El "Informe Subercase"

 

(Ortografía modernizada)

 

Informe dado en 2 de noviembre de 1844 por una Comisión de Ingenieros de Caminos de la Dirección General del ramo,
y adaptado por ésta al proponer a la aprobación del Gobierno las condiciones generales
bajo las cuales se han de autorizar a las empresas de los ferrocarriles.

 

2 de noviembre de 1844. Gaceta de Madrid, de 21 de enero de 1845.

 

Si para los ferrocarriles hubiese establecida en España una legislación especial como en otras naciones, muy fácil sería evacuar el informe que V.S. ha pedido a la comisión sobre las propuestas que se han hecho para construir por empresa esta clase de obras en la Península. La comisión en tal caso no tendría más que examinar si las propuestas venían acompañadas de todos los datos y documentos que la ley exigiese, y si estos datos y documentos tenían las circunstancias que la misma hubiese prescrito. Pero nada hay establecido entre nosotros sobre el particular de ferrocarriles; encuéntrase además suma divergencia en los pliegos de condiciones propuestas por las compañías que hasta ahora han solicitado del Gobierno concesiones, o sean privilegios exclusivos para construirlos y explotarlos; advirtiéndose también que en casi todos estos pliegos de condiciones se tienen muy presentes, como es natural, los intereses de las empresas, o más bien de las compañías proponentes, dejando muy en descubierto los del Estado y los del público. Por todas estas razones la comisión ha creído que, antes de entrar en el examen especial de la propuesta de ferrocarril que motiva este informe, debía proponer a la Dirección y al Gobierno los principios generales que en concepto de la misma deben servir de bases a todas las concesiones de esta especie.

La comisión para emitir su dictamen ha tenido presentes los diversos medios que se han empleado en todas las naciones donde se han construido o se están construyendo muchos ferrocarriles, para subvenir a los gastos de su construcción, los diferentes sistemas que en las mismas se han adoptado y requisitos preliminares que se han exigido para proceder a su concesión definitiva cuando se ejecutan por empresas particulares en todo o en parte, y las opiniones que se han publicado por un gran número de economistas e ingenieros sobre la libertad más o menos lata que debe darse a las compañías empresarias de obras públicas, especialmente en este caso de los ferrocarriles.

En Bélgica se han hecho los ferrocarriles por el Gobierno; en Francia por el Gobierno y las compañías, tomando el primero a su cargo la parte más difícil y costosa, cual es siempre la explanación del camino y las obras de arte, dejando a las segundas la colocación de los ferrocarriles y la explotación con todo el material necesario al efecto; últimamente se ha recurrido además, en la misma nación, a la cooperación de las provincias y pueblos por donde pasa el proyecto. En Inglaterra todos los ferrocarriles han sido construidos hasta ahora exclusivamente por las compañías. En los Estados Unidos de América se han construido los ferrocarriles indirectamente por compañías y por los diferentes Estados de la Unión, siendo hasta ahora mayor la extensión construida por las compañías. En Rusia, en Alemania y en los demás Estados de Europa donde se ejecutan ferrocarriles, la regla general es construirlos por cuenta de la Administración; y en los que se hacen por compañías, casi siempre toma el Estado una parte más o menos considerable.

Al observar esta variedad de sistemas empleados para llevar a cabo la construcción de los ferrocarriles, naturalmente ocurre preguntar cuál de ellos sería el más conveniente. Y en efecto, esta cuestión ha llamado grandemente la atención de los economistas y de los gobiernos desde que la extensión que ha tomado este género de comunicaciones en algunos países, y el ardor con que es acogido en todos los otros, ha hecho prever que puede llegar un día en que, reducidos a nulidad todos los demás medios de conducción, ejerzan los ferrocarriles y sus compañías una especie de monopolio sobre un objeto tan importante y vital como es el transporte de todas las personas y mercaderías de un país. Unos están por la ejecución de estos caminos por empresas particulares, y otros opinan, por el contrario que deben hacerse por la administración pública. Sería demasiado prolijo, para un informe como éste, entrar en el examen crítico de las numerosas razones que se han alegado por una y otra parte; ellas han sido discutidas y dilucidadas ampliamente en las cámaras francesas y en las cámaras belgas, en los periódicos industriales y en un sinnúmero de obras dadas a luz sobre este objeto especial por ingenieros y publicistas distinguidos.

La comisión cree, en vista de todo, que la preferencia a favor de este o del otro sistema debe decidirse por las circunstancias particulares de cada país, ya con respecto a su riqueza agrícola, industrial y comercial, ya con respecto a las dificultades que presenta la superficie de su suelo para la abertura de estas vías de comunicación, ya con respecto a su población más o menos compacta, reunida en grandes centros o diseminada en pequeñas poblaciones; ya con respecto a la abundancia o escasez de capitales que hacen bajar o subir el interés del dinero de que necesitan grandes sumas estas empresas; ya finalmente, con respecto a la inclinación y hábito de sus habitantes a reunirse en asociaciones y arrojarse en especulaciones arriesgadas, y al conocimiento más o menos vulgarizado de los elementos necesarios para formarse una idea siquiera aproximada de los resultados de estas grandes empresas. Porque de la reunión de estas circunstancias en un sentido adverso o favorable depende que los ferrocarriles sean causa o efecto de la riqueza pública.

En el primer caso es evidente que la administración pública deberá tomar sobre sí el todo o parte de la construcción, a no ser que los elementos naturales de la riqueza del país sean tales que ofrezcan, con la esperanza de su pronto desarrollo mediante los ferrocarriles, una indemnización competente. Sin embargo, es necesario convenir que la posición económica de los gobiernos podrá obligarles algunas veces a admitir condiciones más o menos duras de parte de las compañías, a trueque de proporcionar al país, aunque sea incompletamente, este poderoso medio de prosperidad y civilización. Mas prescindiendo de las circunstancias particulares que pueden facilitar más o menos la formación de las compañías, o bien hacer necesaria la cooperación del Gobierno en todo o en parte, y considerando la cuestión de una manera abstracta y general, la comisión opina que donde quiera que el Gobierno tenga su crédito bien sentado es preferible ejecutar los ferrocarriles por cuenta del Estado. No caben aquí, como ya se ha dicho, las muchas razones en que puede apoyarse esta opinión; por consiguiente, prescindiendo de la conveniencia de que este resorte poderoso de acción administrativa, tanto en lo político como en lo militar, esté en las manos del Gobierno y sin detenernos en referir los abusos y vejaciones que han hecho sufrir al público la codicia y prepotencia de compañías poderosas, sólo diremos que la construcción por cuenta del Estado es el único medio de que los ferrocarriles produzcan completamente el efecto que de ellos se debe esperar; porque sólo de este modo se podrá conseguir que los transportes de personas y mercaderías se reduzcan al mínimo precio posible; esto es, a aquel en que los derechos percibidos produzcan lo estrictamente necesario para el sostenimiento del ferrocarril después de amortizado el capital que se empleara en su construcción; sólo de este modo podrán hacerse oportunamente en las tarifas las variaciones convenientes en beneficio de ciertos artículos, naturales o manufacturados, cuya extracción o importación convenga fomentar, o las que sean necesarias para obtener un justo equilibrio entre los ingresos y los gastos del ferrocarril, y para hacer entrar inmediatamente al público en el goce de todas las mejoras, economías y adelantamientos que continuamente se hacen en todos los objetos que constituyen los gastos de entretenimiento y explotación de los ferrocarriles.

Jamás se podrá llegar a este resultado por medio de las compañías; las cuales precisamente han de ganar algo después de satisfechos aquellos gastos; y su tendencia naturalmente egoísta es y será siempre la de obtener las mayores ganancias posibles dentro del máximo de tarifa que se les haya concedido. Alguna vez para conseguir este objeto les convendrá rebajar el límite señalado, pero será siempre para hacer pesar sobre la generalidad de la industria la mayor contribución posible en recompensa del beneficio que realmente la hacen, aunque sin cuidarse mucho de que éste sea grande o pequeño; porque a la verdad, su incumbencia no es cuidar de los intereses de los pueblos, sino de los suyos propios. El Gobierno, por el contrario, no tiene otros intereses a que atender más que los públicos; por consiguiente puede y debe rebajar las tarifas hasta el punto que antes hemos indicado, y aún podrá pasar más adelante, porque podrá cargar sobre los fondos generales una parte de los gastos de entretenimiento, siempre que el beneficio que estos fondos produzcan en el fomento de la riqueza pública indemnice completamente de aquel gasto, como podrá suceder en algunos casos. Esto manifiesta también que el Gobierno puede emprender con grande utilidad de la nación muchas líneas de ferrocarril que para una empresa serían ruinosas, porque no les producirían ningún dividendo; el dividendo de los Gobiernos consiste únicamente en el aumento de la riqueza pública y del bienestar de los gobernados; y he aquí la principal razón por la que una administración fuerte y acreditada es preferible a las compañías para la construcción de ferrocarriles.

La nación belga, que entre todas la naciones del mundo es quizá la que reúne circunstancias más favorables para la formación de compañías, ha acordado sin embargo hacer los ferrocarriles por cuenta de la administración pública, así como se habían ejecutado ya en la misma casi todos los canales de navegación; las tarifas de los ferrocarriles belgas son en consecuencia las más bajas que se conocen, y aún puede esperarse que se disminuyan con el tiempo.

Cuando la administración de un país, por no poder o no querer sufragar por sí misma a la creación de los ferrocarriles (que pueden considerarse ya como una necesidad pública vital de las naciones civilizadas), recurra para este efecto a las compañías, debe procurarse que sea bajo condiciones que concilien las pretensiones siempre exageradas de éstas con los intereses públicos, que no tienen en tales contratos más defensor que el Gobierno. Es menester no dejarse alucinar por la idea hipócrita de que van a emplear sus capitales en beneficio público; porque si bien esta proposición es cierta, para completarla debería añadirse, con el objeto de apropiarse la mayor parte posible de las utilidades producidas, dejándole al público solamente el goce de aquella parte que sea compatible con su máximo dividendo.

Ahora bien, este dividendo es una contribución que gravita sobre la masa de los intereses públicos; es a la verdad una parte de la riqueza creada por el ferrocarril, que representa el premio industrial de los que lo construyeron a sus expensas, dejando aún otra parte a beneficio de la nación; pero esta última parte será la mínima posible si no se pone freno a las compañías.

Las tarifas determinan esta distribución de las utilidades de ferrocarriles entre el público y las compañías, por consiguiente cuando éstas son árbitras absolutamente de señalar las tarifas y de variarlas a su antojo, y aun cuando sólo puedan hacerlo bajo de una tarifa máxima que se haya estipulado, es claro que la tarifa subirá o bajará hasta tanto que la distribución expresada sea la más favorable a la compañía. Justo es y conveniente que las compañías ganen, y que ganen mucho; pero todas las cosas deben tener su límite, y mucho más aquí donde los beneficios de la compañía contribuyen de dos maneras a disminuir los beneficios del público: la primera por la mayor retribución que pagan las personas y efectos que transitan por el camino bajo el régimen de dicha tarifa; y la segunda y más importante, por el gran número de personas y de efectos que no la pueden soportar, a lo menos en toda la extensión de la línea de ferrocarril. Tal producción de la agricultura o de la industria que con los derechos de la tarifa establecidos podrá entrar en concurrencia a treinta leguas de distancia, podría tener la misma ventaja a sesenta u ochenta si las tarifas se redujesen a la mitad; tal obrero o artesano que podría llevar la fuerza de sus brazos y de su inteligencia a puntos en que hace falta, y donde podría encontrar su subsistencia y la de su familia, no podrá verificarlo porque se lo impide la altura de las tarifas.

El dividendo que perciben las compañías, disminuyendo el transporte de hombres y de mercaderías dificulta la distribución del trabajo físico e intelectual, desalienta la producción agrícola y fabril; disminuye la riqueza y los goces de todas las clases de la sociedad; paraliza hasta cierto punto todos los buenos efectos que debían esperarse de los ferrocarriles; no deja apreciar a los habitantes del país todo el valor y mérito de este admirable descubrimiento, y por una especie de fuerza repulsiva coloca los pueblos a mayor distancia de la que debieran tener, para todos los efectos indicados, en virtud de la construcción del ferrocarril. Deber es, por consiguiente, del Gobierno precaver estos perniciosos resultados cuando lleguen a hacerse demasiado sensibles, en el caso posible de ganancias exorbitantes de una empresa. Porque sería chocante, por cierto, que la admirable y magnífica invención de los ferrocarriles, que tantos bienes pueden producir a la Humanidad, sirviese únicamente para engrosar sin límites a un corto número de grandes capitalistas; quienes fijando las tarifas en el punto en que mayores ganancias les pueden producir, dejasen solamente al público aquella parte de beneficios que ellos mismos no pueden explotar sin suicidarse, y lo que es peor aún, disminuyen en gran parte la suma de los bienes públicos que el ferrocarril debiera producir.

Para remediar hasta cierto punto estos graves inconvenientes se establece en todas partes entre las condiciones de la empresa una tarifa máxima. Pero como el cálculo del coste de las obras no puede ser más que aproximado; como los datos estadísticos que sirven para regular el producto de los transportes de personas y mercaderías que podrán hacerse por el camino inmediatamente después de construido, estén sujetos aun a mayor incertidumbre; como el impulso que recibirán la agricultura, la industria, el comercio y la movilidad de las personas por la existencia del ferrocarril sean casi imposibles de prever, suele darse mucha latitud a esta primera tarifa para que no sean perjudicados los intereses de la empresa en los primeros momentos, cuando los productos líquidos han de ser necesariamente menores y casi siempre las mismas empresas las rebajan por su propio interés.

Esto manifiesta que esa primitiva tarifa no es muy importante, así es que en Prusia se deja por los tres primeros años de la concesión al arbitrio de las compañías, y luego se fija por el Gobierno con más conocimiento de los productos del camino y de las utilidades de la empresa. En lo que importa fijar la atención no es tanto en la cuota de las tarifas, cuando en el producto líquido que percibe la empresa después de satisfechos todos los gastos, porque con tarifas muy bajas se pueden obtener a veces más bien que con las altas ganancias exorbitantes, lo cual prueba que aun podrían rebajarse más en beneficio público, sin privar a la compañía de ganancias considerables, pero contenidas dentro de límites razonables.

Para conciliar, pues, cuando llegue un caso semejante, los intereses de la empresa con la utilidad pública, única causa que pueda autorizar las concesiones a las cuales acompaña la facultad de desposeer a millares de propietarios y todos los demás derechos en que la empresa subroga al Estado, se ha reconocido en todos los países la necesidad de reservarse el derecho de revisar las tarifas en ciertas épocas y circunstancias para rebajarlas, si fuese necesario, bien que haya diferencia en la manera de verificar esta revisión o reforma.

En Francia, donde por punto general el gobierno hace el camino, y las compañías sólo se encargan de la explotación, la cual se adjudica en pública subasta, no cabe el derecho de revisión. Pero cuando las compañías lo hacen todo por su cuenta, aun en ferrocarriles de poca importancia que sólo sirven para el servicio de las minas (como es entre nosotros el que se ha propuesto construir desde San Juan de las Abadesas a Rosas), se ha establecido el derecho de revisión de las tarifas, en unos contratos de veinte a veinte años, y en otros posteriores de diez en diez.

En Prusia se ha establecido, por principio general, que la revisión de peajes se hará en períodos de tres a diez años cada uno, según los disponga el gobierno; en cuanto a la explotación se admite la libre concurrencia, dejando a las compañías la facultad de fijar el derecho que han de pagar los concurrentes, con tal que su producto no pase de un diez por ciento del capital empleado para los transportes.

En Bélgica se ha dicho ya que los ferrocarriles generalmente se hacen por el Estado; pero en los pocos que ejecutan las compañías, como el de Sambre y Meuse, se establece por condición que la tarifa podrá ser temporal y sujeta a revisión de común acuerdo en épocas determinadas.

En Inglaterra, sin embargo del sistema allí seguido de no mezclarse nunca el gobierno ni las cámaras en los asuntos de las compañías después de hecha la concesión, se ha propuesto muy recientemente por una comisión del Parlamento encargada de examinar un "bill" sobre los ferrocarriles presentado por el gobierno, que la revisión de las tarifas, en los caminos que se hagan en lo sucesivo, podrá verificarse cada veinte y un años en lugar de cada quince que proponía el gobierno, siempre que en dichas épocas el beneficio de las compañías llegue a un diez por ciento, garantizándolas este diez por ciento hasta la revisión inmediata.

En los Estados Unidos de América, a pesar de la grande libertad en que se deja a las compañías hasta el punto de no fijarlas generalmente los derechos de tarifas, se reservan siempre los gobiernos respectivos el derecho de reformar las establecidas por las mismas, cuando los beneficios llegan a un quince o a un diez por ciento del capital. En el modo de hacerlo hay grande variedad según los Estados; en muchos se previene que las tarifas impuestas por las mismas compañías sean tales (subiéndolas o bajándolas) que los dividendos no pasen nunca del quince o del doce por ciento. En el Estado de Virginia se establece que cuando la compañía se haya reintegrado de su capital con un interés anual del seis por ciento (cualesquiera que hayan sido hasta entonces las tarifas) deberán reducirse éstas en términos que los dividendos no pasen de un seis por ciento.

Fundada la comisión en estos principios teóricos y prácticos, no puede menos de proponer que se introduzca la revisión de las tarifas como condición indispensable de todas las concesiones que se pidan. Quizá pasará mucho tiempo antes de que llegue el caso de hacer esta reforma de tarifa en España; quizá no llegue nunca, lo cual sería muy mala señal; pero de todos modos conviene hacer esta reserva para no crear derechos que luego causan embarazos, porque o se han de destruir por medios que pueden parecer violentos, o es necesario sacrificarles el bien en general. La comisión cree, sin embargo, que en atención al mayor interés del dinero en nuestro país, debía fijarse en un doce por ciento el dividendo que perciban los accionistas para que haya lugar a la revisión en lugar de lo que sirve de regla para esta operación en casi todos los demás países. Cree también que podrá diferirse la primera revisión o reforma hasta que se cumplan los quince primeros años después de hecha la concesión, cualesquiera que sean los dividendos que en este tiempo haya obtenido la compañía, y en lo sucesivo podrán revisarse de cinco en cinco años si los dividendos llegasen al doce por ciento. Sin embargo, la comisión opina que estos dividendos y períodos podrán variarse según las circunstancias de los proyectos, y por lo tanto deja indeterminados estos números en el pliego de condiciones generales que somete al juicio de la Dirección.

A pesar de todas estas precauciones se ve claramente que los ferrocarriles en manos de las compañías nunca producirán completamente el efecto que de ellos podía esperarse para la prosperidad del país, y que para esto sería necesario, como ya tenemos dicho, que se ejecutasen por cuenta de la administración pública. Esta es ya la opinión casi general de todos los gobiernos que poseen ferrocarriles, desde que multiplicadas considerablemente las líneas de éstos en algunos países han hecho concebir la posibilidad de que este medio de conducción absorba todos los demás, como se observa ya en las líneas construidas hasta ahora.

¡Y sería cosa extraordinaria por cierto e inconcebible que la prosperidad general de una nación, el fomento de todas sus industrias, el invento admirable que concentra su población, sus recursos y su fuerza en un corto espacio, el instrumento más poderoso de la acción administrativa, política y militar del gobierno estuviese sujeto a la especulación interesada, al monopolio de un corto número de compañías particulares! Para evitar tamaña monstruosidad todos los gobiernos que no han podido o no han querido hasta ahora construir por sí mismos los ferrocarriles, han procurando dejar la puerta abierta en las cláusulas de concesión para poder adquirir la propiedad de los mismos en una época más o menos remota indemnizando competentemente a las compañías. El gobierno inglés, que hasta ahora había hecho todas las concesiones de obras públicas a perpetuidad, ha conocido al fin los inconvenientes que esto puede tener con respecto a los ferrocarriles, y ha propuesto un "bill" para apropiarse todos los ferrocarriles mediante indemnización. Aunque en un país donde se respetan sobre todas las cosas los derechos adquiridos, se han encontrado inconvenientes en acceder por ahora a esta propuesta respecto a los ferrocarriles ya construidos sin esta condición, no parece que los hay en cuanto a los que se construyan en lo sucesivo, haciéndose la adquisición con arreglo a las bases siguientes, a saber: que a los veinte y un años después de construido podrá el gobierno comprar un ferrocarril cualquiera con todos sus accesorios, avisando a la compañía tres meses antes, y pagando una suma igual a los beneficios anuales de veinte y cinco años, regulados éstos beneficios por un término medio de los obtenidos en los tres años últimos. Si este término medio pasase de un diez por ciento, no se abonará más que a razón de un diez por ciento.

En Bélgica se ha establecido que un ferrocarril construido por una compañía podrá ser adquirido por el gobierno, pasado un cierto número de años de la concesión, por el precio en que se le valúe tres meses después de concluido, más una prima, que en el camino de Sambre y el Meuse se ha fijado en veinte y cinco por ciento del precio mencionado.

En Francia se establece para las compañías que se encargan de poner ferrocarriles y el material de explotación, mediante subasta, que el gobierno podrá rescindir el contrato en cualquiera época (después de un corto número de años de hecha la concesión) pagando a la compañía en cada año de los que falten hasta la expiración del contrato una cantidad determinada, según ciertas reglas, por el término medio de los beneficios que ha obtenido la compañía en los últimos siete años anteriores a la rescisión.

En América los diferentes Estados de la Unión se reservan siempre el derecho de hacerse propietarios de los ferrocarriles mediante el reembolso de su valor, más una prima.

En Prusia se reserva el gobierno el derecho de adquirir el camino con todo el material de explotación y fondos de reserva a los treinta años después de concluido, mediante una indemnización de veinte y cinco anualidades que se determinan por un término medio de los cinco años últimos.

La comisión por consiguiente ha creído que debía conservarse al gobierno, entre las cláusulas de la concesión, la facultad de adquirir la propiedad del camino, pasado que sea cierto número de años contados desde el día de la concesión, abonando a la compañía una renta por cada uno de los años que falten hasta expirar aquélla. Esta renta se determinará por un término medio del producto líquido entre los cinco años últimos; pero no podrá pasar de un doce por ciento aunque dicho término medio sea mayor.

Otra cuestión que se presenta naturalmente después de construido un ferrocarril, es si su explotación ha de pertenecer exclusivamente a los propietarios del mismo, o si por el contrario deberá ser libre como en los caminos ordinarios, mediante un peaje que se considere suficiente para subvenir a los gastos de conservación, cuando el propietario es el gobierno; a lo que deberá añadirse el interés ordinario del capital, más el dividendo que se estime justo cuando el camino pertenece a una empresa, sin perjuicio de que la empresa misma y el gobierno, en su caso, puedan concurrir a la explotación.

Desde luego pudo pensarse que la libre concurrencia por sí sola debería fijar el precio mínimo de los transportes bajo una tarifa dada de peajes; y así es que se halla expresamente autorizada esta concurrencia total o parcialmente casi en todas partes. Pero esta disposición de la ley no siempre ha producido el efecto que se esperaba. En Inglaterra, por ejemplo, donde en todas las cédulas de concesión se autoriza expresamente la libre concurrencia, no se ha verificado ésta en ninguna línea. Y la razón es porque no sucede aquí lo mismo que en los caminos ordinarios y en los canales, cuyos vehículos son sencillos, fáciles de construir y de manejar y poco costosos; lo contrario sucede bajo todos estos conceptos en los ferrocarriles, y además los convoyes deben estar sujetos a una policía rigurosísima respecto a las horas de entradas y salidas y al régimen de su velocidad en todo el viaje, pudiendo resultar de cualquiera falta sobre estos particulares accidentes funestísimos. Estos accidentes son más fáciles de evitar cuando una sola compañía, o bien el gobierno, explota el camino que cuando se hace la explotación por varias compañías rivales.

Sin embargo, la comisión, aunque conoce que se necesitaría alguna más vigilancia, no juzga que sean tan grandes los riesgos de esta rivalidad ni tan difíciles de evitar como se ha ponderado por algunos, puesto que esta concurrencia está admitida o más bien prescrita en todas partes, y practicada en muchas por las compañías propietarias de ramales o prolongaciones de un camino perteneciente a otra compañía, a la cual se concede recíprocamente el mismo derecho en aquellos ramales y prolongaciones. ¿Por qué ha de haber, pues, mayor dificultad en el concurso de otras compañías que no sean propietarias de ramales y prolongaciones?

La Prusia no se ha arredrado por lo que se ha dicho sobre el particular, ni por el poco efecto que ha producido esta libre concurrencia, autorizada generalmente en Inglaterra y en los Estados Unidos. Y así en su ley general sobre los ferrocarriles que se hayan de construir por empresas, se admite como principio la libertad de concurso. La principal dificultad para que esta concurrencia se verifique y sea eficaz en la rebaja de los precios, la encuentra la comisión en la costosa adquisición y manejo del material indispensable para hacer esta explotación; en el crecido peaje que es necesario satisfacer a las compañías propietarias para indemnizarlas de sus gastos y anticipos, y principalmente en la repugnancia con que éstas admiten la concurrencia de compañías puramente explotadoras, que sólo vienen a partir con ellas las utilidades del camino y a obligarlas quizá a hacer una rebaja en los precios de conducción. Por lo mismo procuran ahuyentarlas por cuantos medios están a su alcance, negándolas, digámoslo así, el agua y el fuego. En Inglaterra no ha faltado quien haya pretendido hacer uso del permiso que le concedía la ley; pero la empresa propietaria no le ha permitido tomar agua ni carbón en sus depósitos, ni hacer uso ninguno de sus paradas, de sus estaciones ni de sus almacenes.

Preguntados algunos directores de compañías sobre este particular, en una comisión del Parlamento (nombrada a efecto de averiguar cuáles eran las facultades que el Estado había concedido a las empresas de ferrocarriles, y cuál el uso que éstas hacían para beneficio del público y para facilitar las comunicaciones interiores), contestaron francamente que, si bien las actas de concesión les obligaban a admitir la concurrencia de otras compañías, no les prescribían que hubiesen de proporcionarlas el agua ni los demás auxilios indispensables para la explotación, y por tanto se creían autorizados para negarlos. Sólo les quedaba, pues, un recurso a los explotadores que era el de construir pozos, paradas, estaciones, almacenes, etc., por su cuenta, con todas las dificultades y gastos que ofrecen en Inglaterra la expropiación de terrenos necesarios para el efecto, y arrostrar además todos los inconvenientes de una lucha abierta con empresas poderosas. Nuestros empresarios de algunos ferrocarriles han sido más cautos, han querido evitar hasta esa posibilidad, introduciendo en la cédula de concesión una cláusula desconocida hasta ahora en todas partes, en que se pide la facultad exclusiva de construir pozos y fuentes en las inmediaciones del ferrocarril, así como las fábricas, almacenes y demás edificios necesarios para el servicio del mismo.

He aquí el ejemplo de la explotación establecida legalmente (aunque de un modo indirecto) y establecido para siempre, puesto que la propiedad del camino, según los mismos empresarios proponen, les ha de pertenecer perpetuamente, y además sin medio ninguno de corregir sus efectos, puesto que tampoco se habla en ninguno de los artículos propuestos por los mismos del derecho de revisión de las tarifas.

La comisión que ha propuesto ya la facultad de apropiarse el camino por el Estado y la de reformar las tarifas, una y otra en los términos que ha creído convenir a nuestras circunstancias particulares y desventajosa posición económica, no insistirá en que se introduzca también de un modo expreso entre las condiciones del contrato esta tercera garantía de los intereses públicos, fundada en la libre circulación; y se contentará con exigirla solamente para las empresas de ramales o prolongaciones de los caminos que se propagan, o para otros caminos también principales que entronquen con los mismos, en la parte que sea común a ambos; pero no entrará nunca en el escándalo de que se sancione explícitamente el monopolio de explotación o de que se adopten artículos que indirectamente lo establezcan, como es el indicado arriba sobre la facultad exclusiva de construir pozos y fuentes, fábricas, almacenes y demás edificios en las inmediaciones del camino.

Si la comisión accede a que no se haga mención de la libre concurrencia, no es porque no la encuentre establecida expresamente, como ya lleva dicho, en otros países juntamente con las otras dos garantías, sino porque está persuadida, por las razones arriba expuestas y por lo que ha manifestado la experiencia, que su efecto en beneficio del público sería muy poco eficaz, particularmente en España; porque además incomodaría mucho a las compañías, y sobre todo porque la revisión de las tarifas (si es frecuente) paralizaría en gran manera los fatales efectos del doble monopolio que se ejerce casi inevitablemente sobre los transportes en la explotación de los ferrocarriles por empresas particulares.

Decimos  doble  monopolio porque en efecto, tiene lugar bajo dos aspectos enteramente diversos, pero simultáneos; el primero porque destruye todos los demás medios de conducción que existían en la zona de terreno a donde alcanza la influencia del ferrocarril; y el segundo, porque después de atraídos a esta vía todos los efectos transportables los conduce por ella sin competidor de locomoción y sin más freno en su exigencia que la tarifa estipulada. Mas esta tarifa, que pudo ser moderada y justa cuando se estipuló, suele hacerse muy pronto excesiva e insoportable relativamente al nuevo orden de cosas; porque, según hemos indicado ya, los productos de los ferrocarriles aumentan generalmente con mucha rapidez, al mismo tiempo que disminuyen considerablemente los gastos de explotación y entretenimiento.

Todas estas razones no solamente confirman lo que tenemos dicho sobre la necesidad imprescindible de la revisión de tarifas, sino que demuestran también la conveniencia de que este derecho de revisión empiece a ejercerse muy pronto después de concedido el privilegio, y de acortar cuanto sea posible los períodos en que deba repetirse, a fin de que el público (en cuyo obsequio se hacen las concesiones, y que en último resultado es quien paga los ferrocarriles y las ganancias de sus empresarios) participe de las ventajas que proporcionan a las empresas las economías y mejoras que sucesivamente se hagan en esta industria naciente de los ferrocarriles.

La comisión ha creído que debía detenerse algún tanto sobre estos puntos capitales, porque son poco conocidos entre nosotros, porque no se ha contado con ellos en el pliego de condiciones que se ha sometido a su informe, porque son el fundamento de los principales artículos que la comisión añade a dicho pliego, y finalmente porque constituyen las principales garantías de los intereses públicos contra las pretensiones, casi siempre excesivas, de las compañías cuando es preciso recurrir a ellas para ejecutar los ferrocarriles.

Las observaciones que preceden recaen principalmente sobre los artículos 27, 33 y 34 del pliego de condiciones. Los demás artículos no son de tanta importancia para los intereses generales del Estado y del público, y es fácil comprender el objeto a que se dirigen, el efecto que han de producir y la conveniencia o necesidad de introducirlos en dicho pliego, y de que formen parte de todas las estipulaciones de esta especie. Así se ha verificado, salvas algunas pequeñas diferencias, en las concesiones más recientes otorgadas en otros países, señaladamente en Francia, cuyas líneas de ferrocarriles es posible que se enlacen con las nuestras antes de muchos años.

Sin embargo, la comisión se cree obligada a dar explicaciones sobre algunos de dichos artículos, y más particularmente sobre el 6º, 7º, 8º y 9º, porque refiriéndose a disposiciones puramente facultativas, no es tan fácil que todos comprendan su necesidad e importancia. En el articulo 6º se determina la anchura que deberá darse a todos los ferrocarriles que se concedan, así como la distribución de esta anchura total entre las vías y entrevías, señalando seis pies para las primeras entre los bordes interiores de las barras. Desde luego se ve la conveniencia de que todos los ferrocarriles tengan la misma anchura, y particularmente las vías, porque de lo contrario, cuando dos caminos lleguen a ponerse en comunicación, como ha sucedido con frecuencia, es imposible que las locomotoras y trenes de uno continúen su viaje por el otro, siendo necesario para el efecto transbordar las mercaderías y personas a otro tren del nuevo camino, lo que ocasiona dilaciones, gastos y otros inconvenientes de consideración, a no ser que una de las empresas prefiera reformar su camino dándole las anchuras de aquél con quien entronca. En los países donde se han construido muchos ferrocarriles se ha visto que los caminos más distantes entre sí, los más aislados, los que nadie pudiera discurrir cuando se construyeron que habían de ponerse en comunicación, han llegado, sin embargo, a estarlo con el tiempo por el intermedio de muchas empresas de ferrocarriles que los han enlazado; y entonces se han lamentado con frecuencia los graves inconvenientes de esa falta de uniformidad que nada hubiera costado establecer con un poco de previsión, mucho más cuando ya en los canales de navegación se habían notado inconvenientes semejantes por la misma falta.

Nosotros que entramos de nuevo en esta carrera, debemos aprovecharnos de los adelantamientos ajenos, y evitar los descuidos de los que en ella nos han precedido. No es esto decir que no haya casos excepcionales en que se puedan permitir otras anchuras, como en los caminos de poca extensión, que sólo sirven para explotación de alguna mina, o en los de otro establecimiento industrial, o en los que partiendo de un punto inmediato a la costa, terminan inmediatamente en ella; y generalmente en los que se vea claramente que no pueden nunca formar parte o entroncar con otras líneas de grande extensión; por eso en el segundo párrafo de este artículo se deja abierta la puerta para hacer en la regla general las modificaciones que aparezcan suficientemente fundadas. Demostrada ya la conveniencia de que haya uniformidad en las dimensiones transversales de todas las grandes líneas de ferrocarriles, es claro que deben adoptarse las que los principios teóricos, confirmados por el buen éxito de su aplicación a los caminos más recientes, designan como más ventajosas. El ancho de vía generalmente empleado hasta pocos años hace, y que aún se emplea en muchas partes, es de 5 pies y 17 centésimas; pero en un país virgen, donde se empieza a establecer un sistema de ferrocarriles, debe adoptarse una anchura que permita caminar por ellos con toda la rapidez y seguridad que pueden obtenerse con las últimas perfecciones que han recibido las locomotoras. Para este efecto conviene aumentar el ancho de las vías, y ésta es la tendencia que generalmente se observa en el día. Así vemos en el camino de Londres a Yarmouth una vía de 5,45 pies; en el Dundee a Arbroath y de Arbroath a Forfar de 6,03; en el de Great Western de 7,64, y en el de San Petersburgo a Tsárskoye Seló de 6,57.

La comisión del Parlamento inglés encargada de informar sobre un sistema general de ferrocarriles en Irlanda, proponía 6,75 pies.

Nosotros hemos adoptado 6 pies porque, sin aumentar considerablemente los gastos de establecimiento del camino, permite locomotoras de dimensiones suficientes para producir en un tiempo dado la cantidad de vapor bastante para obtener con la misma carga una velocidad mayor que la que podría conseguirse con las vías de 4,25 pies, propuestas por una de las empresas que ha hecho proposiciones al Gobierno; y mayor también de la que podría emplearse con las de 5,17 pies que más frecuentemente se han usado hasta ahora; consiguiéndose además que sin disminuir la estabilidad se puede hacer mayor el diámetro de las ruedas, lo que también conduce a aumentar la velocidad.

La entrevía de 6 pies y medio que se propone en el mismo artículo, es la que está generalmente adoptada en el día para evitar desgracias; y las demás dimensiones también están generalmente admitidas, aunque sean algo mayores de lo que es rigurosamente necesario, para evitar gastos de consideración si con el tiempo se reconociera la utilidad de dar a las vías mayor anchura.

En el artículo 7º se fija en uno por ciento el máximo de las pendientes. Aunque este límite de las pendientes no se encuentra legalmente autorizado en las concesiones de otros países, y aun cuando el que hasta hace muy poco tiempo se ha establecido está muy distante del nuestro, que deja mayor latitud a los empresarios, lo proponemos con toda confianza, seguros de que usado con prudencia no perjudicará ni a la seguridad ni a la explotación del camino. Porque hay muchos caminos construidos y explotados con buen resultado en que las pendientes pasan de este límite; además de que la construcción actual de las locomotoras y la organización de la explotación permiten subir por estas pendientes sin una notable disminución de velocidad. Por otra parte, de no dejar esta latitud, el costo primitivo del camino podría ser excesivo en algunos casos, y habría por consiguiente de tardar más la compañía en sacar el justo beneficio debido a su industria y el público en percibir sus ventajas.

En el artículo 8º fijamos por punto general en 1.000 pies el límite de los radios de curvatura. Bien sabemos que en algunos puntos de este o del otro camino inglés se emplean curvas de menor radio, las cuales son recorridas por los convoyes; pero no podemos menos de advertir que esto se verifica siempre disminuyendo considerablemente la velocidad en el tránsito por dichas curvas, porque de lo contrario, además de destruirse rápidamente el material del camino y el de explotación por los rozamientos, podrían ocurrir accidentes lamentables, tales como descarrilar o romperse los ejes. En el empalme, por ejemplo, del camino de Grand Junction con el de Liverpool a Manchester, donde se ha empleado una curva de 504 pies de radio, se han roto diferentes veces los ejes de las locomotoras, no obstante que se disminuía la velocidad al llegar a este punto; mas para evitar nuevos accidentes, ha sido necesario disminuirla mucho más. Las curvas de menor radio, como de 215 y 252 pies, casi no se emplean más que en las entradas de las estaciones; ni es probable que se empleen hasta que la experiencia sancione el sistema de carruajes de Arnoux u otro equivalente.

 

 

Consentir que todas o la mayor parte de las curvas pudiesen hacerse de un radio muy corto en un camino donde puede haber muchas y consecutivas equivaldría a disminuir bastante la velocidad, porque ya hemos visto que no puede pasarse por ellas sin moderar notablemente la marcha. Mas prescindiendo de éste y los demás inconvenientes y peligros que hemos indicado, debe tenerse presente que basta una pequeña depresión del carril exterior (depresión que es muy frecuente, particularmente en los terraplenes recién ejecutados) para neutralizar en parte o totalmente los efectos de la conicidad, de la elevación del carril exterior, y de todos los demás medios empleados hasta ahora para disminuir los fatales efectos de las pequeñas curvas.

Por todo lo dicho, y no queriendo por otra parte aumentar considerablemente los gastos del primer establecimiento, hemos creído conveniente adoptar el radio mínimo de 1.000 pies, y no obstante de ser en otras partes mucho mayor el límite prefijado.

En Francia, el mínimo que últimamente se permite en los caminos de alguna importancia es de 1.800 pies, y en Inglaterra, salvo en casos excepcionales, son aún mucho más exigentes. No obstante las consideraciones que preceden y de la mayor latitud que se concede a nuestros empresarios en las pendientes y curvaturas, se deja abierta la puerta en el artículo 9º a todas las exigencias que éstos puedan tener en casos excepcionales, y que estén fundadas en razones poderosas de conveniencia o utilidad.

La experiencia ha demostrado que los pasos de nivel en las carreteras ordinarias no tienen nada de peligroso, particularmente cuando, como aquí se previene, hay en cada uno de dichos pasos, no solamente barrera, sino también un guarda. Así es que no obstante verlo prohibido en algunos pliegos de condiciones de otros países, lo hemos adoptado como regla general en el artículo 10, dejando que el Gobierno determine las excepciones.

Los artículos desde el 11 hasta el 17 inclusive fijan las dimensiones que se han de dar a los puentes, viaductos y pasajes subterráneos, los cuales dependen necesariamente de las que tienen los caminos ordinarios, de las que se han fijado en el artículo 6º para los ferrocarriles, y de la altura de las chimeneas de las máquinas locomotoras.

Los artículos 18 y siguientes hasta el 26 inclusive contienen, con muy leves modificaciones, las disposiciones adoptadas en todas partes para asegurar el curso y aprovechamiento de las aguas con que pudiera tropezar el ferrocarril, para aislar el camino de las propiedades limítrofes, e impedir la introducción en el mismo de animales, ganados y personas que pudieran ocasionar desgracias con su interposición, para asegurarse de la buena construcción y conservación del camino y de la buena calidad del material de explotación, para establecer, en fin, el orden, vigilancia y policía rigurosa que en estos caminos se requiere para evitar accidentes funestísimos.

En el artículo 27 se establece: primero, que los ferrocarriles se concederán solamente por un cierto número de años que se determinarán para cada empresa particular; segundo, que para indemnizar a ésta de sus gastos se la autorizará a percibir los derechos de peaje y transportes que se determinarán en cada caso con arreglo a una tarifa, cuyo modelo acompaña.

Sobre la conveniencia de la primera parte, ya hemos dicho lo necesario en el principio de este informe. Acerca de la tarifa, diremos que los precios van en blanco, porque éstos podrán variar para cada empresa, según las circunstancias de la misma; además de que tampoco puede determinarse con algún acierto hasta conocer el presupuesto del coste del camino y el movimiento probable por el mismo; puesto que la comparación de estos datos ha de influir principalmente en la determinación de aquellos precios.

Dividimos la tarifa en peaje y transporte, porque advirtiéndose en los artículos 37 y 38 que las compañías de ramales o prolongaciones puedan usar del camino principal y recíprocamente, era preciso fijar el peaje que han de pagar por dicho uso, porque dejarlo al arbitrio de la compañía que ha admitir a las otras, equivaldría muchas veces a prohibirlas el uso del camino: así que es preciso descartar de los derechos totales el precio del transporte que nada le cuesta en este caso a la compañía principal.

Los artículos 29, 30, 31 y 33 determinan el servicio que han de prestar las compañías de ferrocarriles en sus respectivas líneas para la conducción de la correspondencia general y la de oficio del Gobierno.

Cualquiera concibe la conveniencia y utilidad de que la correspondencia pública y los conductores a quienes se confía, sean transportados con toda la celeridad y economía que permiten los ferrocarriles, mas cuando se trata de correspondencia oficial del Gobierno, no sólo es conveniente y útil, sino absolutamente necesario, que éste pueda disponer de todos los medios ordinarios y extraordinarios que los ferrocarriles pueden proporcionar para transmitir con rapidez sus órdenes y avisos. Porque de no tener el Gobierno medios iguales, y aún más eficaces que los particulares para transportar sus agentes y sus órdenes a todos los puntos de un ferrocarril, fácilmente se comprende que podrían resultar en ciertos casos consecuencias fatalísimas para la tranquilidad y seguridad de algunos pueblos, y aún de la nación entera. En cuando a las reglas y estipulaciones que pueden establecerse para dicho objeto, podrán recibir alguna variación de un país a otro y aun entre los diferentes caminos de uno mismo: por eso se ha dejado indeterminada la retribución que deberá abonarse a las empresas por los convoyes especiales que sea necesario emplear. Por lo demás las disposiciones que aquí se proponen, con respecto al servicio importante de los correos ordinarios y extraordinarios, son las mismas, con muy poca diferencia, que se han prescrito por los Gobiernos, y admitido y puesto en práctica por las compañías de otras naciones, señaladamente en Francia y en Prusia.

Los artículos 33 y 34 versan sobre los dos principios capitales de que a nuestro entender no debe prescindirse jamás, cuales son la revisión de las tarifas y la adquisición de la propiedad del camino por el Gobierno mediante indemnización: las razones de utilidad pública en que se fundan las dejamos ya manifestadas ampliamente al principio de este informe.

En los artículos 35, 36, 37, 38 y 39 se establece la facultad de poder construir otros caminos, canales o ferrocarriles que crucen o prolonguen los ya concedidos o construidos, o que entronquen con ellos, mediante concesión del Gobierno; se designa el uso que de unos y de otros podrán hacer recíprocamente las compañías y las reglas que deberán observarse para dicho efecto.

Los artículos restantes desde el 40 al 45 inclusive nos parecen muy obvios para necesitar de largos comentarios. Reducidos están a asegurarse por parte del Gobierno del buen estado, así del camino y sus dependencias, como del material de explotación, cuando por cualquiera de las causas que se expresan en este pliego de condiciones haya de entrar en posesión del ferrocarril, a establecer la vigilancia necesaria para conseguir el exacto cumplimiento de todo lo estipulado, particularmente en lo que se refiere a los plazos señalados para la entrega total de las acciones, para dar principio a las obras y para terminarlas, proveyendo a su progreso y conclusión cuando la empresa deje de hacerlo; finalmente, se prefija la manera de entenderse oficialmente la empresa con el Gobierno en todos los asuntos relativos al ferrocarril, y se designan los tribunales que han de entender en las contestaciones que pueden ofrecerse acerca del cumplimiento e interpretación de las condiciones estipuladas por ambas partes.

Las disposiciones que siguen a los artículos mencionados y fijan las unidades de peso y distancia que deben emplearse en los ferrocarriles, son evidentemente necesarias. La manera que se establece aquí de pagar los derechos de tarifa por las fracciones de peso y de distancia, es más favorable a las compañías que en otros países. Los límites del peso que se permitirá llevar a los carruajes que la compañía admita en el ferrocarril, así como del que podrán tener las masas indivisibles que se transporten por el mismo, son casi idénticos a los que ha sancionado ya la experiencia como tolerables en otros caminos de iguales o menores dimensiones.

Finalmente, las rebajas de derechos que se hacen en favor de los militares y marinos que viajan aisladamente por objetos del servicio, así como las que se indican en beneficio del transporte de las tropas y del material militar o naval por el ferrocarril, están admitidas en todas partes y no creemos haya nadie que pueda repugnarlas.

Tal es el pliego de condiciones que en concepto de la comisión debe servir de base a todas las concesiones que se pidan para la ejecución y explotación de los ferrocarriles, persuadida de que con él podrán conciliarse en todos los casos los intereses de las compañías con los del público, por cuanto en sus artículos sólo se consignan los principios que deben adoptarse y las cosas a que debe atenderse; pero las cantidades quedan generalmente indeterminadas, y de su fijación en cada caso particular dependerá el que haya entre unos y otros intereses el justo equilibrio que corresponde.

Mas para que pueden amoldarse, digámoslo así, estas condiciones generales a cada caso particular, fijando las cantidades que en ellas quedan indeterminadas de común acuerdo entre la empresa y el Gobierno, y para que éste pueda dispensar con el debido conocimiento las gracias, privilegios y facultades que acaso convengan para estímulo y auxilio de algún proyecto importante y difícil, es necesario que las propuestas vengan acompañadas de los datos facultativos y estadísticos que para dicho efecto son necesarios, a no ser que en algún caso particular juzgue el Gobierno preferible adquirir por sí mismo estos datos.

Es necesario también para otorgar la concesión definitiva que envuelve la facultad de expropiar a millares de individuos y la de atraer capitales inmensos hacia una especulación complicada, cuyo buen o mal resultado es muy difícil de calcular para la generalidad de los que son llamados a tomar parte en ella, es necesario, repetimos, que el individuo o la compañía proponente demuestre que el proyecto es posible, que es útil para el público y para la sociedad que se forme, y que ofrezca garantías de que podrá reunir los fondos suficientes para su ejecución. Es necesario, finalmente, que la concesión definitiva no se otorgue a uno o muchos individuos particulares que se propongan formar una sociedad, sino a la sociedad misma, que ha de suministrar los fondos, después de formada y constituida con arreglo a las leyes.

A conseguir estos fines van dirigidas las disposiciones que preceden al pliego de condiciones, y la comisión no puede dispensarse de dar alguna explicación en apoyo de su importancia y necesidad.

Sería absurdo pretender que el Gobierno otorgase la concesión de un ferrocarril o de cualquiera obra pública sin cerciorarse previamente de la posibilidad física y económica del proyecto, de su utilidad pública, de su utilidad industrial cuando se ha de ejecutar por una compañía anónima; y finalmente, sin que la persona o compañía proponente dé alguna garantía de que tiene los medios necesarios para llevar a cabo lo que ofrece.

La concesión de una obra pública, y particularmente la de ferrocarriles de tanta extensión como los que se han propuesto en España de poco tiempo a esta parte es de mucha trascendencia, porque lleva consigo la facultad de expropiar y la de emitir y expender acciones por valor a veces de 500, 600 o más millones de reales. Por consiguiente, donde quiera que se respeta la propiedad y los intereses creados, donde quiera que el Gobierno se estima bastante a sí mismo para no autorizar con su sanción empresas quiméricas que so pretexto de interés público pueden hacer víctimas del charlatanismo de especuladores de mala fe a millares de hombres honrados, como ha sucedido más de una vez, antes de conceder tamañas facultades se exigen pruebas más o menos severas acerca de todos los puntos indicados. Por lo demás, sólo un especulador insensato o de mala fe puede hacer proposiciones y comprometerse a la ejecución de un proyecto cuya posibilidad no le sea bien conocida, y sería hasta ridículo que el Gobierno no le exigiese las pruebas de esa posibilidad, si las tuviese, o que le diese oídos en el caso contrario. ¿Podría darse mayor extravagancia que entrar muy seriamente en contratos y estipulaciones destituidas de toda base sobre un objeto puramente imaginario? La demostración de posibilidad es, pues, un preliminar indispensable para entrar en contratos de esta especie, y esta posibilidad se demuestra presentando el trazado y la nivelación del camino entre sus dos extremos, indicando los puntos donde deben encontrarse las mayores dificultades, haciendo ver en qué consisten éstas, y que no hay ninguna de ellas que no pueda superarse con los medios conocidos del arte. A la verdad, en el estado actual de conocimientos científicos y artísticos, apenas habrá un proyecto que sea imposible, considerado bajo el aspecto puramente facultativo, y por tanto lo que principalmente debe probarse es su posibilidad económica, esto es, que su costo podrá ser compensado suficientemente con los productos y ventajas que resulten de su ejecución, para lo cual es necesario presentar los datos facultativos que son necesarios para calcular el costo del ferrocarril y los datos estadísticos que pueden hacer apreciar los productos del mismo después de concluido.

Acerca de esta posibilidad debemos advertir, aunque ya lo hemos hecho en otro lugar, que muchos proyectos que serían posibles para el Estado no lo serán para una compañía, a no ser que aquél venga a auxiliarla tomando una parte más o menos grande en su ejecución. En efecto, para que un proyecto sea posible para el Estado, basta que los productos de su explotación puedan cubrir los gastos de conservación, más el interés del capital empleado; y aun podrá suceder que el Estado pueda sacrificar sin ningún gravamen del país el todo o parte de estos intereses, porque los beneficios que indirectamente recibe, por el impulso dado a todos los manantiales de la riqueza pública con la construcción del ferrocarril, se indemnice completamente de aquel aparente sacrificio.

Mas la compañía que no cuenta para nada con estos beneficios públicos, además de los gastos de conservación, del interés del capital y de su amortización en un tiempo dado, necesita un premio industrial proporcionado, cuando menos, al que se obtiene en otras especulaciones que se encuentren en circunstancias análogas de riesgo, de duración, de dificultad, etc., etc. En el caso contrario, el proyecto sólo podrá ser ejecutado por el Gobierno o por las compañías auxiliadas por aquél.

La demostración de utilidad pública es un preliminar indispensable que la ley exige para autorizar la expropiación y consiguientemente para hacer la concesión de toda obra pública. Mas para asegurarse el Gobierno de la utilidad pública de un proyecto, necesita de los mismos datos que se requieren para demostrar su posibilidad, además de las luces que sobre los intereses del país que ha de atravesar el ferrocarril podrán suministrarle los informes que en pro o en contra del proyecto y de cada una de sus partes dieren los Jefes políticos y Diputaciones de las provincias, oyendo a los Ayuntamientos de los pueblos cuyos territorios atraviese, juntamente con el juicio que el Gobierno mismo, más bien que cualquier otro individuo o corporación, pueda formar acerca de los servicios que prestará una línea dada de ferrocarril a los diferentes ramos de la administración interior del Estado, así como a la defensa exterior del mismo en caso necesario.

En cuanto a la utilidad industrial también conviene que conste, especialmente cuando el individuo o individuos que proponen el proyecto no han de suministrar por sí mismos el capital necesario para su ejecución, sino que, por el contrario, solicitan se les autorice para crear y emitir acciones y formar una sociedad anónima que proporcione dicho capital.

Las siguientes observaciones harán comprender la conveniencia y aun la necesidad de adquirir este conocimiento antes de proceder a la concesión.

Hemos dicho ya que puede haber proyectos de grande utilidad pública que no ofrecen bastante estímulo por sí solos para ser ejecutados por una compañía, a no ser que ésta sea auxiliada de alguna manera por el Gobierno. Ejemplos hay en varios países de compañías que, después de ejecutados en gran parte los trabajos, y aun después de concluidos enteramente, han tenido que recurrir a estos auxilios para sostenerse; otras los han obtenido antes de empezarlos como una de las condiciones de la concesión. Por este motivo la comisión ha propuesto en los artículos 1º y 5º de los preliminares, “que el Gobierno, cuando lo crea conveniente, concederá a las compañías las facultades, gracias y privilegios que conforme a las leyes pueda conceder, o las que él mismo estime oportuno proponer a las Cortes.” Ahora bien: mal podría el Gobierno conceder o negar estas gracias, ni dispensarlas con la justa medida que los intereses públicos reclaman, ni justificarlas ante la opinión pública, dispuesta siempre a criticarlas, si no se hiciese presentar oportunamente todos los datos conducentes a apreciar la utilidad industrial que puede obtenerse en una empresa dada, y hasta qué punto es necesario socorrerla.

Otra razón muy poderosa existe para que el Gobierno tome este conocimiento antes del otorgamiento de la concesión, cuando se autoriza en ella la formación de una sociedad anónima.

La concesión definitiva se considera generalmente (y con razón) como la aprobación del proyecto por el Gobierno, como un acto que supone el examen previo de su posibilidad y que lo califica de útil al público y a los capitalistas que empleen en él sus fondos. Porque nadie puede ni debe suponer que el Gobierno ha de conceder a uno o más individuos la facultad de atraer capitales inmensos hacia una empresa descabellada y ruinosa, comprometiendo las fortunas de millares de hombres honrados y de buena fe, y es tanto más necesario y justo que esta autorización esté fundada en el previo conocimiento de que la empresa es racional y justiciosa bajo el aspecto industrial, cuanto es imposible que la generalidad de los accionistas puedan apreciar por sí mismos las ventajas o desventajas de una especulación de esta especie.

El ejemplo de otras personas a quienes se supone entendidas (acaso sin serlo), los anuncios pomposos, las descripciones magníficas y las ofertas seductoras que tanto más se prodigan cuanto menos sólida es la especulación, dándoles valor, prestigio y autoridad con la aprobación del Gobierno, son las únicas guías que tiene la mayor parte. Por tanto, si esta autorización no estuviese fundada en el examen previo que hemos indicado, no sería más que un lazo tendido para hacer caer más fácilmente a los incautos en la sima abierta por los manejos y malas artes de especuladores ignorantes o de mala fe. Aun cuando el Gobierno no necesitase de esta indagación para los fines indicados en el párrafo anterior, debería hacerla por su propio decoro atendiendo a las razones expuestas en éste. Por lo demás, la indagación de utilidad industrial requiere pocos más datos que la de utilidad pública exigida rigurosamente por la ley como garantía de la propiedad. Los empresarios necesitan conocerla previamente para saber lo que han de pedir, a fin de asegurar los intereses de la compañía; el Gobierno para saber lo que ha de conceder sin perjudicar al público; los accionistas para tener una garantía del buen empleo de sus fondos; y todos para que el proyecto se acredite, adquiera fondos suficientes y sea llevado hasta su término.

Los proyectistas concienzudos, inteligentes y de buena fe, no esquivarán nunca esta indagación previa, antes la provocarán ellos mismos y desearán que se haga con el mayor rigor y exactitud posibles; porque la utilidad industrial comprobada por este examen, reconocida y sancionada por el Gobierno, debe ser la mejor garantía que les proporcione fondos para llevar a cabo su empresa. Los que se hallen en el caso contrario la repugnarán sin duda, dirán que no se protege la industria, que se le ponen trabas y dificultades, que se la somete a pesquisas e indagaciones odiosas e insoportables, y amenazarán con abandonar sus proyectos; poco importa que los abandonen, o más bien importa mucho que los dejen, para que no comprometan con su ignorancia o malicia los capitales de muchos hombres de bien; para que no se engruesen quizá a sus expensas sin que la empresa llegue a cuajar; para que no desacrediten con ejemplos lamentables este género de proyectos, y para que no desvíen los capitales de especulaciones tan útiles al Estado como a los particulares, cuando están bien concebidas.

De nada serviría que un proyecto fuese posible, que fuese útil al público, y que lo fuese igualmente como empresa industrial, si no pudiesen reunirse los fondos necesarios para ejecutarlo: tanto valdría para los resultados que el proyecto fuese imposible. La concesión definitiva en semejante caso sería ilusoria o más bien sería perjudicial, porque el Gobierno se ataría sus manos para oír otras proposiciones, quizá más ventajosas que las aceptadas, hasta que transcurriesen los términos señalados en las condiciones para dar principio a las obras y para concluirlas; transcurridos éstos podrá muy bien suceder que no se encuentre ya quien acometa el mismo proyecto en mucho tiempo.

Cuando el Gobierno se impone esta traba, que en algunos casos puede ocasionar graves perjuicios al público (si se confía sólo en el charlatanismo impotente de una persona o de una compañía sin recursos), justo parece que se le exija al empresario alguna garantía, alguna prueba positiva de que podrá cumplir lo que ofrece. Esto es justísimo, lo aconseja el sentido común, se practica en todos los países donde mejor se entienden estos negocios, con mucho más rigor y dureza que propone la comisión; se practica igualmente en España en todas las contratas de obras públicas, con condiciones también más duras que las que nosotros exigimos; y además esta garantía tiene las ventajas: 1º De alejar de estas empresas a proyectistas oscuros, sin capacidad, sin capitales y sin crédito, que sólo sirven para fatigar al Gobierno con prórrogas y exigencias sin fin que no conducen a ningún resultado, consiguiendo ellos entre tanto darse cierto nombre e importancia. 2º Que no se formen sociedades anónimas imaginarias, acumulando nombres supuestos o prestados para alucinar al público, y quizá al Gobierno mismo. De todo esto se han visto muchos ejemplos en otros países, y pudieran citarse algunos en el nuestro. Para evitar estos inconvenientes ha propuesto la comisión que cada uno de los socios deposite en uno de los bancos cierta parte de suscripción. De esta manera se asegurará el Gobierno de que los suscriptores, cuya listas se presentan a fin de acreditar que se han reunido las tres cuartas partes del capital necesario para la ejecución del proyecto, son personas reales y efectivas, que toman un interés positivo por la empresa, que tienen fe en ella, y sobre todo, que son personas solventes y capaces de llenar los compromisos que han contraído al suscribirse. La comisión ha indicado que este depósito podría ser la décima parte del capital suscrito por cada uno de los socios, por varias razones:

1ª Porque generalmente se acostumbra a exigir a los asociados el importe de su suscripción por décimas partes, a proporción que lo va exigiendo el progreso de las obras que se ejecutan; por consiguiente este depósito no debe causar molestia a los asociados ni embarazar a la empresa, porque en realidad no es más (como luego se hará ver más claramente) que el primer pedido que ha de hacerse por precisión para dar principio a los trabajos.

2ª Porque es la garantía que se pide en los países en que más se favorece a las empresas de obras públicas; en otros se exigen mayores depósitos y bajo condiciones más duras.

3ª Porque es también la que se exige en España para todas las contratas de obras públicas, pero de una manera también más pesada y onerosa que la propuesta aquí para los ferrocarriles. Sin embargo, considerando la comisión que este depósito deberá variar según las circunstancias de los asociados y de los proyectos que éstos intenten realizar, ha dejado a la prudencia del Gobierno la fijación de esta cantidad en cada caso particular con arreglo a las expresadas circunstancias. Pues la comisión no hace más que sentar el principio, dejando indeterminada la cantidad é indicando la más comúnmente adoptada en semejante casos y otros análogos.

Hemos dicho que el depósito no debía causar molestia ni gravamen alguno a las compañías, porque no es éste un depósito que ha de quedar estancado, muerto e inútil para quien lo hace hasta la total conclusión y recepción de las obras o hasta la terminación del contrato, como se verifica entre nosotros en muchos casos, ni menos es un depósito de fianza que se pierde y confisca a favor del Estado (después de haber estado retenido e inutilizado mucho tiempo para los contratistas) cuando caduca la concesión por falta de cumplimiento de los empresarios, como sucede en los contratos que acabamos de mencionar, y como sucede en Francia con los ferrocarriles. Por el contrario, según el artículo 42 del pliego de condiciones generales, “la compañía podrá emplear las sumas que hubiese depositado en el Banco de San Fernando o de Isabel II a medida que lo exijan los trabajos, y retirar la parte que quede en caso de caducar la concesión”. De manera que el depósito puede hacerse pocos momentos antes de obtenerse la concesión, y puede principiarse a sacarlo pocos días después de obtenida, si la compañía empieza las obras, y puede continuar ejecutando éstas con dicho depósito hasta su total extinción, y en caso de rescisión del contrato o de caducar la concesión, por falta de cumplimiento de la compañía, se le devuelve la parte existente del mismo.

Se ve, pues, que este depósito no puede afectar en manera alguna los intereses de los accionistas, puesto que su cantidad no excede de la primera cuota que suele pedirse a éstos para principiar las obras; puesto que puede emplearse desde luego en las mismas tan pronto como quiera la compañía, sin necesidad de molestar a aquéllos con nuevo pedido; puesto, en fin, que no está expuesto a pérdida ni confiscación por ningún motivo, aunque sea el de rescisión del contrato por culpa de la compañía. No tiene, pues, aquí este depósito el carácter de una fianza que ha de quedar sin uso para la empresa por mucho tiempo, con exposición de perderlo si no cumple las condiciones del contrato. Por el contrario, está desde el primer día a disposición de la compañía, con la condición precisa de emplearlo en las obras propuestas por la misma; es poco más o menos la primera entrega que habían de hacer los asociados para dicho objeto, pero en lugar de depositarla en la caja de la compañía, como se hace con las demás entregas sucesivas, se exige que por la primera vez se verifique en uno de los bancos nacionales, para tener una prueba material de que la asociación es real y verdadera, de que está decidida por el proyecto, y de que tiene medios para ejecutarlo.

Los datos facultativos y estadísticos, que la comisión considera como preliminares indispensables al decreto de concesión, no sólo son necesarios, como se ha visto, para cerciorarse de la posibilidad física y económica del proyecto, de su utilidad pública, de su utilidad industrial y de que el empresario puede llenar sus compromisos, sino que también se necesitan para fijar convenientemente en cada caso particular las cantidades que en el pliego de condiciones generales se han dejado indeterminadas; cuales son, por ejemplo, el número de años que ha de durar la concesión y los precios de la tarifa. Porque es evidente que cuanto menor sea el costo del camino por legua y mayor el movimiento comercial que debe haber por el mismo después de concluido y después de desarrollada su influencia sobre el país que atraviesa, tanto menor necesita ser el número de años concedido, y tanto más bajo señalarse el precio máximo de las tarifas. Las compañías tienen un interés evidente en que estos dos señalamientos sean muy altos, el público, por el contrario, en que sean muy bajos: para adoptar, pues, un justo medio que no lastime los unos ni los otros intereses, es necesario reunir previamente, con la mayor exactitud posible, todos los elementos que concurren a la formación de estos valores. Afortunadamente, estos elementos son los mismos que se necesitan para demostrar la posibilidad y utilidad del proyecto, circunstancias sin las cuales no se puede autorizar la expropiación con arreglo a las leyes, ni otorgarse por consiguiente la concesión definitiva. Se ve por tanto que hay dos razones, a cual más poderosa, que hacen absolutamente necesaria la previa presentación de los documentos que se exigen en los artículos que preceden al pliego de condiciones generales que proponemos.

La comisión ha sido bastante parca en la exigencia de datos, formalidades y garantías preliminares a la concesión; se ha contentado con pruebas bastantes para obtener una probabilidad más o menos grande de lo que, en su opinión particular, debía averiguarse con certeza, reservando el complemento de algunas de éstas para después de otorgado el privilegio, como se ve con la condición quinta. En esta parte la comisión ha creído que debía sacrificar hasta cierto punto sus propias convicciones a las circunstancias presentes de nuestro país y a opiniones vulgares, pero demasiado generalizadas entre gentes ilustradas é influyentes: tiempo vendrá en que se modifique la opinión; en que se vea que estas exigencias y formalidades previas no retraen a los empresarios inteligentes, sensatos y de buena fe; y en que los desvaríos de otros menos juiciosos, o menos inteligentes, o menos probos, y sus fatales consecuencias, hagan conocer la necesidad de mayores garantías y de exigencias más rigurosas. En Francia se han visto precisados a seguir el mismo camino, indulgentes al principio y más rigurosos y exigentes en lo sucesivo; y aun no están contentos con el sistema actual, por lo que toca a las pruebas y formalidades previas, publicistas muy distinguidos en aquella nación.

La concesión o privilegio exclusivo para ejecutar y explotar una obra pública es un asunto muy grave, especialmente cuando se trata de una gran línea de ferrocarril, aun cuando no sea más que por la facultad inherente a la misma de desposeer a un sin número de propietarios. Porque esta facultad no debe concederse nunca sin grandes e indudables motivos de utilidad pública, tanto más grandes y seguros, cuanto mayor sea el número de familias que han de ser inquietadas en la pacífica posesión de sus tierras, y arrojadas quizá de sus hogares. Así es que las formalidades que preceden a una concesión suelen ser tanto más rigurosas en cada país cuanto mayor es el respeto que se tiene a la propiedad. En Inglaterra, por ejemplo, no hay una ley general de expropiación, por temor sin duda de que se abuse de ella, y así, cada caso particular de expropiación, y por consiguiente de concesión, es objeto de una ley especial sujeta a formalidades y dilaciones y gastos inmensos.

Lo primero que allí se exige es el trazado exacto del camino con los planos definitivos de todas sus obras, como que se ha de expresar la porción de cada terreno que ha de ocuparse, y la manera como el camino afecta a la propiedad; esto es, si la atraviesa en terraplén, en desmonte, a nivel de las tierras, por medio de viaducto, etc.; y estos detalles son indispensables, porque la facultad de expropiar sólo recae sobre los terrenos que ha de ocupar el trazado y sobre un corto espacio a derecha é izquierda, en consideración a las variaciones que al tiempo de la ejecución suelen presentarse como necesarias en el trazado primitivo: si la variación fuese tal que obligase a salir de la zona marcada, y el dueño del terreno se obstinase en no cederlo, sería necesaria la autorización del Parlamento.

A estos planos detallados deben acompañar los presupuestos exactos de las obras, los datos estadísticos justificados que den a conocer los productos probables de la empresa y su utilidad industrial, y la formación previa de la sociedad anónima con suscripciones efectivas, firmadas y escrituradas (y entregadas en parte) por las cinco sextas partes del capital.

Todos estos documentos se someten a un examen público y a un juicio también público y contradictorio (con citación a domicilio de todas las partes interesadas en pro y en contra del proyecto), primero, en las provincias y pueblos que atraviesa el proyecto, luego ante una comisión de la Cámara de los Comunes, y finalmente ante otra comisión de la Cámara de los Lores.

Los franceses han sido más indulgentes en esta parte, excesivamente indulgentes y fáciles, en el sentir de muchos publicistas distinguidos de aquella nación (amigos por otra parte de las compañías) que se han ocupado con especialidad de este asunto. Desearían éstos una instrucción preliminar más amplia, más completa, algo semejante a la de Inglaterra en el fondo, pero desembarazada hasta cierto punto, como sería posible conseguirlo, de las dilaciones y gastos que allí se ocasionan. Un inconveniente gravísimo que encuentran, entre otros varios, en el sistema adoptado en su país para otorgar las concesiones, es el que éstas se hagan antes de que se haya formado la asociación o compañía que ha de suministrar los fondos, antes de que se haya suscrito la mayor parte del capital que se ha calculado necesario para la ejecución del proyecto, antes por consiguiente que se tenga seguridad de que el proyecto ha de realizarse.

Resultando de aquí, dice uno de estos escritores, que la concesión no se hace directamente a la compañía o sociedad anónima, sino a un corto número de individuos que la consideran como una especie de patrimonio con el cual pueden traficar, y efectivamente venden esta propiedad a las compañías que llegan a formar, mediante una parte de los provechos de la empresa, por lo regular muy grande, y que representa únicamente el derecho de concesión que ellos le transmiten.

Lo que se dice aquí no es una abstracción, no es una suposición imaginaria de lo que pudiera suceder, sino el resultado práctico de muchos hechos reales y positivos; a los cuales podríamos nosotros añadir uno posterior al citado escrito, en que el empresario pedía la concesión con documentos insuficientes para concederla, con documentos que podían forjarse fácilmente en muy pocos días. Exigía sin embargo de la compañía a la que se proponía transmitir esta concesión un capital en acciones de rédito que debía absorber la tercera parte de las ganancias líquidas de la empresa.

He aquí un abuso escandaloso que puede hacerse de esas concesiones transmisibles, otorgadas sin el competente examen previo a uno o muchos individuos particulares. Equivale esto a aumentar considerablemente el presupuesto de gastos; lo que exige en consecuencia tarifas más crecidas para obtener un dividendo razonable, y por consiguiente tiende a disminuir en gran parte las ventajas que el público debiera reportar de la construcción del ferrocarril, u ocasionar en caso contrario la ruina de los accionistas que aceptasen tales condiciones.

Mas no es ese el único modo de abusar de los privilegios así concedidos. Algunos más diestros, dice otro escritor, después de haber propalado con exageración las utilidades de la empresa por medio de sus agentes en las capitales extranjeras, en las provincias, en la bolsa, en las sociedades particulares, por todos los medios buenos y malos que suministra la prensa, consiguen asociar a la empresa nombres respetables y escudándose con la concesión del Gobierno, que en buen sentido debe considerarse como una garantía del crédito, de la buena fe y de los recursos de los empresarios, como un sello público que marca la buena calidad de un negocio que ha sido examinado detenidamente bajo todos los aspectos, “llegan a hacer tomar a las acciones una grande estimación, de modo que no pueden obtenerse éstas sino mediando una prima, con la cual se consigue en poco tiempo y con poco trabajo una ganancia inmensa”.

El camino de Versalles ofrece un ejemplo de esta especie: sus acciones de 500 francos se vendieron a 800, antes de darse principio a las obras; ahora se venden a 250 o 300 francos después de concluidas. “El mal está (dice el autor referido anteriormente) en conceder un derecho tan importante a individuos, y no a las compañías mismas con cuyos fondos se ha de ejecutar la empresa, y que deberían ser las únicas que estuviesen autorizadas para solicitarlos”.

Por tanto la comisión, si bien ha sido indulgente a pesar suyo, más indulgente quizá que los franceses, en lo que toca a las demás formalidades y pruebas anteriores a la concesión, no puede serlo sobre este particular, porque sería aconsejar al Gobierno que se hiciese cómplice y fautor de los abusos y estafas que acabamos de manifestar. Y así propone en el artículo 1º de los preliminares que “las propuestas que tengan por objeto la autorización de S.M. para ejecutar y establecer un ferrocarril con la declaración consiguiente de utilidad pública, y otra cualesquiera gracias, facultades y privilegios, deberán ser suscritas a nombre de la compañía que haya de suministrar los fondos, y acreditar ésta que se han comprometido sus socios a satisfacer las tres cuartas partes del capital necesario, y que ha sido depositada la décima parte de su valor u otra cantidad que designe el Gobierno en el Banco Español de San Fernando o en el de Isabel II”.

La comisión cree haber explanado suficientemente los principios que sirven de fundamento al pliego de condiciones generales que propone para las empresas de ferrocarriles. En ellas ha procurado conciliar los intereses del Estado y del público con los de las compañías particulares, asegurando en lo posible la moralidad que debe servir de base a las concesiones que les otorga el Gobierno.

Dios guarde a V.S. muchos años.

Madrid,  2 de noviembre de 1844.

– El Inspector general, Juan Subercase.
– El ingeniero primero, Calixto Santacruz.
– El ingeniero primero, José Subercase.

– Sr. Director General de Caminos, Canales y Puertos.

 

Système Arnoux  -  http://fr.wikipedia.org/wiki/Syst%C3%A8me_Arnoux

 

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