Publicado en cinco entregas en Ultima Hora, FDS,
el 7 de noviembre al 5 de diciembre de 2003
Por eso hay cinco ilustraciones de Pep Tur pendientes.
(1)
Aristóteles nos dejó dicho en su «Política» que las formas de gobierno se pueden clasificar en seis tipos, según el número de personas que ejerzan el poder y los objetivos que persigan. Así, vemos que el poder lo puede tener una sola persona, un grupo reducido o un grupo grande. Y, simplificando la cuestión al máximo, lo puede usar con fines «buenos» o «malos». Decidir si una conducta pública es buena o mala es una tarea filosófica.
Pues bien, el esquema peripatético nos dice que el buen gobierno de una sola persona es una monarquía. Si es malo, es una tiranía. Si gobierna bien un grupo pequeño, es una aristocracia. Si unos pocos administran las cosas públicas para su propio provecho, es una oligarquía. Si los representantes del pueblo forman una asamblea que dirige sabiamente el Estado, eso es una democracia. Y si deja de funcionar bien, se convierte en una demagogia.
Ya ve usted que, desde el punto de vista de Aristóteles, lo esencial no es que mande mucha gente o poca. Lo que importa de verdad es que el o los gobernantes sean virtuosos.
Aplicando el cuento a la historia de este país, los Borbones llegan al Trono de mala forma, ganando una guerra que marca unas diferencias entre vencedores y vencidos que aún perduran hoy. A continuación aplican la doctrina del despotismo ilustrado, que es aquello tan curioso de «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». La Revolución francesa cambia radicalmente la situación. Su lema es una «Libertad, igualdad y fraternidad», que empieza y acaba en el grupo o persona que controla – más o menos coyunturalmente – la guillotina. En muy poco tiempo vemos pasar por y sobre Francia todas las formas de Estado de Aristóteles, bajo los nombres de Convención, Triunvirato, y por fin el Imperio. Cuando Bonaparte se hace con todas las riendas del poder, pasa los Pirineos, depone a Fernando VII y lo reemplaza por un hermano suyo. Así y todo, la llamada guerra de la Independencia es en buena medida otra guerra civil. Por estos pagos, aún hoy, la expresión «afrancesado» resulta, digamos, descalificatoria.
Todo ello desemboca en la restauración de la monarquía, pero ya no es absoluta, sino constitucional. Eso se resume en que «el Rey reina, pero no gobierna». ¿Cómo se come eso? Si todos los ciudadanos somos iguales, ¿por qué uno nace diferente? ¿Qué tiene de especial esa familia? Etcétera.
Los intentos de responder esas preguntas – y otras más difíciles – pasan por una guerra civil, una república, una restauración, una dictadura, una «dictablanda», otra república… otra guerra civil… y otra dictadura. El general Franco, no habiendo tenido suficiente éxito, digamos, reproductivo en la salida lógica hacia su propia dinastía, usa un recurso poco original: otra restauración monárquica de la Casa de Borbón. Teóricamente, lo dejaba todo «atado y bien atado» al Glorioso Movimiento Nacional, pero las cosas ya se movían en otras direcciones.
Ahora volvemos a tener una monarquía constitucional, como en 1820. Lo curioso es que en este país no hay monárquicos. Haga usted el experimento de autodefinirse como tal en cualquier reunión. Todo el mundo se le echará encima, porque dónde se ha visto, es que usted no es demócrata, etc., etc. Eso sí, en este país hay muchos juancarlistas, que por lo regular ni siquiera son conscientes de serlo, y se comportan casi siempre como republicanos.
Don Juan Carlos, con muy buen criterio, siempre dice que está muy contento de ser tan popular, pero que lo importante no es su persona, sino la institución que encarna.
(2)
Volviendo al amigo Aristóteles, resulta que nuestra forma de gobierno actual no encaja en su clasificación. No es una verdadera monarquía, porque el Rey no tiene todo el poder. La nobleza, en el sentido puramente genealógico del término, sólo desempeña papelitos decorativos. Y tampoco responde mucho al concepto ateniense de la democracia.
Ello se debe al invento de la división de poderes, que se atribuye a Montesquieu. Ante la evidencia irrecusable de que los gobernantes no son virtuosos, porque el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, las Constituciones modernas establecen un sistema de contrapesos entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Se supone que se vigilan unos a otros. Como decían Juvenal y el Coronel Dabney, «quis custodiet ipsos custodes?», ¿quién vigila a los vigilantes?
Con la conocida frase «ahora se puede hablar porque hay democracia» no estamos afirmando que aquí gobierne «el pueblo». Sólo decimos que las autoridades respetan los derechos individuales, a saber, las libertades de expresión, de prensa, de reunión, de asociación, de pensamiento, etcétera.
Esto no es ninguna tontería. ¿Usted sabe qué era una «lettre de cachet»? ¿No? Pues mire, era un papel con la firma del Rey condenando a cualquier súbdito suyo, por ejemplo, a diez años de galeras. Eso se podía hacer tal que así, por real prerrogativa, durante el «Ancien Régime» de los Borbones en Francia. Sin acusación formal, sin proceso, sin derecho a la defensa y, por supuesto, sin apelación posible. No era cosa que ocurriera todos los días, pero podía darse el caso de que el Rey firmara alguna de dichas órdenes sin tener la más remota idea de quién era el interfecto, de por qué tenía que ir a galeras o de qué demonios estaba firmando. Esto pudo dar pie a diversas arbitrariedades.
Las galeras funcionaban como los campos de concentración nazis. Una tercera parte de los galeotes había muerto antes de cumplir tres años en presidio. Y eso sin contar los que morían en el camino de Marsella.
Los Borbones de ahora no mantienen tales usos. Se ha dicho en muchas ocasiones que las monarquías de hoy ya no representan a la nobleza, sino a la burguesía. De ahí que no resulte imprescindible que los herederos de las Coronas se casen con princesas de sangre azul. Las familias reales se han vuelto como las otras. No importa hablar de la monegasca, de la inglesa o de la noruega. De momento la española no va por el mismo camino, pero la próxima generación estará aquí dentro de nada.
(3)
En una república, cualquier ciudadano que cumpla los requisitos legales puede presentarse a las elecciones y, teóricamente, ganarlas. Eso, en sí, sólo prueba que sabe ganar unas elecciones. Aquí y ahora, bajo nuestra monarquía constitucional, demuestra también que ha sabido hacer carrera dentro de alguno de los partidos políticos existentes. Al menos para mí, no es evidente que sean las mejores escuelas de administración pública. Sus relaciones con los poderes fácticos, sus mecanismos de financiación, sus inconsistencias ideológicas, sus teorías sobre democracia interna… y sus prácticas… distan un largo trecho de los ideales platónicos, tan caros a los propagandistas profesionales del sistema.
Por contra, el heredero – o heredera – de una monarquía nace en una jaula de oro. Ojo al dato: el sustantivo es «jaula». Teóricamente, está educado desde la cuna para desempeñar las funciones propias de su rango. Como todo eso no se enseña en ninguna academia especializada, resulta que los casos particulares difieren mucho. Los más extremos suelen ser los más instructivos.
En 1918, el Emperador Carlos de Austria fue depuesto y tuvo que exiliarse con su familia. Murió prematuramente en 1922. Su hijo mayor, Otto de Habsburgo, se encontró con nueve años a la cabeza de la Casa Real y tuvo que espabilarse. Y lo debió hacer, porque es doctor en Derecho, habla seis idiomas – entre ellos el húngaro – y ha escrito catorce libros e innumerables artículos. Se casó en 1951 con la princesa Regina de Saxe-Meiningen. Ha sido europarlamentario desde 1979 hasta 1999. Como es natural, se presentó a las elecciones en las listas de un partido político. Tuvo un papel relevante en la caída del muro de Berlín y del Telón de Acero. Conoce a todas las testas coronadas de Europa. De hecho, ha debido estar en los bautizos de unos cuantos. Jamás contemporizó con Hitler, ni con Stalin. Se lleva bien con los americanos, cosa que no implica que esté de acuerdo con ellos en casi nada. Y es una de las poquísimas personas que puede tratar de igual a igual con el Emperador del Japón. No sé de nadie con mejores cualificaciones para representar a Eurolandia frente al resto del mundo.
D. Juan Carlos ya nació en el exilio y su educación también fue un tanto atípica. Si hubiera ido a la Universidad, quizá habría llegado a doctorarse. Pero todos somos hijos de una época, y en la suya los príncipes tenían otros menesteres. Se casó en 1962 con la princesa Sofía de Grecia y tiene dos hijas y un hijo, D. Felipe de Borbón y Grecia, que es príncipe de Asturias de toda la vida.
Volviendo a la falta de academias especializadas, ahora viene a cuento una cosa que le dijo el Rey a la periodista Selina Scott, en aquella memorable entrevista de 1992 para la cadena inglesa ITV. Venía a ser que el príncipe Felipe debía fijarse mucho en todo lo que hiciera él… porque no hay más doctrina aplicable a su trabajo diario que unas prácticas que el Rey se va inventando sobre la marcha. Cuando accede al Trono no es el sucesor de su padre ni de su abuelo, sino el de Francisco Franco, «Caudillo de España por la G. de Dios». No hay precedentes, ni teorías comprobadas. Por lo tanto, D. Juan Carlos está creando escuela todos los días. El alumno es el príncipe de Asturias.
(4)
D. Felipe de Borbón y Grecia ha sido educado desde la cuna como heredero de la Corona. El futuro de la institución depende en alguna medida de que D. Juan Carlos sea capaz de transferirle la aureola cuasi mágica que lo envuelve desde el famoso 23 de febrero. La transición no terminó hasta aquella noche.
Ya sabe usted que para mí el mundo de Tolkien es más real que la mayor parte de las regiones del planeta. Para mí, su historia es más verdadera que la mayor parte de lo que se despacha en el comercio como Historia con mayúscula. Que suele ser la propaganda de guerra de los vencedores.
En la Tierra-Media, la práctica totalidad de las estructuras políticas son monarquías hereditarias. Hay excepciones, pero son sólo aparentes y resultan ser supervivencias de la administración periférica de Arnor. En la Comarca, sin ir más lejos, el Mayor es un representante del Rey. El Thain es sólo el jefe de uno de los clanes tradicionales.
En «The Lord of the Rings», Tolkien nos ofrece varios modelos de «true nobility», de verdadera nobleza, encarnados en seres humanos admirables. Son monarcas hereditarios. Todos son muy conscientes de que su poder sólo se justifica por el papel social positivo que han jugado sus familias desde tiempo inmemorial. Siguen tres citas entresacadas del libro:
«A lesser son of great sires am I, but I do not need to lick your fingers.» Un descendiente menor de grandes antepasados soy, pero no necesito lamer vuestros dedos.
«And this I remember of B. as a boy, when we together learned the tale of our sires and the history of our city, that always it displeased him that his father was not king. How many hundreds of years needs it to make a steward a king, if the king returns not? Few years, maybe, in places of less royalty, my father answered. In Gondor ten thousand years would not suffice.» Y esto recuerdo de B. cuando era chico, y aprendíamos juntos la lista de nuestros antepasados y la historia de nuestra ciudad, que siempre le disgustó que su padre no fuera rey. ¿Cuántos cientos de años se necesitan para hacer rey a un senescal, si el rey no vuelve? Pocos años, tal vez, en lugares de menos realeza, respondió mi padre. En Gondor, diez mil no bastarían.
«Thus spake Ioreth, wise-woman of Gondor: The hands of the king are the hands of a healer, and so shall the rightful king be known.» Así habló Ioreth, mujer sabia de Gondor: Las manos del rey son las manos de un sanador, y así el rey legítimo será reconocido.
Los reyes, incluso en esta versión descafeinada de la Europa de hoy, son herederos de tradiciones multimilenarias. Son sucesores de gobernantes que, a los ojos de sus súbditos, han sido al mismo tiempo magos, sacerdotes, taumaturgos, o directamente seres sobrenaturales. Y no faltan ejemplos de ahora mismo: el Dalai Lama o el Aga Khan no tienen poder temporal, pero el rey de Marruecos y la reina de Inglaterra sí. Y ya lo dicen los hermanos Strugatski: qué difícil es ser dios…
(5)
En cierta ocasión le preguntaron a D. Juan Carlos qué pensaba de la reina Sofía, y él contestó que «es una gran profesional». Hoy en día, las funciones de la consorte de un Jefe de Estado no son fáciles. Antes eran bastante parecidas a las de cualquier señora de la alta sociedad. En Suiza había colegios especializados en educar debidamente a las hijas de las familias «bien». La vida privada de los monarcas no era noticia, entre otras razones, porque había muchos más que ahora. Y porque la prensa se regía por otros criterios.
No es fácil estar siempre bajo los focos. Como profesional del medio, doña Letizia ya está acostumbrada a salir en la televisión, cosa que produce un vértigo considerable. Es bueno que tenga aprobada esta asignatura. La imagen pública de una familia real tiene un valor de ejemplo que no guarda proporción con su papel en la vida política, porque su fuerza no emana de algo tan contingente como unas elecciones. Por eso ha sido posible restaurar la monarquía tantas veces.
El concepto de decencia es mudable. En 1936, el rey Eduardo VIII de Inglaterra tuvo que abdicar para casarse con Wallis Simpson, porque era divorciada. Si el actual príncipe de Gales se hubiera casado con Camilla, tal vez la familia real inglesa se habría ahorrado un buen montón de años horribles. Y nosotros, varias epidemias de «dianamanía», y una serie de escándalos que no se acaba nunca. Sus efectos sobre la moral privada de los consumidores de prensa amarilla y telebasura resultan difíciles de cuantificar, pero no creo que sean positivos.
Aquí y ahora, el príncipe de Asturias se casa con una divorciada y a casi todo el mundo, incluyendo la jerarquía católica, le parece maravilloso. Lo primero es que sean felices en su vida privada, y lo segundo que formen un buen equipo. Sólo se les pide que sean unos buenos profesionales.
Ya hemos visto a qué academia tan particular va el príncipe de Asturias. Doña Letizia Ortiz Rocasolano estudió en varias escuelas. Ha viajado a muchos lugares, entre ellos Méjico e Irak. Ha trabajado en bastantes medios de comunicación. El último ha sido RTVE, empresa sucesora de aquella que fue la mejor televisión de España. Y también la peor, porque era la única. Ya sabe usted que no tengo «tele» y que soy inveterado oyente de RNE. Mis programas favoritos son «Clásicos Populares», «Reserva Natural», «El ojo crítico» y «No es un día cualquiera». En cuanto a los informativos, no se me ocurre nada agradable que decir, y por lo tanto no diré nada. No tengo razones para creer que los de TVE sean mejores.
Aún así, es una lástima que doña Letizia no pueda seguir ejerciendo de periodista. Sus crónicas ganarían mucho con la información de primera mano que tendrá como reina. Ahora sólo nos queda esperar que publique sus memorias.
Dejando aparte la cuestión de si esta monarquía es más o menos legítima o más o menos democrática, desde los tiempos de Aristóteles se sabe que la calidad humana de los gobernantes influye, y mucho, en el resultado neto de la actividad pública. Por ejemplo, no consigo explicarme que el señor Aznar, que ha sobrevivido a un atentado con bomba, respalde una diplomacia que se basa mayormente en el misil Tomahawk. En cuanto a la familia real, me resultan simpáticos como personas. D. Juan Carlos no ha tenido una vida fácil, ni un trabajo sencillo. La reina tampoco, y es una gran profesional y una gran señora. Y tengo mucha afinidad con la Infanta Cristina, porque los dos somos barceloneses de adopción.
Mis mejores deseos para doña Letizia y el príncipe de Asturias. Una boda real nunca ha sido un cuento de hadas. Tendrán un trabajo asaz difícil. Creo que lo harán bien, porque la clave es la educación y ellos la tienen.
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