo rápido iluminado.

-¿Vuelven ya?, preguntó el principito.

-Éstos no son los mismos, dijo el guardagujas. Es un cambio.

-¿No estaban contentos, allá donde estaban?

-Uno nunca está contento donde está, dijo el guardagujas.

Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.

-¿Persiguen a los primeros viajeros?, preguntó el principito.

-No persiguen nada de nada, dijo el guardagujas. Duermen allí dentro, o bostezan. Sólo los niños aplastan su nariz contra los vidrios.

-Sólo los niños saben lo que buscan, dijo el principito. Pierden el tiempo con una muñeca de trapo, que se vuelve muy importante, y si se la quitan, lloran…

-Tienen suerte, dijo el guardagujas.

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Antoine de Saint-Exupéry, «El Principito», capítulo XXII

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Tras esta cita introductoria, pasemos a considerar la cuestión. Es sumamente compleja. Nos están vendiendo, estuchado bajo el reluciente envoltorio de la modernidad, la europeidad y todas las historias del noventa y dos, un paquete de mercancías de lo más dudoso.

Haciendo un poco de cronología, hace años que se habla de ‘aggiornar’ los ferrocarriles españoles. La Generalitat de Catalunya lleva no se sabe cuánto tiempo hablando de una línea de ancho europeo y alta velocidad entre Barcelona y la frontera francesa. Por aquel entonces, don Enrique Barón dijo aquello de que el Estado no pagaría trenes de lujo para los catalanes. Los otros repetían lo mismo; con menos insolencia, eso sí.

A finales de 1986, los socialistas se descuelgan con el PTF, que a los amigos del ferrocarril siempre nos pareció un gigantesco parche Sor Virginia. El plan -ya es historia- consiste en una previsión a medio plazo de las inversiones que el Gobierno se compromete a efectuar. Después se suman los importes asignados a los quince ejercicios que iba a durar y se publica el resultado global: ¡dos billones para el ferrocarril! Pero no es oro todo lo que reluce: haciendo números, resulta que esas cacareadas inversiones, en términos reales, no representaban un aumento sobre lo que se había venido haciendo en los últimos años. En castellano, el Gobierno iba a gastar en trenes lo mismo de siempre; llamaba inversión a lo que no era sino reposición y mantenimiento. Aplicar fondos de amortización, si se hubieran dotado, vamos.

Naturalmente, en el trasfondo del plan está implícito un catálogo entero de dogmas, que nadie tiene por qué molestarse en demostrar. Por ejemplo, no hay razones para cambiar el ancho de vía; el ferrocarril tiene que competir con los demás medios; hay que buscar la rentabilidad en términos de beneficio empresarial; la mejor estructura de la red es la radial; etcétera.

El plan recogía una larga serie de medidas; renovación de tendidos, mejoras en señalización, racionalización del gasto, informatización, etcétera, que son poco conocidas, y un detalle que viene a ser la guinda del pastel. Ha sido el centro de los esfuerzos propagandísticos de las administraciones implicadas. Me refiero, cómo no, al Nuevo Acceso Ferroviario a Andalucía, el NAFA. De todas las líneas de la llamada red básica, que soporta el grueso de los tráficos de la Red, la más manifiestamente mejorable es la de Madrid a Andalucía por Despeñaperros. El Gobierno incluyó en el plan la construcción de la variante de Brazatortas, una línea nueva que acorta sensiblemente el trayecto Madrid-Córdoba por Ciudad Real. Todo este recorrido se modifica para circular a gran velocidad.

En esto se seguía el ejemplo francés. El método es acercar las ‘provincias’ a Madrid construyendo una red radial de alta velocidad. Los trenes circulan muy deprisa por los tramos nuevos, y completan los recorridos sobre las líneas actuales. Las ganancias de tiempo son espectaculares, suponiendo que lo que te interesa es ir a París, o a Madrid para el caso.

En este contexto se planteó el ‘concurso del siglo’: había que comprar trenes y locomotoras de ancho ibérico para esta línea. Las multinacionales se reparten la tarta antes aludida. De paso engullen la industria autóctona. Todos estaban bastante contentos. Cuando la cosa estaba casi cocida, alguien que iba por el camino de Damasco se cayó del burro; al dar con la cabeza en el suelo vio una gran luz. No hay otra explicación posible: de la noche a la mañana, el Gobierno renuncia al antes mencionado dogma de la inmutabilidad del ancho de vía y lo que antes era negro se vuelve blanco blanquísimo, lavado con Persil. Pujol no se lo podía creer.

Considérense las implicaciones. Hablando sólo de la línea nueva, todo su material móvil ha de ser de ancho internacional, el acceso a Madrid se tiene que hacer nuevo, no se puede seguir viaje sin transbordo por el resto de la red, ha de plantearse a corto plazo la transformación del tramo Córdoba-Sevilla, y un largo etcétera.

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A partir de aquí, todo el mundo pierde el Norte y el M.Z.A. Solchaga comienza a mirar las etiquetas de precio de los juguetes. Se oyen los truenos en el Consejo de Ministros: los costes reales de la línea de Andalucía se están disparando muy por encima de los presupuestados. Esto, naturalmente, tiene poco o nada que ver con el ancho de vía; estaba ahí desde el principio.

Y está el pequeño problema del resto de la red. La línea Madrid-Córdoba en ancho internacional es un hecho consumado. Tenemos como punto de partida un cuerpo extraño conectado no se sabe cómo a otras líneas; los únicos precedentes son el F.C. de Langreo y la línea de Catalunya de los FF.CC. de la Generalitat. El primero, en aplicación de la antigua filosofía, fue estrechado a vía métrica; el segundo es exhibido por sus felices propietarios como un heraldo del futuro, la modernidad, la europeidad y todas las demás idades.

Hay varias opciones. La más radical sería convertir toda la red al ancho internacional cuanto antes. Esto es posible teóricamente, pero complejísimo técnicamente, y prohibitivo económicamente. La menos radical es dejar las cosas como hasta ahora, e ir construyendo poco a poco una red separada, superpuesta a la actual. Esta fue la solución japonesa; los famosos Shinkansen son de ancho diferente al tradicional de allí. En este contexto, lo más urgente sería conectar la línea de Madrid a Córdoba con la red francesa. Aquí surge el dilema: ¿quién será primero, Irún o Port-Bou? Se barajan cifras billonarias, se habla de financiación -y gestión- privadas, los ‘lobbies’ empujan como nunca. Curiosamente, todos siguen bastante contentos.

Hasta aquí, el planteamiento de la cuestión. Lo que sigue son especulaciones y opiniones mías; a lo sumo ‘educated guessing’, como dicen los ingleses.

Quizá no se hayan sopesado debidamente las consecuencias a corto plazo del cambio de ancho. Lo normal hubiera sido empezar desde la frontera francesa; la portuguesa será otra historia. Esto minimiza los transbordos y la necesidad de construir accesos nuevos a las ciudades. Se barajan una serie de soluciones técnicas; algunas ya conocidas, como el cambio de ejes o de bogies, o la potenciación de los Talgos con rodadura desplazable. Otras son innovadoras, como las traviesas de doble ancho o las ruedas de doble perfil. Y es que, se mire por donde se mire, el follón será mayúsculo e inevitable. A corto plazo, el ferrocarril se encontrará con una pérdida importante de clientes, que después habrá de recuperar.

Si continúa la misma tónica, uno de los escenarios posibles a medio plazo se obtiene postulando una concentración de los recursos disponibles en la parte rentable de la red, en detrimento del resto. En castellano: mientras pregonan la moderna y maravillosa red de alta velocidad, irán cerrando el resto de las líneas. Dentro de la península hay regiones de primera, segunda y tercera división; la Renfe, con muy buen ojo, tiene su red clasificada en tres clases, que sintomáticamente no se llaman primera, segunda y tercera, sino ‘básica’, ‘primaria’ y ‘secundaria’. Por más eufemismos que le echen, está claro que no habrá dinero para todo. Podemos anticipar una reducción de la población y del territorio servidos por el ferrocarril, según criterios de rentabilidad pura y dura.

En este contexto, lo que se podría esperar es que una parte de la red quede en la misma situación en que están los residuos de la otrora importante red de vía estrecha: un conjunto de apéndices de las nuevas líneas, en proceso de atrofia; resultado de la asfixia, por supuesto.

Hay otra consideración, muy importante a largo plazo: el ferrocarril no sirve sólo para transportar pasajeros; su negocio básico, desde siempre, ha sido mover mercancías. Con los procedimientos actuales, para exportar a Europa hacen falta vagones especiales. Apurando las posibilidades, podríamos preparar toda la flota de Renfe para circular sobre los dos anchos. Pero la gracia del cambio no es que los vagones ibéricos puedan ir a Europa, sino que los vagones europeos puedan venir aquí. A largo plazo, nos podríamos encontrar con una red que, en su conjunto, sería un apéndice de las líneas europeas, en proceso de atrofia, o de asfixia, lo mismo da. Un ferrocarril marginado e infrautilizado, reducido a unos tráficos muy concretos, mientras el grueso del negocio sigue -como hasta ahora, no lo olvidemos- circulando por carretera.

Recapitulemos. Los trenes de alta velocidad, ese hermoso material móvil, son apenas la epidermis del proceso. Incluso en términos de inversión, representan apenas una pequeña parte. Lo que pasa es que están en el escaparate de la juguetería. Las cuestiones a debatir son, por este orden, qué futuro se desea para el ferrocarril ibérico y el plan de inversiones para pasar de la realidad actual a ese futuro deseado. El cambio de ancho, las líneas de alta velocidad o la integración de los trenes de cercanías en redes intermodales han de mirarse a la luz de esas decisiones previas, que en ningún caso pueden tomarse partiendo de axiomas y menos aún de dogmas de fe.

Particularmente, soy totalmente partidario de la extensión del ferrocarril, en todas sus formas. Las líneas de alta velocidad son una alternativa para la gente que quiere llegar pronto a los sitios. Tienen más impacto ecológico que las tradicionales, pero menos que las autopistas. Hemos de dar facilidades para que los presurosos dejen el coche, a poder ser para chatarra: no sé de ninguna amenaza ecológica que esté causando ahora mismo tantas muertes, mutilaciones y lesiones como la carretera.

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Pero también soy partidario del mantenimiento y potenciación de los ferrocarriles ‘convencionales’, de vía ancha y estrecha. Y de los tranvías y de los metros. Y en general de todos los medios de transporte que circulen guiados por un trayecto fijo. Nuestros descendientes -‘if any’, como dicen los ingleses- se extrañarán ante nuestra costumbre de permitir a unos individuos en posesión de un trozo de papel rosa que circulen a su aire en unos vehículos potencialmente letales para ellos mismos y para terceros, sin más control que la Agrupación de Tráfico y la prudencia que se les supone.

Y es que los recursos para revitalizar el ferrocarril están ahí, están en los billones que se despilfarran en carreteras, en coches, en combustible fósil y, lo peor de todo, en remediar en lo posible las consecuencias de los accidentes de tráfico. Pero esto, como decía Kipling, es otra historia…

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